*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 72090 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografÃa del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos ortotipográficos. * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final del párrafo en que se las llama. EPISODIOS NACIONALES UN VOLUNTARIO REALISTA Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Serán furtivos los ejemplares que no lleven el sello del autor. B. PÉREZ GALDÓS EPISODIOS NACIONALES SEGUNDA SERIE UN VOLUNTARIO REALISTA 35.000 [Ilustración] MADRID PERLADO, PÃEZ Y COMPAÑÃA (Sucesores de Hernando) ARENAL, 11 1906 MADRID. — Imp. de los Sucesores de Hernando, Quintana, 33. UN VOLUNTARIO REALISTA I La ciudad de Solsona, que ya no es obispado, ni plaza fuerte, ni cosa que tal valga, y hasta se ha olvidado de su escudo, consistente en cruz de oro, castillo y cardo de los mismos esmaltes sobre campo de gules, era, allá por los turbulentos principios de nuestro siglo, una de las más feas y tristes poblaciones de la cristiandad, a pesar de sus formidables muros, de sus nueve esbeltos torreones, de su castillo romano, indicador de gloriosÃsimo abolengo, y a pesar también de su catedral, a que daban lustre cuatro dignidades, dos canonjÃas, doce raciones y veinticuatro beneficios. La que Ptolomeo llamó _Setelsis_, se ensoberbecÃa con la fábrica suntuosa de cuatro conventos que eran regocijo de las almas pÃas y motivo de constante edificación para el vecindario. Este se elevaba a la babilónica cifra de 2056 habitantes. Estos 2056 habitantes _setelsinos_ ocupaban, ¿a qué negarlo?, lugar muy excelso en el mundo industrial con sus ocho fábricas de navajas, tres de candiles y otras de menor importancia. También se dedicaban a criar mulas lechales que traÃan del cercano Pirineo; cultivaban con esmero las delicadas frutas catalanas, y eran maestros en cebar aves domésticas, asà como en cazar la muchedumbre de codornices, palomas silvestres, ánades y becadas, que tanto abundan en aquellos espesos montes y placenteros rÃos. No podÃan ser tales industrias de las menos lucrativas en tierra tan poblada de canónigos, racioneros y regulares. En 19 de septiembre de 1810, los franceses, que nada respetaban, entraron en Solsona con estrépito, y después de cometer mil desmanes se entretuvieron en quemar la catedral: con tal siniestro desplomáronse las torres y vinieron al suelo las campanas. También pusieron mano en los conventos, encariñándose demasiado con los de religiosas, donde cometieron desafueros que mejor están callados que referidos. El convento de monjas dominicas, llamado de San Salomó por ser fundación del marqués de este nombre (1573), padeció diversos tormentos, de los que no pocas memorias guardaron las espantadas vÃrgenes del Señor. Tan horribles excesos no eximÃan a las santas casas de sufrir expoliaciones y derribos, y San Salomó, que perdiera en aquel horrendo dÃa tantos tesoros, se quedó también sin copón, sin candeleros y sin las arracadas de la Virgen. Desaparecieron cuadros y estatuas, y un trozo del ala de poniente fue derribado a cañonazos, quedando reducidas a escombros seis celdas del piso alto y el refectorio en planta baja. Era San Salomó un edificio de muy diversas partes compuesto, que semejaba una vieja capa de riquÃsima y descolorida tela, remendada con innobles trapos. HabÃa allà algo del género ojival que domina en el Principado, restos de bóvedas románicas, puertas churriguerescas, trozos pertenecientes a la insulsa arquitectura del siglo pasado, paredes de ladrillo enyesado, tapia de adobes, muros hendidos, techos que se habÃan chafado cual sombrero; tragaluces bizcos, rodeados de una especie de marco palpebral de blanco yeso; rejas comidas de moho, tras de las cuales estaban las podridas celosÃas, por cuyos huecos solo cabÃa el dedo meñique de las monjas; vigas que servÃan de puntales; tapiales modernos que se empeñaban en cubrir huecos ocasionados por el desplome o abiertos por la bala de artillerÃa; una torrecilla cuya espadaña solo tenÃa un esquilón; en suma, era un adalid valeroso combatido por los formidables enemigos que se llaman tiempo y guerra, pero que se defendÃa bien tapándose sus heridas y remendándose sus desgarrones como Dios le daba a entender, y desafiaba orgulloso lluvias y vientos, prometiéndose llegar con sus jorobas, infartos, bizmas y muletas a las más remotas edades venideras. Estaba San Salomó en un extremo de la ciudad y en el punto más desierto de ella, por donde partÃa el camino de Guardiola y Peracamps, que a corto trecho se trocaba en intransitable cuesta escarpada, cuyas ramificaciones se perdÃan en la montaña. La calle de los Codos, llamada asà porque formaba dos ángulos en opuesto sentido quebrándose como un biombo, limitaba el convento por poniente. Dicha calle no era otra cosa que un hueco, foso o pasadizo entre San Salomó y el lienzo occidental de la muralla de la ciudad, y los codos que daban nombre a la tal vÃa eran ocasionados por los ángulos estratégicos de la fortificación. Al fin de la calle se veÃa un torreón, y un poco más allá la puerta del Travesat. Por oriente, con vuelta al mediodÃa, estaba la iglesia, en la calle de la Sombra, y no lejos de la puerta de aquella, la del torno y locutorio, que era un arco románico picado y bruñido por la barbarie académica del siglo anterior y pintorreado de azul por orden de la madre abadesa. Hacia el norte extendÃase la gran tapia de la huerta, sin más huecos que las hendiduras producidas por el resentimiento de la fábrica. Las rejas y celosÃas, en la parte más alta, miraban al campo por encima de la muralla. Su estructura no permitÃa a los curiosos ojos monjiles ver la calle, en lo que verdaderamente perdÃan muy poco, pues rara vez pasaba por las calles de los Codos o de la Sombra alguna cosa digna de ser vista. A pesar de su aspecto caduco, no reinaba la miseria en el interior de aquel silencioso retiro, como acontece en los conventos del dÃa, que casi, casi no son otra cosa que asilos de mendicidad. Por el contrario, al decir de algunos curiosos solsoneses, imperaban allà dentro el bienestar y la abundancia. Siempre fueron las dominicas poco inclinadas a la pobreza absoluta: su Orden ha sido por lo general aristocrática, compartiendo con la del CÃster la prerrogativa de acoger a las señoritas nobles a quienes vocación sincera, desgraciados amores o la imposibilidad de ocupar alta posición, arrojaban del mundo. San Salomó albergaba, en la época de nuestra historia, veintidós señoras, que habÃan llegado a sus tristes puertas impulsadas respectivamente por alguna de aquellas tres causas. Todas eran nobles, pues no podÃa convenir al decoro del reino de Dios que mancomunadamente con las hijas de marqueses y condes vivieran mujeres de baja estofa. Además de las rentas de la casa, que a todas por igual beneficiaban, algunas monjas, contraviniendo las reglas más elementales de la Orden, gozaban de rentillas y señalamientos privados que les otorgaran el padre, el tÃo o el abuelo, y esto se lo comÃan en la sagrada paz de su celda sin dar participación a las demás. Es probable que no reinara dentro de San Salomó la paz más perfecta, como acontece en los claustros donde se han relajado todas las reglas y sobre la fraternidad impera el egoÃsmo; pero también es probable que los solsoneses no supiesen nada de esto, porque entonces los conventos, si habÃan olvidado muchas cosas, aún sabÃan guardar a maravilla sus secretos. Y sus secretos eran: que se permitÃan hacer vida separada, comiendo algunas en sus celdas y teniendo criadas para el servicio particular; que unas diez hermanas no se hablaban ni aun para saludarse, porque era evidente que si cambiaran dos palabras, de estas dos palabras habÃa de nacer una docena de disputas; y finalmente, que algunas (afortunadamente eran las menos) se odiaban de todo corazón. Por diversas cosas y motivos era célebre San Salomó; pero aquello en que su fama se elevaba hasta tocar el mismo cuerno de la luna, era el arte culinario. Váyanse noramala cuantas confituras han podido labrar manos de monja en todas las órdenes habidas y por haber; váyanse con mil demonios los platos suculentos e ingeniosos de la cocina extranjera; que nada hay comparable a lo que salió en tiempos felicÃsimos de los hornos, de las sartenes y de los peroles de San Salomó. Aún vivÃa, no hace muchos años, uno de los testimonios más entusiastas de aquella superioridad incontestable, el padre Mercader, arcipreste de Ager, _vere nullius_, que fue en su edad de oro capellán de aquellas benditas mujeres. Viejo y enfermo ya, se rejuvenecÃa refiriendo los sabrosos regalos que le enviaban en dÃas solemnes, con la particularidad de que las señoras de San Salomó hacÃan platos nunca ideados por cocinera alguna, y que unÃan a la novedad el gusto más excitante y delicado. Ellas tenÃan hábiles trazas para preparar una colación en la cual se saborearan bocados muy exquisitos sin faltar al ayuno. Ellas aderezaban una comida de vigilia con tal arte, que sin faltar a las reglas literales de la penitencia, experimentaba el paladar regaladas delicias. HacÃan, entre otras cosas, un guisote de abadejo que en la Semana Santa de cierto año produjo grandÃsimo zipizape en el cabildo catedral por los celos que de los felices gustadores de aquella ambrosÃa piscatoria tuvieron los que no lograron catarla. El deán y el arcipreste estuvieron siete años sin hablarse. Basta de cocina. II Durante cuarenta años fue sacristán de San Salomó un buen hombre, sencillo y piadoso, que tenÃa por nombre José Armengol. Como sintiera que la muerte venÃa por él, pensó que era lamentable no dejar sucesor en la sacristÃa para que recayese en su linaje la recompensa de tantos años de servicios prestados a la religión con piedad y desinterés. No tenÃa hijos el señor Armengol, pues el único que Dios le concediera habÃa muerto de un lanzazo en la guerra del Rosellón; pero tenÃa un nieto que, si bien de corta edad, podÃa servir para desempeñar el cargo, mayormente si las benévolas monjas le enderezaban a la virtud haciéndole hombre devoto o instruyéndole en todos los oficios de la sacristanÃa. El señor Armengol se murió tranquilo y satisfecho cuando la madre abadesa le prometió que el pequeñuelo serÃa sacristán de San Salomó. Trajeron a Pepet de las montañas de la Cerdaña, en que se criaba libre y salvaje como los pájaros, familiarizado con las altas cimas pinÃferas, con las soledades abruptas y rumorosas, con el estrépito de los torrentes y la sombrÃa majestad de la cordillera de CadÃ, paÃs propicio a las leyendas y al bandolerismo. Doce años tenÃa cuando se vio en poder de la madre abadesa, la cual, poniendo sobre la cabeza del rapaz su mano protectora, le dijo con grave y bondadoso acento: —_Noy_, el Señor te ha favorecido desde tu tierna edad destinándote, aunque indigno, a servir en esta casa. Grande honra te cabe en esto, y no todos tropiezan a tu edad con tales prebendas. Pruébanos ahora que mereces el favor de Dios, y que eres capaz de sostener el buen nombre de tu abuelo. Pepet miró a la madre abadesa con espanto. No comprendÃa lo que aquello significaba, aunque su instinto le hizo entender que se hallaba bajo el dominio de las señoras pálidas, de fantástico aspecto, cubiertas de blancos paños y de negras tocas. Quiso protestar; pero le faltaron voz y valor para ello. La primera noche que pasó en el convento tuvo calentura y pesadillas horribles, durante las cuales giraron en su cerebro las pálidas caras de ojos mortecinos, desabrido sonreÃr y glacial aspecto. Aquel andar suave y vagaroso por los claustros y coro sin que se sintieran los pasos, infundÃale más pavor que respeto. El susurro de sus apagadas voces, semejante al gotear de una fuente lejana, le hacÃa temblar. Pero los dÃas pasaron, y aquella primera impresión penosa se calmó, llegando el inocente niño a ver sin miedo a las religiosas y a considerarlas como unas señoras muy buenas, infinitamente mejores que cuantas hembras de una y otra clase habÃa visto en su corta vida. Pepet se adiestraba en su oficio bajo la dirección de un sacristán suplente traÃdo para aquel objeto de Nuestra Señora del Claustro, hombre sesudo y riguroso, a quien llamaban por apodo Fray Tinieblas. De seguro habrÃa tratado mal al neófito por envidia de sus altos destinos sacristaniles, si las monjas no lo impidiesen, manifestando al chico la protección más decidida. Los conocimientos y la práctica de Pepet adelantaron rápidamente, y la madre abadesa, que desde el coro atisbaba los primeros trabajos del predestinado niño, decÃa para sà con gozo: —Este tierno arbolito será digno sucesor de aquel tronco robusto que se llamaba José Armengol. A los dos meses de hallarse en San Salomó, presenció Pepet un espectáculo que produjo en su alma sensaciones muy hondas y patéticas. Era un dÃa de gran solemnidad. La iglesia resplandecÃa como un ascua de oro, y eran tantas las luces, que él solo recordaba haber encendido más de doscientas. DebÃa de correr la estación primaveral, porque los altares estaban llenos de frescas y olorosas flores que embriagaban el sentido. Llenábase la estrecha nave de fieles, que pugnaban por hallar un hueco, y se estrujaban unos contra otros. El señor obispo, acompañado de un mediano ejército de canónigos y racioneros, habÃa subido al altar mayor y entrado en la sacristÃa. Deslumbradoras ropas con encajes, oro, pedrerÃas, cubrieron los encorvados hombros, y sonaron melodiosos cantos de órgano combinados con la dulcÃsima voz de las monjas. Pepet miraba y oÃa con embeleso, sintiendo su alma en estado de arrobamiento y exaltación; su fantasÃa simpatizaba de un modo extraordinario con las cosas solemnes, ruidosas y bellas. Pero el estupor del sacristán en ciernes llegó a su colmo al ver que entre la fila de monjas arrodilladas en la delantera del coro apareció una joven de sorprendente hermosura. VestÃa las fastuosas ropas mundanas que jamás habÃa visto él en tan lóbregos sitios. Lujosas pedrerÃas adornaban su garganta y orejas, y sobre sus hombros caÃan con admirable majestad y gracia los más hermosos cabellos negros que se podÃan ver en el mundo. Su divino rostro estaba tan pálido como la cera de la encendida vela que en la mano tenÃa. No alzaba del suelo los ojos, no movÃa ni las cejas ni los descoloridos labios, ni las negras pestañas que velaban sus miradas como vela el pudor a la hermosura, ni parte alguna de su cuerpo. ParecÃa una estatua, una mujer muerta que, acabada de morir en aquel mismo instante, se conservara derecha y de rodillas por milagroso don. El obispo echó muchos latines, y todos echaron latines, incluso Pepet, que también habÃa aprendido sus latines sin saber lo que querÃan decir; y el órgano seguÃa cantando como una endecha tierna y dulce, semejante o canción de amores, o al acordado ritmo de flautas pastoriles en las soñadas praderas de la égloga. El pueblo gemÃa lleno de admiración o quizás de lástima. Estaban todos en lo más serio de los latines, de la música y de los gemidos, cuando Pepet vio que rodearon a la hermosa doncella que parecÃa muerta; quitáronle sus joyas; arrancaron de su seno las flores que lo adornaban, y que ni aun en el mismo tallo natal habrÃan estado mejor puestas, y después... Pepet sintió que la sangre ardÃa en sus venas..., oyó el rechinar de unas tijeras. ¡Horrible, feroz atentado! ¡Le cortaban los cabellos!... Los tijeretazos que arrancaban una tras otra guedeja, destrozaron el corazón del pobre rapaz..., sintió que su alma minúscula se llenaba de una cólera sofocante, irresistible, volcánica; sintió una angustia mortal, y sin saber cómo, dio un salto y lanzó un terrible grito, diciendo: —¡Brutos!... ¡Pillos! Hubo pequeña alarma, y le recogieron del suelo, porque habÃa perdido el conocimiento. El obispo se echó a reÃr, y los demás también. Repuesto de su desmayo, Pepet salió de la sacristÃa, donde le habÃa metido Tinieblas. Desde aquel momento sintió que en su espÃritu entraban de rondón ideas nuevas, y que su conciencia empezaba a sacudirse y a resquebrajarse como un gran témpano que se deshiela. Oyó con indiferencia las palabras huecas de un canónigo que subiera al púlpito para suplicar a todas las jóvenes solsonesas allà presentes que imitaran el ejemplo de la gentil doncella, que habÃa dejado el regalo de su casa y el cariño paterno para desposarse con Jesús, aceptando la vida de humildad y de penitencia que estos celestiales desposorios traen consigo. La hermosa doncella que habÃa tomado el velo era doña Teodora de Aransis y Peñafort, sobrina del conde de Miralcamp. Poco después de este suceso, Pepet cayó gravemente enfermo de pertinaces calenturas; véase cómo. Las madres de San Salomó, que comprendÃan cuán necesitada de esparcimiento y solaz es la niñez, permitÃan a su acólito que fuese todos los dÃas a jugar con los demás chicos del pueblo, los cuales tenÃan costumbre de congregarse al filo del mediodÃa en la ribera del rÃo Negro, por ser este el sitio donde con más libertad se entregaban al juego de tropa, que era su mayor delicia. Allà organizaban ejércitos con espadas de caña y sombreros de papel; allà asaltaban formidables plazas, defendÃan castillos, se destrozaban a cañonazos (entiéndase pedradas) conquistando lauros inmortales y ganando gloriosÃsimas contusiones, tras de las cuales venÃa la zurribamba que en sus casas les administraban los enojados padres o el maestro de escuela. Al poco tiempo de darse a conocer Pepet en aquella sociedad militar donde se estimaban en su justo valer las prendas del soldado, empezó a desplegar eminentes dotes. TenÃa el condenado chico ese singular don de mando que aparece frecuentemente en la niñez como anuncio de una superioridad futura. Algunas veces desaparece, y los que de chicos fueron leones, al crecer se vuelven pollinos. Pepet era atrevido, daba grandes porrazos, no perdonaba las faltas de disciplina, sacaba de su cabeza admirables invenciones en cuanto a plan de batallas y pedreas, y resolvÃa gallardamente todas las disputas, ya fuesen personales o de antagonismo, entre los distintos cuerpos de ejército. A todo atendÃa con prudencia suma, por todo velaba; era astuto en las exploraciones, heroico en los encuentros, prudente en las retiradas, previsor en todos los casos. Si se trataba del aprovisionamiento de las plazas, nada se hacÃa sin Pepet, que al ver a sus bravos soldados faltos de vituallas, dirigÃa admirablemente el merodeo de fruta en las huertas del rÃo, o el saqueo de una cabaña cuando estaban ausentes los dueños. Muchos palos y tirones de orejas ganaban todos a veces en estas guerreras trapisondas; pero las más veÃan recompensadas sus fatigas con el abundante esquilmo de las parras llenas de racimos, de los perales y de los melocotoneros. Pepet no ascendió a general: lo fue desde el primer momento, porque su natural intrepidez y la energÃa de su carácter púsole desde luego en aquel elevado puesto, donde se habrÃa conservado, con asombro y orgullo de ambas riberas, si no atajaran sus pasos gloriosos las calenturas. El rÃo Negro, con sus verdosos charcos, era un foco de miasmas palúdicos. Muchos dÃas pasó el chico entre la vida y la muerte; pero Dios y los cuidados de las buenas madres le salvaron. VivÃa el pobrecito general, en compañÃa de Tinieblas, en la habitación sacristanesca, pieza espaciosa y abovedada que estaba debajo del altar mayor. Una puerta comunicaba esta pieza con el claustro del convento, y aunque la regla mandaba que estuviera siempre condenada, y bien lo decÃan sus gruesos barrotes y candados, las madres la tenÃan abierta durante el dÃa, y por ella entraban en la vivienda de Pepet con ánimo de asistirle. MerecÃa disculpa y aun perdón esta falta cometida con fines tan caritativos. La madre abadesa y sor Teodora hacÃan la buena obra con solicitud y piedad. La convalecencia de Pepet fue muy larga y penosa. Quedose pálido y delgado como un cirio; sus ojos se habÃan agrandado tanto, que parecÃa que ellos solos ocupaban la cara. Apenas podÃa andar, y la buena Teodora de Aransis y la excelente sor Ãngela de San Francisco, le sostenÃan cada cual por un brazo para que paseara un poco por el claustro y la huerta en las horas de sol. Sentábanle en un banco, y allà pasaba largos ratos con la mirada fija en el suelo, las manos cruzadas. Fortalecido al fin, buscaban las madres algo que le entretuviese, pues nada es tan necesario a los muchachos enfermos y decaÃdos como un juguete o pasatiempo cualquiera que les distraiga y alegre los espÃritus. La madre Teodora, que en lo compasiva y generosa ganaba a todas las habitantes de San Salomó, lo mismo que les superaba en gracia y belleza, le dijo un dÃa, hallándose con él en el claustro: —Pobre Pepet, siento mucho que no tengamos en la casa un mal juguete con que puedas vencer tu tristeza. Pepet sonrió, mirándose en los hermosos ojos de la monja, que cual espejos negros le fascinaban. —¿Qué deseas tú? DÃmelo y veré si puedo proporcionártelo —añadió la religiosa con dulce bondad—. Estás muy triste..., ¿qué deseas? Pepet callaba, sin dejar de mirarla con una fijeza parecida al éxtasis. Interrogado de nuevo, murmuró: —Yo deseo..., sÃ, señora; yo deseo... —¿Qué? —Un tambor —repuso el chico con firmeza. La monja se echó a reÃr. —Ya sé que eres muy guerrero —dijo—, pero en esta casa no tenemos nada de eso. ¡SerÃa bueno que se oyera aquà ruido de tambores!... Que se te quite eso de la cabeza, pobre Pepet... ¿Quieres que te haga un sombrero de papel y una espada de caña para que te pasees por la huerta como un general? Sin esperar contestación, la de Aransis corrió a su celda con andar vivaracho, y al poco rato regresó, trayendo un sombrero hecho de papel que usaban para poner pastas al horno, y una espada de caña. Dando ambas prendas a Pepet, le dijo con orgullo: —En un momento lo he hecho... ¿Verdad que está bien? Pepet no hizo movimiento alguno para constituirse en propietario de aquellos enseres marciales. Permitió que sor Teodora le pusiera el gorro; pero sus ojos relampaguearon, y rechazó la espada diciendo: —La espada que yo deseo no es de caña, sino de hierro. III Pepet se curó por completo. Pasaron años, y el muchacho crecÃa, y en el convento se desarrollaba placentera y sosegada la vida de las monjas. Con los años fue desplegando Armengol tan buenas aptitudes para aquel edificante servicio, que al fin quedose solo y despidieron como inútil a su maestro Fray Tinieblas, de Nuestra Señora del Claustro. Fiel a sus deberes, respetuoso con las madres, puntual en las ocasiones, riguroso con los fieles, fanático por la religión, Pepet era un modelo de sacristanes. Su carácter adusto y reconcentrado, su trato más bien taciturno que amable, la aspereza de sus palabras, no eran realmente defectos en aquel difÃcil puesto. Su formalidad era objeto de grandes alabanzas; habÃa olvidado los ruidosos juegos de su infancia. Jamás se le vio en tabernas ni en sitios malos, ni gastó palabra en disputas, ni dinero en francachelas, ni el tiempo en cosas frÃvolas, ajenas al cuidado y custodia de su querida iglesia. De esta manera llegó a los dieciocho años, siendo su salud perfecta, su vida triste y metódica, su castidad absoluta. Era Pepet de cuerpo más bien pequeño que mediano, de enjutas carnes, complexión acerada y movimientos fáciles. Su rostro no tenÃa gracia alguna, a no ser la fijeza y vivacidad de la mirada, la cual, dotada de gran potencia, distinguÃa los objetos más lejanos con tanta seguridad, que antes parecÃa adivinarlos que verlos. Sus cejas eran corridas y juntas, formando un ceño poco apacible, que a veces infundÃa miedo. TenÃa la tez terrosa, los labios gruesos, buenos dientes, la barba rayada por una cicatriz que ganó en rÃo Negro, la frente ancha, rodeada de cabellos negros y duros como crines. Su cuerpo, de una agilidad pasmosa, no conocÃa dificultades para subir, encaramarse, saltar, escabullirse, doblarse y hacer los más estupendos equilibrios, como no sin susto podÃan observar todos los años las señoras monjas cuando se armaba monumento. A los dieciocho años ganó Armengol un nombre que puso en olvido el que le dieran en el bautismo. Fue este culminante suceso del modo siguiente. Ya se sabe que desde aquella feroz acometida que dieron los franceses de Napoleón al convento en 1810, perdió este muchas cosas preciosÃsimas que en diversos órdenes atesoraba: en este número de joyas perdidas y jamás recobradas estaban las campanas. No tenÃa, pues, San Salomó, en tiempo de Pepet Armengol, más que un menguado esquilón que servÃa para dar los toques canónicos, llamar a misa y echar de tiempo en tiempo algún repiqueteo que era objeto de punzantes bromas en todo Solsona. «Ya suena el almirez de las Madres», decÃan; o bien: «Hoy tienen fiesta las monjas cascabeleras». Un dÃa que pasaba Pepet por la plaza, una mujer le dijo: «Adiós, señor _TilÃn_». Y desde aquel dÃa, cuando el joven iba solo y meditabundo como de costumbre por la calle de la Sombra, los chicos, escondiéndose detrás de una esquina y asomando la carilla burlona, gritaban: ¡_TilÃn, TilÃn_!, y apretaban a correr en seguida para librar sus nalgas de la venganza del ofendido. No se sabe cuál es la misteriosa ley que divulga los nombres postizos y los fija y los esculpe dándoles una perpetuidad que en vano pretenden las sentencias más graves de los filósofos. No se sabe cómo fue; pero ello es cierto que desde entonces Pepet Armengol no tuvo otro nombre que TilÃn, y TilÃn se llamó toda su vida. No se sabe tampoco cómo penetran en los conventos las noticias, las novedades y aun las hablillas y picardihuelas del mundo; pero es lo cierto que penetran, sÃ, en aquellos santuarios de recogimiento y ascetismo, porque para la atmósfera moral, como para la fÃsica, no se conocen puertas. Una tarde detuvo a Pepet en el claustro la madre Teodora de Aransis, a quien él tributaba desde su enfermedad culto ardentÃsimo de gratitud y admiración. Sonriendo le dijo la buena religiosa: —TilÃn, dame un poco de cera para pegar estas flores. ¿Qué haces, TilÃn?..: ¿No oyes lo que te digo?... Anda pronto, TilÃn. Desde este momento Pepet se resignó con su nuevo bautismo. El capellán de San Salomó, hombre instruido y amigo de las letras, habÃa puesto particular cariño a su acólito y quiso enderezarle por el camino de la Iglesia docente. La tentativa no tuvo resultado, y Pepet mostrose tan rebelde al latÃn, que mosén Crispà de Tortellá diputó a su protegido como el más torpe y zafio de los hombres. No obstante, TilÃn cobró grandÃsima afición a los libros del capellán, y se pasaba largas horas en la excelente biblioteca de este, leyendo obras de historia que eran las que sobre todo lo escrito le enamoraban. ReprendÃale mosén Crispà por su antipatÃa a los poetas y a los teólogos; pero TilÃn, firme en sus gustos como todo aquel que los tiene de veras y desconoce el capricho, estrechaba más y más su exaltado consorcio con Plutarco, SolÃs, Tito Livio, Masdeu, Mariana y todos aquellos que hablaran mucho de guerras, trapisondas, matanzas, heroicidades, asaltos y acometidas. Durante aquel tiempo hÃzose su carácter más sombrÃo y taciturno, y empezó a padecer tan lamentables distracciones, que las madres se quejaron de ciertos descuidos en el servicio de la iglesia. Durante tres, cuatro o quizás cinco años (pues no hay gran exactitud en las fechas anteriores a la presente historia), prosiguieron las horas taciturnas de TilÃn, asà como los quejumbrosos murmurios de la madre abadesa y los fruncimientos de cejas de sor Teodora de Aransis a causa del mal servicio. Esta solÃa amonestarle suavemente en tono de madre a hijo, aunque la diferencia de edad entre ambos no pasaba de diez años, que debÃa cargarse en la cuenta de la siempre hermosÃsima monja; y un dÃa que halló coyuntura para decirle cosas que ha tiempo meditaba, le habló en la huerta de esta manera: —TilÃn, tu conducta no es la de un buen sacristán; no es tampoco la de un hombre agradecido. La madre abadesa ha dicho que si sigues descuidándote en el servicio de la iglesia, se verá precisada a ponerte en la calle. TilÃn se estremeció, y con muestras de espanto repuso: —¡Me echará la señora! —No lo sé..., quizás no. Yo espero te portarás bien. —¡Portarme bien! —exclamó TilÃn con sarcasmo—. ¿Y qué llaman portarme bien? —Hacer todas las cosas al derecho, y no equivocarse en la misa, y tener bien limpio todo el metal, y no dejar la mitad de las luces sin encender, y hacer todo como lo hacÃa el buen TilÃn de otros tiempos, que era como un oro, cuidadoso y puntual. —El otro TilÃn... —murmuró Pepet como si estuviera lelo—. ¡Ay! Aquel era un niño y yo soy un hombre. —¡Un hombre! ¡Ah! ¿Por qué no completas la idea? ¿Por qué no dices «un ambicioso»? —Señora —afirmó TilÃn con súbita energÃa que asustó a la hermosa monja—. Yo sacristán es lo mismo que el demonio con casulla... Se acabó, se acabó... —¡Ah, tunante! —replicó Teodora de Aransis con emoción—. ¿De ese modo tratas a las pobres monjitas que te han criado? ¡Qué ingratitud!... —Señora, yo no sé lo que digo —manifestó Pepet, pasando la mano por su ancha frente, semejante a una convexa placa de bronce rodeada de crines—. Hace tiempo que me siento como loco, tonto, maniático o no sé qué... Yo no puedo olvidar lo que debo a las buenas madres... Yo no quiero dejar esta casa; pero yo quiero... yo deseo probar que TilÃn sirve para algo más que para sacristán de monjas. —TilÃn, tú eres un ambicioso, un alucinado, un pecador que está sediento, sÃ, con la abrasadora sed del mundo —dijo la madre tomando tanto interés en aquel tema que sus mejillas se tiñeron de ligero rosicler—. Tú estás dominado por Satanás, que te quiere arrastrar al mundo, al pecado. Tu alma se pierde, TilÃn; que se pierde tu alma... Cuidado, detente; cuidadito, hijo mÃo... Por ser ambicioso como tú, un hermano mÃo a quien quise y quiero con toda mi alma, ha sido muy desgraciado. Abandonó la casa de mis padres, metiose en las bullangas del mundo, y hoy le tienes emigrado, pervertido por el jacobinismo. Es al mismo tiempo el amparo y el tormento de mi anciana madre. Cruzó la mano como si suplicara, y parecÃa que de sus enrojecidos ojos iban a salir lágrimas. —¿Qué deseas tú, qué quieres? —añadió—. ¿Cuál es tu ambición? ¿Quieres ser rico, quieres ser poderoso? —No. —Si no estuvieras en esta santa casa, ¿qué posición, qué oficio elegirÃas tú? TilÃn irguió su cabeza, y echando lumbre por los ojos, exclamó prontamente: —El de soldado, el de guerrero. —¡Ah! —exclamó burlonamente sor Teodora de Aransis, arrancando unas hojas de sándalo y oliéndolas—. ¿Conque te gusta matar gente?... ¡Bonito oficio! ¡Oh! Se puede ser guerrero y santo al mismo tiempo. Ahà tienes a San Fernando, a San Jorge, a San Luis. En el mismo cielo hay milicias angélicas de que es capitán el gloriosÃsimo San Miguel. La expresión profundamente desconsolada del rostro de Pepet indicaba que no era su deseo figurar en las milicias del cielo, sino en las de la tierra. —Yo soy un desgraciado que delira despierto —murmuró con desaliento—. Si usted me promete no reÃrse, yo le contaré todo lo que pienso y siento, cosas que ciertamente la maravillarán, haciéndole sentir por mÃ... no sé si diga interés o lástima. —Quizás las dos cosas. Ya te escucho. La monja se sentó en un banco de piedra; Pepet en una carretilla de transportar escombros. IV —Yo, señora —dijo TilÃn—, no tengo vocación para la Iglesia ni para estar metido entre monjas. Desde muy niño, y cuando andaba solo por los montes de Cadà saltando de peña en peña y descolgándome por los precipicios; trepando a los picachos y metiéndome en las cuevas donde se esconden las bestias feroces; vadeando torrentes y rompiendo jaras y malezas como el jabalà que se abre paso con los dientes, desde entonces, señora madre, yo no tenÃa más que un pensamiento... ¿Cuál? Pues meter ruido en el mundo. Me parecÃa que yo estaba destinado a hacer trastornos, a luchar... y vencer, se entiende; todas mis trapisondas habÃan de concluir con vencer, poniendo bajo mis pies a los pillos que no habÃan querido reconocer mi grandeza. La monja sonreÃa. —Ya sé que la señora se reirá de mÃ. Es natural; ¡cosas de chiquillos! Dicen que todos los chiquillos sueñan como yo soñaba, aunque cada cual según sus gustos: aquel sueña con verse obispo echando bendiciones, el otro con verse en un teatro representando comedias. A mà nunca me dio por tales simplezas, sino por arremeter espada en mano contra mucha gente, y destrozarla y poner mi ley sobre todas las leyes... Después he ido conociendo el mundo, y a veces me he reÃdo un poquillo, como la señora se está riendo ahora... Pero ¡qué triste es reÃrse uno de sà mismo, de todo aquello que ha soñado y visto en la niñez!... Muchas cosas que eran grandes se han vuelto chicas delante de mis ojos... Yo he crecido, yo he llegado a hombre, y todavÃa sueño. No, no nacà yo para estar metido entre monjas. Yo vivo con dos vidas, la del sacristán y la del guerrero: con la primera enciendo velas, ayudo a misa, fregoteo plata, toco la campana; con la segunda mando ejércitos, conquisto plazas, allano ciudades, destruyo pueblos, aplasto tronos, conduzco a los hombres como rebaños de carneros, quito y pongo fronteras, todo esto sin dejar de ser el mismo TilÃn de siempre, sin enfatuarme, ni gastar lujo, ni probar más alimento que el de los campos de batalla, un pedazo de carne y un vaso de vino; durmiendo sobre el suelo con una cureña por almohada, escribiendo mis órdenes sobre un tambor; siempre valiente, señora, y siempre sencillo, que es la manera de ser siempre grande. Sor Teodora de Aransis miró a Pepet de un modo que revelaba tanta curiosidad como admiración. Después, expresándose maquinalmente como el corista que repite una fórmula litúrgica, dijo: —Vanidad de vanidades. —A veces he creÃdo que estas vidas, señora, venÃan la una de Dios nuestro padre, y la otra del demonio malo, que inventa tantas picardÃas para perdernos. Pero no: Satanás no tiene nada que ver en esto. Dios es el que ha puesto este fuego dentro de mÃ. Hay cosas que no pueden venir más que de Dios: eso se conoce, sÃ, lo conozco en que cuando pienso en las guerras, todo mi afán de revolver y alborotar en el mundo lleva el objeto de hacer justicia y castigar a los bribones, y poner sobre todas las cosas la religión, y sobre todos los hombres al mismo Dios. La madre se quedó meditabunda, la mejilla sostenida en la palma de la mano y balanceando el cuerpo hacia adelante. Ya no decÃa «vanidad de vanidades», sino: —¡Vaya con TilÃn..., vaya con TilÃn! —Dios —añadió este— fue quien me llevó a la biblioteca del señor capellán, donde los libros de historia acabaron de enloquecerme, presentándome escrito lo que yo habÃa supuesto, y ofreciéndome vivo lo que yo habÃa visto soñado. De tanto gozar, yo padecÃa leyendo, señora. Figurábame que era yo mismo el autor de tantas proezas, y que las habÃa realizado en otra época remota y olvidada. Yo decÃa: «Lo que fue podrá volver a ser, y tan hombre soy yo como César». Pero al decir esto miraba mi sotana, y caÃa como un pájaro a quien una bala parte el corazón cuando va volando por el cielo... ¡Mi sotana! Aquà tiene usted el demonio, señora: el verdadero demonio mÃo es mi sotana. TilÃn dio un puñetazo en el banco de piedra, con tanta fuerza cual si sus manos tuvieran la culpa de su desgracia. —SÃ, señora —añadió—: yo llamo el demonio a este perro destino mÃo que me ha puesto en situación de no poder ser nunca nada. ¡Un sacristán de monjas! No: en todo lo que he leÃdo no he visto que ninguno de los grandes guerreros fuera en su juventud lo que yo soy. O nacieron en el trono o entre la nobleza, y los que nacieron en el pueblo fueron soldados desde su niñez y jamás conocieron otro oficio. Algunos han dado saltos muy grandes pasando de una posición a otra; pero ninguno vio delante de sà distancias como las que yo veo... ¡Sacristán de monjas!... No, no se concibe que se empiece la vida en una sacristÃa y se continúe en el Capitolio, o en el campo de Mantinea o en el de Cerinola o en Narwa, donde Carlos XII de Suecia con ocho mil suecos derrotó a ochenta mil rusos. Todos esos hombres han demostrado desde su primera edad el destino que Dios les habÃa dado, y hasta sus nombres parece que son los más propios para la inmortalidad. Epaminondas, Hernán Cortés, el gran Federico, no habrÃan sido nada si hubieran estado donde yo estoy y se hubieran llamado como yo me llamo. ¡Ay!, este nombre mÃo es mi muerte, mi esclavitud. Paréceme que tener este nombre es lo mismo que estar encerrado dentro de un arca de hierro o debajo de una losa enorme. DÃgame usted, señora madre, con toda franqueza si no es asÃ. ¡Ay!, ¿cree usted que Hernán Cortés habrÃa conquistado a Méjico si en vez de llamarse Hernán Cortés se hubiese llamado TilÃn?... No, yo no concibo un libro de historia que se titule: «De la conquista de tal o cual reino por TilÃn I», o «Relación de la batalla que ganó TilÃn al emperador Fulano». Las quejas amargas del pobre Pepet revelaban, juntamente con la energÃa de una vocación entusiasta, el candor más extraordinario. Aquel cachorro de león que mostraba la garra, tenÃa aún la boca teñida con la leche de la leona madre. La monja le miraba atentamente, y mirándole revolvÃa en su cabeza atrevidos y desusados pensamientos, que rara vez, como no sea en España, ocupan el amodorrado cerebro de una religiosa. No decÃa nada por temor de decir demasiado con una sola palabra. —Y yo —continuó TilÃn con acento de desesperación—, no solo veo en mà grandes estorbos para el cumplimiento de mi destino, sino que los veo también fuera. Ya en el mundo no hay guerras. Todo está quieto. España quiere paz y más paz. Después que echamos a los franceses y quitamos a los liberales, no queda nada que hacer. Ni siquiera tenemos un rey intruso a quien combatir: no tenemos más que el legÃtimo, el verdadero, aquel en quien no se puede poner la mano. Nada, señora: paz y más paz es lo que se ve a derecha e izquierda. —¿Paz? —preguntó sor Teodora de Aransis con graciosa ironÃa. —SÃ, señora, paz. —Pues yo no la veo. La monja irguió su hermoso cuello, moviendo la cabeza y arqueando las cejas con expresión enteramente mundana. —Yo no veo sino guerra —dijo después de una pausa, durante la cual miraba delante de sà como se mira a un espejo. —¿En dónde está esa guerra? —En España. —¿En España? No hay guerra por ahora. —Pero la habrá —afirmó sor Teodora con aplomo. —¿Por qué motivo? ¿No tenemos rey? ¿Acaso podrán levantarse otra vez los liberales? —No se levantarán. Pero los masones tienen minado el trono. —¡El trono! —exclamó Pepet lleno de confusión—. Es el más seguro del mundo. —Tal vez no. —¿No tenemos gobierno absoluto? —A medias: gobierno con puntas de masónico, que no se decide a poner la religión por encima de todo... Veo que no entiendes una palabra, TilÃn. Nosotras, que jamás salimos de esta casa, conocemos lo que pasa en el mundo mejor que tú. En la biblioteca del padre capellán no aprenderás sino cosas muertas y pasadas para siempre. Voy a explicarte lo que ignoras, fiando en tu discreción y en el respeto que me tienes. Has de guardarme el secreto, porque esto no lo saben aún sino pocas personas. TilÃn prometió a la señora ser más reservado que un sepulcro, y con tal declaración, ella cobró ánimos para hablar de este modo: —Te equivocas grandemente al suponer que tendremos paz. No, hijo mÃo: guerra, y guerra muy empeñada y tremenda nos aguarda. Todo está por hacer: con la derrota de los liberales no se ha conseguido casi nada; todo está, pues, del mismo modo: la religión por los suelos, la Inquisición sin restablecer, los conventos sin rentas, los prelados sin autoridad. Ya no tenemos aquellos gloriosÃsimos dÃas en que los confesores de los reyes gobernaban a las naciones; se publican libros que no son de religión, o le son contrarios; en pocas materias se consulta al clero, y muchas, muchÃsimas cosas se hacen sin contar con él para nada. ¡Qué vergüenza! Es verdad que no hay Cortes; pero hay Consejos y ministros que son todos seglares y carecen de la divina luz del EspÃritu Santo. No gobiernan los liberales, es verdad; pero ello es que sin saber cómo, gobierna su espÃritu, y las sectas, las infames sectas masónicas no han sido destruidas. El ejército, que se compone absolutamente de masones, no ha sido disuelto y desbaratado, y en cambio están sin organizar los voluntarios realistas. Mil novedades execrables han subsistido después de aquella horrorosa tormenta, y en cambio no funcionan ya las comisiones de purificación que habÃan empezado a limpiar el reino. ¡Cuánta ignominia! Es verdad que se han concedido mercedes al clero; pero los primeros puestos los han atrapado los jansenistas, y están en la oscuridad hombres que pelearon con la lengua y con la espada, en el púlpito y en los campos de batalla. Andan sueltos muchos, muchÃsimos que fueron milicianos nacionales y asesinos de frailes y monjas, y la masonerÃa se extiende hasta el mismo trono, hasta el mismo trono, TilÃn. Absorto, anonadado estaba el sacristán oyendo aquellas graves razones que la monja decÃa con firmeza y devoción, añadiendo a su elocuencia, para hacerla más seductora, las gracias de su persona. No desplegaba sus labios Pepet, y oÃa la voz de la dama cual si esta fuera un ángel de Dios que habÃa bajado del cielo con un recado para los hombres. —Ese trono que tanto ha costado —prosiguió la madre con brioso entusiasmo—, que fue preciso defender primero de los franceses y después de los liberales, no satisface las aspiraciones de nuestro católico reino. La religión no ha triunfado todavÃa, y es preciso que la religión triunfe. Santiago, nuestro glorioso patrón, no ha de permitir que sus escuadrones estén mano sobre mano. Lo que se puede hacer, ¿por qué no se hace? Contra la masonerÃa, que es el gobierno de Satanás, se levantará la religión, que es el gobierno de Dios. Todo lo que se opone, o si no se opone estorba al triunfo de la fe, caerá, y si lo que estorba es un trono, caerá también. Veo que te asombras, TilÃn; veo que te espantas. —No, señora, no: TilÃn no se asusta de nada que sea caÃda de cosas altas y enormes, hundimientos y choque de unas gentes con otras, sorpresas terribles, cataclismos y erupciones de la rabia humana... Pero yo no creÃa, no sospechaba que los derechos de nuestro rey, tan deseado y querido, pudieran ser puestos en duda. —Culpa será de quien no ha sabido seguir el camino que le trazó la Divina Providencia —replicó vivÃsimamente la exaltada monja—. ¿Tú no sabes que hay un prÃncipe insigne, ferviente católico, amante de su pueblo, fiel cumplidor de los preceptos de la Iglesia, y que hasta en sus menores actos demuestra que vive para la fe y por la fe? Ese prÃncipe santo se rodea de los varones más sabios, de los prelados más virtuosos, de clérigos previsores y de seglares devotÃsimos; ama la religión sobre todas las cosas, y para él la religión está sobre todo lo humano, y sobre pueblos, reinos y monarquÃas; ese prÃncipe confiesa y comulga todas las semanas, dando asà una lección a cuantos prÃncipes hay en la tierra, y no se separa jamás de una imagen de la Inmaculada Concepción, que es su dulcÃsima patrona y consejera... ¿Quieres saber más? ¿Necesito decirte más? —SÃ... sà —exclamó TilÃn, que ya no tenÃa curiosidad, sino fiebre. —La religión debe triunfar, y para que triunfe es preciso que haya quien la defienda —dijo la monja, asemejándose por su acento y su apostura a la Sibila cumana—. Tú dices que habrá paz, y yo digo que habrá guerra, guerra cruel y reñida... Nada te digo respecto a tu vocación ni a tu destino. Tú sabrás lo que haces. Únicamente he querido probarte que las circunstancias no son tan impropias como creÃas... que los tiempos son para cosas grandes, ruidosas y heroicas; que la vocación guerrera no tiene hoy nada de trasnochada, y que un hombre puede llamarse TilÃn, y, sin embargo... Cambiando bruscamente de tono y levantándose, añadió: —¡Pero si anochece...! ¡Qué tarde! TilÃn, corre a tocar el _Angelus_... ¡Qué dirá la madre abadesa si me ve aquà charla que charla!... Corre, hombre, corre... parece que estás lelo. La monja se alejó apresuradamente. TilÃn, inmóvil y con la vista fija en ella, la vio desaparecer bajo la arquerÃa del claustro, como una sombra que se difundÃa en la masa oscura de la noche. Lentamente marchó a la sacristÃa, y empuñando la soga del esquilón, tocó el _Angelus_. La campana, difundiendo su gangoso tañido por los aires mucho más allá de Solsona, hasta los montes lejanos, parecÃa proclamar aquel nombre irrisorio que debÃa ser el nombre de un héroe, y gritaba con insistencia: «TilÃn, TilÃn». —¡Jesús, MarÃa y José! —exclamaba la madre abadesa—. ¡Vaya un modo de tocar el _Angelus_! TilÃn se ha vuelto loco. Parece que toca a rebato. Y los vecinos decÃan: «Las monjas cascabeleras están tocando a fuego». V Transcurrieron muchos dÃas (eran los de marzo de 1827) sin que sor Teodora de Aransis volviese a departir tan extensa y acaloradamente con el sacristán de San Salomó, y en este se acentuaron más las distracciones y los descuidos, llegando a cometer faltas de servicio que eran escándalo de las madres y desdoro del culto. Pasaba a veces la noche entera en la ciudad, y su trato era por demás adusto y misantrópico. Una tarde de abril presentáronse dos damas en el locutorio. Era una de ellas hermosa por todo extremo, ricamente ataviada, con ademán un poco altanero y edad que podÃa sin gran seguridad suponerse entre los treinta y cinco y los cuarenta años. VestÃa con lujo y sin remilgos, dando a entender que no la mortificaba ninguna cosa que diera realce a su belleza, tanto más cuanto que esta iba necesitando auxilio para que no se conociera demasiado su occidente. Doña Josefina Comerford, pues tal era el nombre de aquella histórica dama, era una hermosura en decadencia; mas no por esto dejaba de ser magnÃfica, como es magnÃfica una puesta de sol. La mujer que la acompañaba parecÃa servidora. Después de esperar breve rato, descorriose la cortina que tapaba la reja, y una voz dijo: —¡Oh!, Josefina... No me habÃan dicho que era usted... Voy a mandar que se le abra la puerta. —Mande usted abrir y entraré —repuso doña Josefina mirando al través de la reja sin ver nada. Después dio algunos paseos por el locutorio con impaciente desenvoltura. Miraba al suelo, como miran los hombres cuando tienen un grave proyecto entre ceja y ceja. Por fin una vieja criada del convento presentose a ella, cerró la puerta del locutorio que daba a la calle, mandó a la servidora que esperase allÃ, y haciendo señas a doña Josefina para que la siguiese, condújola por un pasadizo oscuro que iba a parar al claustro. Desde allà no necesitó guÃa la de Comerford para dirigirse a la sala interior del locutorio, donde la aguardaban tres monjas. Era la sala grande y no muy clara, a pesar de la blancura de sus paredes. Zócalo de pintados azulejos cubrÃa, hasta la altura de dos varas, la parte inferior de aquellas, y añosa estera de esparto libraba los pies de la frialdad de los ladrillos. Un trÃptico de relevante mérito, y dos o tres cuadros oscuros y muy borrosos en que apenas se distinguÃan el cordero de San Juan, o el caballo de San MartÃn, o el hábito de San Bernardo, por ser trozos pintados con blanco, compendiaban el interés iconográfico de la sala. En ella reinaba mortecina y difusa claridad roja, producida por la transparencia de las dos cortinillas encarnadas que cubrÃan las ventanas. Media docena de sillones y un gran banco que parecÃan las obras más ingeniosas de la Inquisición, por lo duros, incómodos y rÃgidos, servÃan para martirio de los huesos. En uno de ellos se sentó la visitante después de saludar a las tres monjas una tras otra. La claridad roja daba al rostro de doña Josefina el aspecto de una llamarada en figura humana, con lo cual se avenÃa perfectamente el inextinguible ardor de sus palabras. Las tres monjas, encendidas también, y asemejadas en cierto modo a espectros sanguinosos, ocupaban sus puestos con correcta simetrÃa, haciendo honor a los sillones de nogal por la tiesura con que se sentaban en ellos. Trabose al punto vivÃsima conversación en lengua catalana. —Ayer esperábamos a usted —dijo la madre abadesa. —No se puede, no se puede, señora —repuso la de Comerford—. Van los negocios muy atrasados. Acabo de llegar de Berga y apenas he tenido tiempo para vestirme... Debo salir esta noche misma para Manresa; el tiempo es corto. Diré en pocas palabras lo que tengo que decir, y hasta otro dÃa. —También nosotras seremos breves —indicó la madre abadesa moviendo un brazo—. Ante todo, dÃganos usted... ¿Es cierto que han sido ahorcados Planas y Lloret? —Cierto es que la serpiente nos ha herido a dos de nuestros bravos leones —dijo la de Comerford con vehemencia—. Pero todo no puede ser flores. Ha de haber muchas vÃctimas y no pocos mártires. Si no los hubiera, no serÃa tan santa nuestra causa... Las partidas que hoy existen no tienen más objeto que ir tanteando a los pueblos en los lÃmites del Principado. Más adelante se verá quién es Cataluña. Ahora lo que nos importa es que la empresa no se malogre por precipitación. De eso nos ocupamos, y si las órdenes se cumplen bien, se conseguirá el objeto. Tenemos de nuestra parte muchas autoridades militares que se han vendido en secreto. Alguien sospecha que nos harán traición: yo no lo creo. Además, de Madrid vienen un dÃa y otro las mayores seguridades de que tendremos apoyo en altas esferas. ¡Ay!, aquella celosa Junta no se duerme en las pajas. Ha sabido unir todos los deseos en uno solo, y hoy, amigas mÃas, muchos personajes de aquà y de allá que tenÃan distintas opiniones, piensan ya de la misma manera. El acuerdo es perfecto, puedo asegurarlo a ustedes, entre el arzobispo de Tarragona, el señor Miguel, vicecancelario de Cervera, el padre Barrà de Santo Domingo, el señor don José Corrons, lectoral de Vich, el domero de Manresa, el guardián de Capuchinos de esta ciudad y el valiente entre los valientes, nuestro indomable Jep dels Estanys. Las instrucciones que ha recibido de Madrid la Junta son precisas y resuelven todas las dudas que habÃa en puntos muy esenciales; los escrúpulos de algunos se han disipado, el beneplácito de la Santa Sede es ya evidente, y aun se tiene por segura la protección de la Rusia y de la Francia. ¿Qué tal? En el palacio de Madrid se sabe todo lo que pasa aquÃ, y no se dará un paso por estas leales montañas que sea hijo del acaso o del capricho, sino que todos, chicos y grandes, nos moveremos con arreglo a un plan admirablemente concertado. ¡Oh!, amigas mÃas, regocijémonos, entusiasmémonos con la idea de que esta tierra de cristianos tendrá al fin el verdadero gobierno cristiano. —¡Loado sea el Señor! —exclamó la abadesa moviendo por igual los dos brazos—. Este acuerdo entre tales varones nos prueba que no obedecen al capricho ni a la fantasÃa, sino a una voz divina que en el interior de todos ellos ha sonado. La Virgen SantÃsima sea con ellos. Ahora bien, amiga querida; puesto que para gloria y salvación nuestra nos corresponde hacer algo, en la medida de nuestras escasas fuerzas, en pro de la causa del Señor, aquà estamos aguardando las órdenes de la Junta de Manresa, de la cual es usted órgano tan precioso. —A eso voy, amiga mÃa —dijo doña Josefina acercando más su inquisitorial sillón al de las madres—. Primeramente, al dinerillo que ustedes tienen en depósito, se unirá dentro de poco el que se está recaudando en esta diócesis de Solsona y parte del que vendrá de Madrid. Lo entregará el señor deán de esta Santa Iglesia Catedral, y ustedes lo darán a Jep dels Estanys, a Caragol o a Pixola, previa presentación de un vale reservado y en cifra donde se especificará la suma. También podrá usted recibir dinero del alcalde de Solsona o dárselo. Aquà traigo la clave de la cifra, y la explicaré para que no hallen dificultades. Doña Josefina sacó un papel de su ridÃculo (porque doña Josefina llevaba ridÃculo), y acercándose a las madres explicoles durante corto rato los signos y combinaciones que aquellas debÃan conocer. Después, la simetrÃa que se habÃa alterado cuando se inclinaron en una misma dirección las tres señoras, volvió a restablecerse. —He comprendido perfectamente —dijo melifluamente la abadesa—. Se hará todo como lo mandan los señores. DulcÃsimo es para nosotras prestar este concurso a obra tan insigne. Era la madre abadesa señora muy redicha, como se habrá observado. TenÃa buen fondo; pero el fanatismo le habÃa sorbido los sesos. Lanzada por las bullidoras eminencias del paÃs a los torbellinos de una odiosa conspiración, habÃa llegado a olvidar el lenguaje sencillo, dulce y mÃstico de las enclaustradas, adoptando un tonillo presuntuoso con puntas de diplomático, que era como un eco del charlar vehemente de la gran intrigante catalana doña Josefina Comerford, la cual solÃa dar a la expresión de su fanatismo algo de la atropellada facundia de los clubs. —Ahora, amigas de mi alma —manifestó doña Josefina—, ahora que todo lo material está preparado, falta tan solo que se esgriman aquellas armas sutiles contra las cuales no pueden nada los más altos torreones ni la artillerÃa más formidable: hablo de las armas de la oración. Yo, como pecadora, poco puedo alcanzar con mis preces; pero ustedes, amantÃsimas esposas del que da las victorias, del que con sus batallones de ángeles tiene a raya al Malo, pueden conseguir mucho. El auxilio de la devoción y la piedad es de gran precio. El señor lectoral de Vich dijo delante de mà a las clarisas de aquella ciudad: «Las lágrimas suplicantes de los débiles darán a los fuertes la victoria». La madre abadesa se inclinó de un lado, cruzando las manos en señal de la magnitud de su emoción, y con esto se alteró por completo la simetrÃa del grupo. Al mismo tiempo dejose oÃr una voz hueca, telarañosa, si es permitido decirlo asÃ, una voz gastada y oscurecida por los años, la cual voz provenÃa, según todos los indicios, de la carcomida laringe de la señora monja que se sentaba a la derecha de la madre abadesa, y que hasta entonces habÃa sido mudo testigo de la conferencia. Aquella voz dijo con lastimero tono: —¡Oh, si pudiera conseguirse tan alto fin con las oraciones!... Todos los lectores de Vich y todos los prelados de la cristiandad no me convencerán de que la causa del Señor y el triunfo de su fe hayan de conquistarse con guerras, violencias, brutalidades y matanzas. Doña Josefina nos habla de las oraciones, como aprestos de guerras... Esos, esos solos deben de ser los sables, los cañones y los fusiles de los regimientos de Jesucristo. Alzando sus brazos, a que daban majestad las amplias mangas blancas, la monja se animaba. Era una mujer anciana y cadavérica, cuyas palabras sonaban con tono de solemnidad, como palabras salidas de la tumba. Antes que la última sÃlaba de la anciana religiosa acabase de vibrar, oyose en la sala una leve exclamación, una de esas tenues inflexiones de voz que son como el preludio de una risa de desdén. ProvenÃa este bullicio de la tercera monja, que aún no habÃa dicho nada y estaba sentada a la izquierda de la madre. Sonó después la risa y luego estas palabras: —¡Qué cosas tiene la madre Monserrat! El delicioso y fresco timbre de la voz, la gracia de la entonación y el festivo reÃr, indicaban claramente la persona por demás simpática de sor Teodora de Aransis. —Es lo que me quedaba que oÃr —añadió con desenvoltura—. ¡Que las sectas y el imperio de los malos puedan derribarse con oraciones! ¡Que una nación invadida por herejes sea limpia por rezos de monjas!... Decir eso es vivir en el limbo. Bueno es rezar; pero cuando el mal ha tomado proporciones y domina arriba y abajo, en el trono y en la plebe, ¿de qué valen los rezos?... ¿Por qué tantos ascos a la guerra? La guerra impulsada y sostenida por un fin santo es necesaria, y Dios mismo no la puede condenar. ¿Cómo ha de condenarla, si Él mismo ha puesto la espada en la mano de los hombres cuando ha sido menester? Nos asustamos de la guerra, y la vemos en toda la historia de nuestra fe, desde que hubo un pueblo elegido. ¿No peleó Josué, no peleó MatatÃas, gran sacerdote; no pelearon los Macabeos y el santo rey David? Bonito papel habrÃa hecho San Fernando si en vez de arremeter espada en mano contra los moros, se hubiera puesto a rezar esperando vencerlos con rosarios. No es tan mala la guerra cuando un apóstol de Jesucristo se dignó tomar parte en ella con su manto de peregrino, caballero en un caballo blanco, repartiendo tajos y mandobles. La guerra contra infieles y herejes es santa y noble. ¡Benditos los que mueren en ella, que es como morir en olor de santidad! En el cielo hay un lugar placentero destinado a los valientes que han sucumbido peleando por Dios. Hablando de este modo, las bellas facciones de sor Teodora de Aransis tenÃan el divino sello de la inspiración. AtendÃan a sus palabras con muestras de asentimiento doña Josefina y la madre abadesa; pero la madre Monserrat, dirigiendo una mirada rencillosa a la audaz defensora de la fuerza, rumió estas palabras: —Hermana Teodora de Aransis, usted es una niña. —Tengo treinta y dos años —repuso con brÃo la de Aransis, sin dignarse mirar a su contrincante. —Y yo tengo sesenta —afirmó esta—; he visto guerras y usted no. Yo he visto las horrorosas calamidades de la guerra; yo he visto este santo asilo profanado, derribadas sus paredes a cañonazos, y sus claustros y celdas invadidos por una soldadesca infame. ¡Todo lo envilece, sÃ, todo lo envilece! Yo vi caer el ala del poniente y desaparecer hechas escombros tres celdas arriba y el refectorio abajo, quedando solo en pie lo que llamamos la _Isla_, donde usted vive; yo vi a tres hermanas degolladas y a otras injuriadas horriblemente. Los pocos cabellos que tengo se erizan todavÃa en mi cabeza al recordar aquel dÃa de septiembre de 1810. ¡Vaya un dÃa, Señor Dios sacramentado! ¿Cómo quieren que me entusiasme con la guerra? La aborrezco, le tengo miedo: el ruido de un tambor me hace morir... Esta buena Teodora de Aransis es una niña, piensa mundanamente, a pesar de llevar algunos años dentro de esta casa, y tiene los espÃritus muy levantiscos. —No se trata ahora de soldados del infame Napoleón, señora —dijo Teodora burlándose—. Precisamente es todo lo contrario. Los soldados de la fe no darán sustos a la asustadiza madre Monserrat. —Todos los soldados son iguales y todas las guerras odiosas... Hay cabezas tan duras que no entenderán nunca. —Y hay personas que jamás han tenido en su mollera ni pizca de discernimiento —dijo sor Teodora de Aransis con tono de sofocada ira. —Y hay jóvenes que se olvidan del hábito que visten, renegando de la humildad y del respeto que se debe a las personas mayores —gruñó la madre Monserrat. —Y hay espectros tan empingorotados y tan tiesos que causan horror. —Y hay monjillas tan casquivanas que se componen y acicalan dentro de sus celdas, cuando nadie las ve, y no pueden olvidar que en tiempos muy desgraciados han ido a bailoteos y teatros. —Y hay madrazas de cara verde, del propio color de la envidia, que han vivido setenta años encolerizadas contra todo lo que valÃa más que ellas. —Y yo sé de quien tiene la lengua muy larga... —Y yo sé de quien la tiene llena de veneno... —Y yo... —Paz, paz... —indicó la abadesa, extendiendo a un lado y otro sus blancas manos. —La madre Teodora es demasiado vehemente —dijo doña Josefina guiñando el ojo a sor Teodora—, y la madre Monserrat muy rigorista. Todo esto ha provenido de una opinión sobre las guerras. Yo creo también que la guerra es a veces necesaria y que Dios mismo la dispone. Hay santos del combatir como hay santos del ayunar. Pero no es esto motivo para que la madre Monserrat se enfade. —Ni para que se altere la armonÃa que en estas casas debe reinar —expresó la madre abadesa con afectada unción—. En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que a todos perdonó, yo ruego a las dos hermanas que me oyen..., sÃ, yo les ruego, como hermana y como superiora, que sofoquen al punto el rencor y se reconcilien dándose el ósculo de paz. —Mi alma es incapaz de rencor —dijo la madre Monserrat. —Yo perdono de todo corazón —murmuró sor Teodora. Se besaron. La vieja imprimió sus labios sobre las hermosas mejillas de la joven, y esta contestó al beso fijando apenas sobre la seca piel ajena sus frescos labios. Aquel besuqueo fue una ventosa contestada por una picadura. Doña Josefina, después de repetir sus instrucciones, se retiró. VI A pesar de los preparativos, cuya importancia se daba a conocer por la actividad bullidora de doña Josefina Comerford, pasaron los meses de mayo y junio en aparente paz. Cataluña parecÃa tranquila y desarmada. Solsona continuaba viviendo con aquella serenidad y monotonÃa que eran la delicia de sus canónigos. La compañÃa medio organizada de voluntarios realistas y los pocos artilleros que prestaban el servicio militar dentro de los muros, más parecÃan figuras decorativas que soldados en la vÃspera de una batalla. Cierto dÃa de fines de junio vio Solsona una cosa que dio mucho que hablar. Por la calle Mayor adelante iba TilÃn vestido con el uniforme de voluntario realista. Su figura no era un tipo acabado de militar gallardÃa; pero él marchaba por la calle abajo con desenfado, aunque sin fanfarronerÃa, indiferente a las hablillas que sus insólitos arreos suscitaban. —Mejor le sienta la sotana —decÃan en los corrillos—. ¿A dónde va ese holgazán con media vara de cartuchera y un quintal de morrión?... MÃrenlo... Pues no va poco tieso... Todos los bordados del cuello y solapa, asà como las charreteras y los cordones del morrión, se los han hecho las monjas... Es el uniforme más guapo que hay en toda Solsona... Y diz que entra en el cuerpo con el grado de alférez... ¡Si no hay como ser sacristán de las monjas cascabeleras para llegar pronto a general!... No, mujer: no entra de alférez, sino de sargento; pero como haya guerra, y dicen que la habrá, verás cómo sube más vivo que un águila, con el favor de las madres... MÃrale, mÃrale cómo pasa sin saludar a nadie... ¡Condenado TilÃn! ¡Cómo se reirá de él la tropa! No habrá un solo voluntario que le obedezca. Y siguieron los comentarios. Asà como la aparición de ciertas aves exóticas anuncia la proximidad de tempestades, la desusada vestimenta del sacristán de San Salomó anunció un acontecimiento que puso en grande zozobra y pasmo a la ciudad de Solsona. Era la madrugada, cuando el sueño de los pacÃficos moradores fue bruscamente turbado por estrepitoso ruido de tambores. Echáronse los vecinos de las camas, se abrieron todas las puertas, y acudieron los voluntarios a la plaza, donde habÃa ya un par de compañÃas, venidas, según después se supo, de Berga al mando del excarnicero _Pixola_ (don Narciso Abres). Un fraile, alzándose en medio de la plaza, entre la gente armada, hizo callar con solemne gesto a los tambores, y enderezó a los solsoneses una arenga diciéndoles que Cataluña se lanzaba a la guerra porque el monarca no gozaba de la libertad necesaria para gobernar el reino. ¡Qué pico de oro! Sin abandonar su tono de sermón, añadió que Su Majestad habÃa expedido órdenes reservadas autorizando el pronunciamiento e invistiendo de mandos militares a aquellos bravos y piadosÃsimos cabecillas, los cuales, ¡oh abnegación evangélica!, abandonaban sus hogares por defender la fe de Cristo y el glorioso trono de las Españas. Después que el fraile hubo desembuchado lo que en su mollera traÃa, volvieron a sonar los tambores, y los pelotones de voluntarios recorrieron la ciudad y la muralla toda en redondo, como por fórmula de toma de posesión de la plaza y de su absoluto rendimiento a las tropas apostólicas. Los pocos soldados de lÃnea se entregaron sin vacilar, porque ya estaban concertados para ello; repicaron las campanas, declarose en rebelión el municipio, y alguna que otra banderola hecha por manos claustradas subió, agitándose y haciendo gestos, a lo alto de un palo para anunciar a los pueblos vecinos la grata nueva. Pixola publicó en seguida un bando disponiendo que se entregasen todas las armas, y que los oficiales indefinidos domiciliados en la ciudad y su término se presentasen inmediatamente en _esta comandancia general_ para recibir órdenes. Obedecieron algunos por miedo o porque simpatizaban con la insurrección, o quizás porque estaban cansados de una vida oscura; pero otros contestaron a los emisarios de Pixola con insultos y bravatas, por lo cual, enfurecido el cabecilla, juró que harÃa una degollina de indefinidos si Dios no lo remediaba. El más reacio fue un coronel retirado, viejo, terco y realista por más señas, que tenÃa por nombre don Pedro Guimaraens y por vivienda una casa solar a media legua de Solsona y a la opuesta orilla del rÃo Negro. —Di a ese desollador de carneros —contestó al portador del mensaje— que si voy a Solsona será para arrancarle las orejas por bandido y ladrón, y que tengo aquà muchas armas, sÃ, muchas, para defensa del rey y de la religión, y que si él desea probarlas, que se dé un paseo por acá con toda esa cuadrilla de sacristanes y salteadores de caminos. Tal como lo oyó de los labios de Guimaraens se lo dijo el emisario a don Narciso Abres, el cual, bramando de ira, se levantó de la mesa donde comÃa para ir en persona a castigar tamaña afrenta. —Sosiéguese vuecencia —le dijo con calma Pepet Armengol, que en la misma mesa comÃa, juntamente con otros dos jefes y el padre capellán de San Salomó, pues allà no habÃa categorÃas—. A ese espantajo de Guimaraens no se le conquista con amenazas. Yo le conozco bien, porque he ido muchas veces a llevarle recados de las madres... Ya sabe usted que una hermana suya está en San Salomó... Le conozco bien, y sé que es una oveja. Déjeme vuecencia ir allá, y verá cómo sin ruido ni amenazas, sino antes bien, con maña y tiento, le sonsaco las armas y le obligo a reconocer la autoridad que ha dado a vuecencia la Junta de Cataluña. —Me parece buena idea —dijo mosén Crispà de Tortellá dando un golpe en la mesa con el vaso de vino después de vaciado—. Veamos el estreno de TilÃn... Una hazaña, querido Abres; tendremos una hazaña, porque este TilÃn ha leÃdo mucho. Pixola se echó a reÃr. —No se tome esto a broma —añadió el capellán—. TilÃn es amigo de Guimaraens, el cual es el mayor y más refinado glotón que ha comido perdices en todo el Principado... ¡Ah!, señores; no solo el pez muere por la boca: muere también el valiente por la misma parte. Guimaraens, que en una batalla serÃa más bravo que cien leones, no hará jamás lo que hizo don Mariano Ãlvarez en Gerona, porque no tiene el heroÃsmo del ayuno. ¿Saben ustedes cómo se conquista a ese hombre? Con la artillerÃa de las monjas de San Salomó, cuyo ginovesado ha rendido ya muchas plazas... Dese esta empresa a TilÃn, querido Abres, y verá usted qué victoria alcanza nuestro bravo rapavelas si, como creo, consigue de las madres un par de perdices en adobo, o siquiera un mediano plato de esas natillas sin igual, que no deben divulgarse mucho para que el género humano no se corrompa y enerve con las delicias de Capua. Pixola y los demás reÃan a carcajadas. —Anda, hijo, anda —dijo Tortellá a su antiguo acólito dándole un pescozón—. Dile a la madre Purificación que se esmere... Se trata de una gran conquista: se trata de ganar el nuevo Zaragoza. —Puedes ir —indicó Abres al sacritán-soldado—. ¿Necesitas gente? —Tres hombres escogidos por mÃ. —Toma los que quieras. —Dentro de dos horas estaré de vuelta. Conozco la casa. El señor Guimaraens estará en la huerta fumándose un cigarro. No le faltará la compañÃa de los dos artilleros viejos y de los dos criados, y de la señora Badoreta... Vamos allá... La casa tiene dos puertas... En la huerta hay un ángulo... Después se suben tres escalones..., ya..., ya... Haremos una visita de cumplimiento al señor coronel. Poco después TilÃn pasaba el rÃo por el puente de Llobera, acompañado de tres montañeses de la Cerdaña sin uniforme y con armas. En vez de tomar en lÃnea recta la dirección de la casa de Guimaraens, que a la distancia de un cuarto de legua se destacaba sobre la verdura de un bosque espeso, caminaron a la derecha rÃo abajo, y describiendo luego una gran curva, subieron hacia la montaña por extensa ladera de viñas y almendros. No tardaron en penetrar en el bosque, y allÃ, con precaución y en silencio, se acercaron a la casa. Por espacio de un cuarto de hora estuvo TilÃn cuchicheando con su gente. Subió después a un árbol, desde donde podÃa explorar la huerta, y vio a la señora Badoreta tendiendo ropa en el jardinillo delantero; ValentÃn, el más bravo de los dos veteranos, limpiaba el caballo, y Suárez estaba regando las judÃas y poniéndoles tutores. No viendo por ninguna parte a los otros dos criados, supuso que estaban dentro de la casa. Bajando del árbol, dio TilÃn sus órdenes a los que le seguÃan, repitiéndoselas hasta tres veces para que se les clavaran bien en la mollera; les señaló una ventana baja que desde allà se veÃa abierta; indicoles los puntos por donde podÃan escalar fácilmente la tapia, y después penetró solo en la casa. Condújole la señora Badoreta al interior, no sin reÃrse de su chistosa metamorfosis, y al verse TilÃn en presencia del señor de Guimaraens en la sala donde este residÃa comúnmente, oyó una carcajada de franca burla, seguida de estas palabras: —TilÃn, TilÃn de todos los demonios... ¿Conque es cierto que te has echado a militar? ¡No he visto en mi vida mamarracho semejante! ¡Hombre, vuélvete de espaldas para verte por detrás!... ¡Y tienes bayoneta!... ¿Cómo no te han dado fusil esos pillos? ¡SerÃas capaz hasta de hacer fuego con él!... ¡Vaya con TilÃn!... Hombre de Dios, pues es verdad que asÃ, asÃ, con esa albarda, nadie dirÃa que eres sacristán... ¡Qué demonio!, si ayudas a misa con esa facha, te juro que he de ir a verte. ¿Y qué dicen las reverendas? —Las señoras no tienen novedad —repuso TilÃn secamente. —¿Me traes algo de parte de ellas?... Vamos, tú nunca has venido a mi casa con las manos vacÃas. El señor Guimaraens era un tipo militar de los de la guerra del Rosellón, viejo, sin barba ni bigote, con el blanco pelo un poco largo, cual si no hubiese renunciado aún a ponerse coleta. Aunque anciano, era fuerte y membrudo, y tenÃa la presencia majestuosa, la talla corpulentÃsima, el semblante agraciado y noble. Era hombre muy devoto y realista ferviente, aunque no de los furibundos; y cuando TilÃn se presentó a él, estaba sentado en su lustroso sillón de cuero, leyendo la vida del santo del dÃa, costumbre piadosa a que no habÃa faltado en treinta años. Era célibe y vivÃa en compañÃa de dos viejos, leales camaradas de sus campañas allá en los tiempos del general Ricardos, y ora criados que parecÃan amigos. Un pinche, un mozo de cuadra y la señora Badoreta, famosa en el cocinar y antaño criada en San Salomó, completaban la familia del pacifico veterano. Vio con desconsuelo que TilÃn no traÃa consigo cesta ni bandeja cubierta con la blanquÃsima servilleta monjil, y dando un desconsolado suspiro, le dijo: —Esas señoras reverendÃsimas, ocupadas de la insurrección, han dejado apagar los hornillos. ¡Qué picaras! Siéntate, TilÃn: hablaremos un poco y echarás un cigarro. —Gracias, señor: tengo que marcharme pronto —dijo el voluntario dando un paso hacia él. —¿Entonces a qué has venido? —A traer a usted un recado. —¿De las monjas? —Da las monjas, sÃ, señor. —¿Qué quieren esas señoras mÃas? —Que me entregue usted inmediatamente todas las armas que tiene en su casa, y que se venga conmigo para ponerse a las órdenes de Pixola. Dijo esto TilÃn con tal osadÃa y aplomo, que Guimaraens se quedó perplejo por un momento; pero al punto recobrose, y tomando el caso a risa, como era natural, empezó a batir palmas. ReÃa con estrépito, echado el cuerpo hacia atrás y apretándose los ijares. —¡BravÃsimo, deliciosÃsimo, señor sacristán! —exclamó poniéndose como la grana de tanto reÃr—. Di a tus amas que me he reÃdo de la gracia hasta morir... ¿Conque armas?... ¡Bendito sea Dios! ¡Pobre TilÃn!... Me dan ganas de abrazarte por el gusto que me das. Eres un mamarracho..., pero chistosÃsimo..., y con esa casaca..., y esos humos de general... ¿Conque mis armas? Guimaraens dejó de reÃr, porque vio a TilÃn transformado de súbito. El rostro del voluntario realista estaba lÃvido, sus ojos centelleaban, y su mano convulsa mostraba una pistola. Fiero e imponente, el monago exclamó: —No he venido aquà a hacer reÃr. —Miserable, ¿qué haces? —dijo Guimaraens levantándose y poniéndose a la defensiva. —Saltarle a usted la tapa de los sesos si no me obedece. TilÃn apuntó al rostro del venerable anciano, que al punto echó mano a una silla. —Si usted se mueve —dijo TilÃn intrépido y osado hasta lo sumo—, si usted da un grito pidiendo socorro, le mato como a un perro. Tengo cuarenta hombres en el bosque a espaldas de la casa, con encargo de arrasarla y de matar a todos sus moradores si se me hace resistencia. —¡Ratero! —gritó furioso Guimaraens—. ¡Qué has de tener tú!... ¡Hola, ValentÃn..., Suárez! Al punto apareció despavorido un hombre, un jovenzuelo. Oyéronse dos disparos en la huerta y los gritos de la señora Badoreta, que exclamaba: «¡Ladrones!» El jovenzuelo abalanzose a la defensa de su amo; pero TilÃn, rápido como el pensamiento, guardose las espaldas apoyándose en un alto ropero, y disparó sobre el criado, que cayó muerto sin exhalar un grito. Guimaraens, al ver desarmado a TilÃn, que arrojara al suelo su pistola, arremetió a él como un león. Pero recibiole Pepet con un puñal, sin que por esto se acobardase el veterano. Trabáronse estrechamente de manos, y después de una lucha breve y terrible, en la cual Armengol se esforzaba en defenderse de su enemigo sin herirle, apareció bañado en sangre uno de los tres montañeses de Pixola. —¡Miserables ladrones! —gritó el coronel—. ¡No os valdrá vuestra alevosÃa!... ¡Suárez!... ¡ValentÃn! Guimaraens fue acorralado, vencido; pero aún se necesitó el concurso de otro guerrillero para atarle los brazos por la espalda. El valiente y noble anciano rugÃa, y de su espumante boca salÃan blasfemias, como sale del volcán la hirviente lava. ValentÃn, uno de los veteranos que servÃan a don Pedro, entró mal herido, echando venablos por la boca, armado de tremenda espada, con que acometió ciego de ira a los guerrilleros que sometÃan a su amo; pero como se hallaba descalabrado, tuvo que someterse sin que le valiera de nada su fiera intrepidez. Suárez estaba atado al tronco de un árbol y herido también. Sorprendidos cuando el uno se hallaba limpiando el caballo y el otro trabajando en las hortalizas, no tuvieron tiempo ni de armarse ni de pedir auxilio a los payeses de las cercanÃas. El plan de Pepet Armengol habÃa tenido realización cumplida, aunque no fácil, porque uno de los guerrilleros quedó muerto por Suárez, que pudo disponer de la azada; otro recibió un sartenazo de la señora Badoreta, a quien el peligro dio los alientos y el rencor de una leona. Antes de anochecer, TilÃn y los tres hombres de su cuadrilla penetraron en Solsona llevando atado, como alimaña recién cogida, al respetable coronel don Pedro Guimaraens. A poca distancia les seguÃa un carro lleno de armas diversas. Inmenso gentÃo se agolpaba para ver al preso, a quien no compadecÃan muchos por ser hombre reputado de orgulloso, y que últimamente, a causa de la sospechosa templanza de su realismo, era acusado de jacobino. VII Al dÃa siguiente Pixola, después de encomiar la acción de TilÃn, dijo al señor capellán: —Me parece que tenemos un hombre. Cuando las madres me lo recomendaron, le destinó mentalmente a ranchero; pero me parece que ese caballero del esquilón va a picar un poco alto. Le voy a dar el mando de una compañÃa. Ahà tiene usted un sacristán que valdrá más que cien obispos. Las hordas de Pixola eran un conjunto heterogéneo de voluntarios realistas uniformados, procedentes de los cuerpos que se formaran el 24, de soldados desertores, de payeses que se armaban con lo que podÃan, y de trabucaires o contrabandistas de la Cerdaña y de los valles de Arán y de Andorra. En el improvisado ejército las jerarquÃas militares iban saliendo de los acontecimientos, de las hazañas individuales y también de las intrigas, fruto natural de toda colectividad donde hierven las pequeñas pasiones al lado de las grandes. Asà es que el prestigio adquirido en un buen golpe de mano, y la recomendación de personas a quienes se tenÃa en mucho, bastaron a elevar a TilÃn a una categorÃa semejante a la de teniente. El carnicero le llamó aparte, y agarrándole por un botón de la pechera, como era su costumbre siempre que hablaba con un amigo, dÃjole asÃ: —Mira, TilÃn: yo voy ahora hacia Balaguer y la Conca de Tremp a recoger las tropas que se están organizando. Tú te vas hacia Pinós, donde hay mucha gente que no ha querido afiliarse. Allà se necesita una mano pesada. Te llevarás cincuenta hombres con el encargo de que has de reclutar doscientos. En ese paÃs hay muchos caballos: no perdones ninguno... Oye otra cosa —añadió reteniéndole por el botón—. También hay mucho dinero; es preciso que recaudes todo lo que puedas: hombres, dinero, caballos. Abre bien las orejas: hombres, dinero, caballos. Espero que nuestro monago sabrá ayudar esta misa de sangre. Después nos reuniremos en Cardona para ir todos sobre Manresa, donde nos espera el general en jefe, Jep dels Estanys... ¡Ah!, se me olvidaba otra cosa: si encuentras tropas del gobierno, te retiras a la montaña y las dejas pasar. Con estas instrucciones y sus cincuenta hombres partió TilÃn el 8 de julio en dirección a Clariana y al rÃo Cardoner. Asombró a todos la atinada organización que supo dar a su pequeña hueste, principiando por establecer en ella la más rigurosa disciplina. El segundo dÃa de expedición, dos individuos de malÃsima estofa que habÃan sido contratados por Pixola en la raya de Andorra, no mostraron gran celo por cumplir una orden que el gran TilÃn les diera. Reprendioles este con severidad, pero sin malas palabras ni groserÃa, y lo mismo fue oÃr la voz del jefe, rompieron ellos a reÃr diciéndole que harto hacÃan en dejarse mandar por un sacristán de monjas, y que no se les hurgara mucho porque también ellos sabÃan repicar campanas. El denodado teniente les mandó fusilar: hubo un momento de vacilación; pero los delincuentes perecieron; y a los disparos que les cortaran la vida siguió ese silencio congojoso de la disciplina, que es como el de la muerte. TenÃa TilÃn un núcleo de diez o doce hombres feroces que le obedecÃan ciegamente, y sobre esta sólida base fundó el orden y la cohesión admirables de su pequeño ejército. Siempre sereno, atento a su deber, previsor, demostrando gran conocimiento del terreno y un tacto singular para dirigir la marcha, aquel prodigioso monaguillo se parecÃa a un gran general. Antes de llegar a Cardona se internaron en la montaña buscando la sierra de Pinós. En todos los caserÃos TilÃn reclamaba los hombres útiles, y si algunos se le unÃan de buen grado, otros buscaban refugio en los bosques; pero él supo encontrar en su caletre trazas muy ingeniosas para que la mayor parte no se le escapase. El primer pueblo donde puso en práctica su plan fue San Salvador de Torroella. Hizo que se le presentaran el alcalde y los dos o tres vecinos más acomodados del pueblo; pidioles los mozos útiles desde veinte a cuarenta y cinco años, con más todo caballo, mula o animal cuadrúpedo que sirviese para transportes de guerra, y por añadidura una suma que concienzudamente fijó en treinta mil reales. Alborotáronse los prohombres, a pesar de su férvido y jamás sospechoso realismo, jurando y perjurando que ni aun vendiéndose al moro todos los vecinos juntarÃan los treinta mil. En cuanto a mozos, todos los del pueblo estaban ya en la evangélica facción, y de cuadrúpedos no habÃa que hablar, porque allà el trabajo de los animales lo hacÃan los hombres. Hallábanse durante estas conferencias en un mesón que hay a la entrada del pueblo. TilÃn, económico de palabras como todo el que es pródigo de acciones, mandó al alcalde que bajase al patio. —¡Perdón! —gritó el pobre hombre cayendo de rodillas. TilÃn dio una orden terrible como quien da un consejo, y el alcalde fue fusilado. Igual suerte habrÃan sufrido los otros caciques si al punto no acudieran los vecinos con todo el dinero que tenÃan y seis caballos, presentándose además catorce hombres que antes de la cruel sentencia y suplicio del alcalde andaban escondidos en pajares y desvanes. En Prades tuvo mejor acogida. El alcalde salió vara en mano a recibirle, y denunció la existencia en el pueblo de dos sargentos indefinidos y de cuatro liberales, que a todas horas hablaban mal de sus majestades y de la religión. Sin atender a estas menudencias, TilÃn pidió lo de siempre: dinero, armas, hombres, caballos. Hablósele de un rico que tenÃa cinco hijos útiles, muchos ahorros, dos pares de mulas, seis escopetas de caza y un pedazo de cañón de los que se cogieron a los franceses en el Bruch. TilÃn mandó visitar la casa del rico y pudo allegar la mitad de aquellos tesoros, despreciando el medio cañón, que era de un valor puramente arqueológico. Los frailes salieron a recibirle en comunidad, y poco faltó para que salieran también con palio; le abrazaron, obsequiándole con gran mesa; pero él se mostró sobrio y discreto. Por la tarde, y delante de la misma puerta del convento, arcabuceó a dos reclutas que se le habÃan querido escapar. En Quadrells fueron cinco las vÃctimas; pero ya los mozos recogidos ascendÃan a ochenta, siendo menos de la mitad los recogidos por fuerza; los demás se filiaban voluntariamente por entusiasmo, o por vagancia o por miedo. El dinero recaudado se elevaba a diez mil duros, y las armas formaban un arsenal respetable, aunque heterogéneo. En caballos y mulas habÃan juntado lo bastante para organizar un pequeño escuadrón. En Torá hubo conatos sediciosos, porque algunos descontentos quisieron separarse de la cuadrilla incitados por un voluntario de Berga, que era al modo de alférez. TilÃn cortó la conspiración mandando arcabucear a siete; y a un bendito y chismoso lego de San Francisco que le acompañaba con hábito y sable, hÃzole obsequio de cincuenta palos por no haber dado cuenta de la trama, que conocÃa desde sus principios. Respetado y temido, TilÃn avanzaba en su empresa, y fue terror de los pueblos y brazo potente de la insurrección en aquella agreste comarca, donde reclutaba zorros para hacer de ellos leones. Al salir de Torá, sus espÃas le dijeron que una fuerza del ejército bajaba por la carretera de Manresa. Se la habÃa visto el dÃa anterior en Fals, y parece que seguirÃa en dirección a Castelfullit. Al punto ambicionó ardientemente el monago sorprender aquella fuerza, cualquiera que fuese su importancia: concebir un plan y dar las primeras órdenes para su inmediata ejecución, fue todo uno. HermosÃsima noche le favorecÃa. Avanzó con buenos guÃas delante de sus tropas para hacerse cargo del terreno, y pagó a peso de oro el espionaje, en lo cual le favorecÃa la adhesión del paÃs a una causa propagada al calor del fanatismo religioso; apostó sus tropas convenientemente después de obligarlas a una marcha titánica en seis horas por sierras y vericuetos; repartió palos a los morosos, fusiló a los dÃscolos, recompensó a los valientes, avanzó, acechó, olfateó, inquirió el rastro del enemigo con ese instinto felicÃsimo del guerrillero, que es la desesperación de la estrategia, y antes de que amaneciera el dÃa 20 de julio cayó como una lluvia de verano sobre las tropas del coronel Roda (división de Carratalá), que recorrÃan la carretera de Cataluña para intimidar a los pueblos y desarmar a los voluntarios. Tres batallones y cuarenta caballos componÃan aquella fuerza, que fue materialmente destrozada y hecha trizas por un sacristán ávido de los laureles de Viriato. HabÃa dado orden a sus guerrilleros de que no dieran cuartel. El estrago fue inmenso, la lucha breve y sangrienta, el gozo de TilÃn delirante. Dispersose la mitad de los soldados por la vertiente de Monserrat; muchos perecieron batiéndose con ardor; cincuenta quedaron prisioneros con treinta y dos caballos y gran número de armas. Era aquella la primera victoria formal del águila que habÃa tenido por nido una sacristÃa y por plumaje una sotana. Pero él miró su triunfo como hombre acostumbrado a saborearlos, y se apresuró a tomar las medidas necesarias para hacerlo más fructÃfero. Sin dar descanso o su gente recorrió los pueblos de la carretera hasta cerca de Cervera. Calaf, Vilamajor, Montfalcó, Rabasa le vieron dentro de sus muros, y de grado o a regañadientes diéronle cuanto se le antojó pedir. Los mozos ingresaban con gusto, porque ya los frailes habÃan hecho su papel y tenÃan soliviantado al paÃs; no asà el dinero, para cuya percepción necesitaba TilÃn emplear argumentos un poco fuertes y hablar con los fusiles de sus bárbaros soldados. Ovaciones y plácemes tuvo el héroe, y allà eran de ver cómo le ensalzaban los frailes y le mandaban golosinas las monjas, y le predecÃan todos magnÃfico porvenir y fama no menos grande que la de los más esclarecidos guerreros de la cristiandad. No quiso llegar a Cervera, y retrocediendo volvió a internarse en Pinós, para de allà pasar a la cuenca del Cardoner y marchar a Cardona, donde esperaba recibir nuevas órdenes de Pixola. HabÃa recogido doscientos hombres, más de quince mil duros, muchas armas y ochenta caballos. Por el camino instruÃa y armaba su nueva gente, aumentaba y organizaba un escuadrón. Satisfecho de tantos y tan rápidos triunfos, y comprendiendo por estos y por la magnitud de su suerte que merecÃa ser coronel, pensó darse a sà mismo este grado; mas la modestia habló en su alma, y contentose con ser comandante por el momento. Lo hizo extendiendo un oficio en que textualmente decÃa: «En atención a mis eminentes servicios a la causa de la religión y del trono absoluto, vengo en nombrarme comandante de los ejércitos de la fe». Revolviendo en su monte estos y otros pensamientos, decÃa para sÃ: —¡Rabo y uñas de Lucifer! Si Pixola no me reconoce el grado... le fusilaré. VIII Llegó a tierra de Cardona el 1.º de agosto. El calor era sofocante, y un sol canicular abrasaba y asfixiaba el paÃs. Existe en aquel ducado uno de los más admirables prodigios de la naturaleza en Europa, y es la montaña de sal, que tiene más de cien varas de altura y una legua de circunferencia; inmenso cristal duro y brillante, con el cual podrÃan abastecerse todas las cocinas del mundo durante siglos de siglos, si fuese suprimido el mar. Los mágicos reflejos irisados, los cambiantes de mil colores que producen los rayos del sol al herir las vertientes de aquel peñasco, que semeja colosal diamante caÃdo de las arracadas del cielo, seducen y embelesan la vista. No se parece aquel monte a nada de cuanto en otras sierras se ve. Sus crestas relampaguean, sus costados fulguran, en sus caprichosas grutas compiten los reflejos de todas las piedras preciosas. Al caer de la calurosa tarde, las tropas de TilÃn descansaban junto a una aldea y a la sombra de espesos bosques. El jefe avanzó paseando por la carretera, en compañÃa de su segundo y del padre Maza, no el de los cincuenta palos, sino un beato mÃnimo de Cervera que se le habÃa incorporado en calidad de capellán, asesor militar, intendente, con ciertos vislumbres y pujos de jefe de Estado Mayor por su gran pericia topográfica en aquel paÃs. Iba TilÃn meditabundo, con las manos a la espalda, ademán harto común en los grandes genios militares, y contemplaba el monte de sal, que con la fuerza de los rayos del sol parecÃa estar sudando, y brillaba de tal modo, que en ciertos parajes no era posible fijar la vista en él. De pronto vieron los paseantes que por el camino abajo venÃa un hombre a caballo. No se le pudo distinguir bien en el primer momento, porque los resplandores del vibrante sol en la montaña cristalina le envolvÃan en diabólica luz, semejante a telarañas de fuego; pero cuando estuvo cerca, advirtiose que era el caballero de buen porte y el corcel de magnÃfica estampa. —He aquà un viajero que me parece sospechoso —dijo el padre Maza—. Trae una valija a la grupa, y yo jurarÃa que es militar aunque viste de paisano. —Y yo —dijo TilÃn— creo que en toda Cataluña no hay un caballo como este. Cuando estuvo a diez pasos, TilÃn gritó: —¡Alto! Deténgase el jinete. Este se detuvo de mal talante. —¿A dónde va usted? —preguntole TilÃn ásperamente. —¿Y a usted qué le importa?... ¿Quién es usted? —Soy el comandante Armengol, que manda un batallón de la división de Solsona —dijo el guerrillero, pareciendo muy complacido de tomar en su boca aquellos sonoros términos militares. —¡Ah!... ¡ya! —exclamó el jinete con sorna—. ¿Pero qué batallón y qué ejércitos son esos?... ¿Me encuentro entre la gente del célebre TilÃn, que estos dÃas da tanto que hablar en el paÃs? —Ese soy yo —dijo el exsacristán con orgullo. El jinete saludó. —Muy señor mÃo... Lo celebro mucho. Espero que no habrá inconveniente para seguir mi camino. —Según y conforme. ¿Quién es usted? —Soy hombre de paz. Realistas, liberales, jacobinos y apostólicos son lo mismo para mÃ. —¿De modo que usted no es nada? —Nada. —GrandÃsima falta: es preciso ser apostólico. —Soy comerciante. —¿Cómo se llama usted? —Es curioso el señor militar. —¿De dónde viene usted? —Cansado es el interrogatorio. —Poco a poco —dijo TilÃn tomando la brida del fogoso animal—. Usted no pasa adelante sin probarnos que no es hombre sospechoso, un espÃa de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado. Será usted registrado: veremos si lleva papeles. En caso de que sea inocente, le dejaré marchar quedándome con el caballo. —No permitiré que me quiten mi caballo —afirmó el caballero con resolución y enojo—. Sabré defenderlo. Pepet llamó a los guerrilleros que estaban más cerca. —Este hombre es preso —les dijo—. Llevadle al ventorrillo donde está mi alojamiento. Vamos allá, padre Maza, que, o mucho me engaño, o este encuentro ha de dar algo de sÃ. Viendo el jinete que la resistencia, a más de ser muy arriesgada, habrÃa empeorado su ya malÃsima situación, se dejó llevar con el alma inflamada de ira, maldiciendo entre dientes la hora menguada en que su mala suerte le llevara por aquel infernal camino. En el breve trayecto hasta la vivienda del jefe, esforzose en tomar cierto aire de dignidad y confianza, porque mostrarse débil y receloso entre semejante gente, habrÃa sido excitarla más y más a la barbarie. Si le tomaban por un personaje de posición elevada, de esos que con sus amistades y relaciones se sobreponen a todos los obstáculos, incluso a los de la justicia, fácil serÃa que no le hicieran daño. AsÃ, cuando se apeó junto al tinglado del ventorrillo entre un cÃrculo de soldados y guerrilleros que admiraban la soberbia estampa del caballo, entregó este al mismo que le habÃa conducido, y en tono señoril le dijo: —Dale un pienso y agua. CuÃdalo bien si quieres una buena propina. Si en vez de la propina quieres tres palos mÃos y una reprimenda del señor TilÃn, trátamelo mal. Dando dos palmadas de cariño al generoso bruto, entró en el alojamiento, que consistÃa en dos fementidas piezas comunicadas entre sÃ, y ambas horriblemente sucias y desmanteladas, sin más muebles que las cojas mesas y los bancos de figón manchados de polvo y vino. El caballero hizo que entraran su valija, y después se paseó por la estancia sin dignarse mirar a los guerrilleros que allà habÃa, dormitando unos, y bebiendo o jugando los otros. Era el preso un hombre como de treinta y cuatro años, de gallarda figura y hermoso semblante. Sus modales y su vestir revelaban esa hidalguÃa que antes se consideraba principalmente vinculada en la alcurnia, pero que ha tiempo ha pasado al patrimonio de todas las clases, aunque siempre viene desde la cuna. Su mirar tenÃa severidad y altivez en la precisa dosis que cabe dentro de la cortesÃa. Era bastante moreno, con hermoso pelo y bigotes negros; calzaba botas polacas, y el corte de su traje indicaba la mano de sastre extranjero. Su sombrero, que llevaba con gracia, no tenÃa entonces precedente en las modas españolas, pues era uno de esos blancos platos de lana que después se usaron mucho llevando el nombre de boinas. Este no era aún un nombre fatÃdico. No hacÃa diez minutos que el caballero estaba allÃ, cuando entró Armengol, acompañado de su segundo y del padre Maza. Antes que le dirigiera la palabra, el preso dijo: —Conviene que estemos un rato solos, señor brigadier. Y él mismo señaló con un gesto la puerta a los guerrilleros. El padre Maza, juzgando que la orden de despejo no rezaba con él, acomodaba su crasa humanidad en un banco, cuando el caballero le dijo sonriendo: —Si hoy necesito confesión religiosa, llamaré al padre mÃnimo. Por ahora únicamente tengo que hablar con el señor brigadier. Quedáronse solos, y TilÃn le dijo: —Ha de saber usted que yo no soy brigadier. —¿No? Yo creà que sÃ... Como en Cardona oà hablar tanto de usted, y se decÃa que habÃa sometido toda la provincia de Lérida, juzgué que un caudillo de tanto valor no podÃa menos de tener un alto grado. —Soy comandante —afirmó secamente TilÃn. —Me habÃan dicho que era usted muy joven —dijo el caballero observándole con curiosidad y admiración—; pero nunca creà que fuera tanta su mocedad. Usted llegará a los primeros puestos, aunque es preciso contar con la envidia, que intentará estorbar su carrera. Los jefes procurarán oscurecer sus triunfos, le rebajarán, lo calumniarán tal vez... Hoy mismo, cuando son tan evidentes los servicios de TilÃn, he oÃdo censurarle por excesivamente atrevido, y hasta me han dicho que Pixola piensa quitarle el mando de esta fuerza... Amigo mÃo, no contaba usted con la envidia, que en nuestro paÃs, por desgracia, ennegrece todas las cosas... —¡Destituirme!... ¡Quitarme el mando! —exclamó TilÃn con ira—. Falta que yo lo permita. ¿Dicen eso en Cardona? —Lo oà decir a dos frailes de San Francisco que ayer mismo comieron con Pixola en Clariana. —¿Está Pixola en Clariana? —SÃ, señor... Ahora empieza usted su vida militar. Por lo mismo que la ha empezado gloriosamente, verá que todos esos figurones ineptos, todos esos holgazanes llenos de vanidad, tratarán de oscurecer su mérito y de apropiarse su fama. —Mi mérito y mi fama —dijo TilÃn gravemente—, si es que los tengo o los puedo tener, saldrán por encima de todo. —Asà lo creo... Pero vamos a nuestro asunto. Es preciso que usted me deje partir inmediatamente. —A eso vamos —replicó Pepet—. ¿Y quién es usted? JurarÃa que no es comerciante. —Está usted en lo cierto —dijo el caballero sonriendo con franqueza—. Pero la compañÃa de usted al interrogarme no me permitÃa decir la verdad. HabÃa allà un fraile, y los frailes son indiscretos y parlanchines. Ahora que estamos solos, diré mi nombre y la razón de mi viaje. Me llamo don Jaime Servet y vengo de Barcelona. —¿Y a dónde va usted? —A Cervera. —¿Y qué objeto lleva usted? Eso es lo principal, eso —afirmó el guerrillero con buenos modos—. Si usted va como amigo de nuestra causa y me lo prueba mostrándome sus despachos, le dejaré seguir. Si va como particular a negocios propios, y me lo prueba, le dejaré seguir también quedándome con el caballo. Si usted es espÃa, comisionado de Calomarde o del marqués de Campo-Sagrado, le fusilaré... Vamos, no hay más que hablar. Ahora responda el señor don Jaime Servet. Sin vacilar, Servet respondió: —Voy a Cervera a llevar órdenes de la Junta de Barcelona. —Muéstreme usted los pliegos —dijo TilÃn sin mirar a su interlocutor. —Mi comisión es de Ãndole tan reservada, que nada llevo escrito. Las órdenes que llevo las daré verbalmente. Sonrisa de duda y mofa contrajo los enormes labios de TilÃn. —En ese caso, la Junta darÃa a usted salvoconducto para que libremente atravesara el paÃs sublevado. —No tengo salvoconducto ni cosa que lo valga —repuso el caballero sin perder su serenidad—. Lo tenÃa; pero por un descuido que pago muy caro, dejé ese papel en manos de Jep dels Estanys, cuando me presenté a él en Vich. —¡Qué casualidad!... Bueno: pues dÃgame usted esas órdenes verbales que va a llevar a Cervera. —Si usted se llamara fray AgustÃn BarrÃ, guardián de Capuchinos de Cervera, lo harÃa de buen grado. Mi deber es morir cien veces antes que revelar una palabra sola. —¿Tan reservadas son esas órdenes? —Lo son tanto y de tal gravedad para Cataluña, para España, para el mundo todo, que solo el pensarlo espanta. Guardó silencio TilÃn durante un minuto, acariciándose la barba, y después miró a su prisionero, y con calma flemática le dijo: —Usted es un impostor, usted es espÃa de Calomarde. Voy a mandar que le fusilen inmediatamente. El caballero tembló; mas dominando la ira que hervÃa en su alma, se expresó de este modo: —Sea, pues. Solo, indefenso, no puedo protestar de ese horrible crimen sino ante Dios. Pero no solo la justicia divina, sino la humana, ha de vengarme algún dÃa, y usted, que ensoberbecido con sus triunfos encubre con la bandera de la fe el asesinato de un servidor de su propia causa, dará cuenta pronto, muy pronto, de mi muerte, y en toda su vida, por larga que sea, no aplacará sus remordimientos. La entereza y el tono de solemnidad con que el forastero se habÃa expresado, confundieron momentáneamente al voluntario realista. Clavando su mirada profunda y sagaz en el rostro del prisionero, dijo asÃ: —¡Uñas y rabo de Satanás! Si no es usted traidor, que me fusilen a mÃ. Jamás me equivoco... Pero observo que ha traÃdo usted consigo una maleta. Deme usted la llave. El extranjero sacó una llave, y arrojándola en el suelo a los pies de Armengol, volvió la espalda, y después de llevarse la mano a la frente, se puso a pasear. TilÃn abrió la valija, y al registrar, sus manos parecÃan las viles manos de un aduanero. —Ropa —dijo sacando varias piezas—, dinero... ¿Qué es esto? Mostraba un pliego. El llamado Servet tembló al ver aquel pliego en manos del voluntario realista. Sin poder dominar su coraje, exclamó: —Un papel, asesino. Léalo el que pueda. TilÃn fijaba sus ojos con atención en tres letras misteriosas trazadas sobre la cubierta del pliego. —Esto parece masónico —dijo sonriendo diabólicamente—. ¿Qué significan estas letras F. P. D.? ¡Uñas y rabo...! Por mi vida, que recuerdo haber oÃdo hablar de estas tres letras a mosén Crispà de Tortellá. —Esas tres letras —dijo Servet acariciando una idea feliz— quieren decir _Ferdinandum pedibus destrue_. —¡Ah!... yo habÃa oÃdo aquello de _Lilia pedibus_... «pisotea las flores de lis». —Aquà no se pisotea más que a Fernando. Aquel era un lema jacobino, este es un lema... —Un lema... —dijo TilÃn con ansiedad—. Pero leeremos lo que dice este papel. —Un lema apostólico —afirmó prontamente el llamado don Jaime. Abrió el papel para leerlo; pero al punto exclamó con desconsuelo: —Si está en latÃn. En el semblante del prisionero brilló un rayo de esperanza. Inmutose como la cara del reo que vislumbra su salvación. —Llamaré al padre Maza para que me lo traduzca —dijo Pepet. El semblante de Servet se nubló segunda vez. Por dicha suya, antes de apartarse de la maleta, TilÃn vio otro pliego. Tomándolo, leyó el sobrescrito, que decÃa: _A la señora madre abadesa de San Salomó, en Solsona._ TilÃn, estupefacto, no apartaba sus ojos de aquellas letras. —Lea usted —dijo el caballero animándose considerablemente—, si es que en las costumbres de los guerrilleros entra también el sorprender los secretos de las damas. —Esta carta es... —De doña Josefina Comerford —replicó con imperturbable audacia y gravedad el caballero. TilÃn, que ya habÃa empezado a despegar la oblea con su grosero dedo, se detuvo. El caballero, firme en su difÃcil papel de osadÃa y descaro, que era el único conveniente en tales circunstancias, prosiguió asÃ: —Concluyamos. Me repugna esta escena de Inquisición. Si he de ser arcabuceado, que lo sea de una vez. Necesito un confesor, como católico cristiano. Caiga mi sangre sobre la cabeza de mi asesino. Una sola disposición me cumple hacer. —¿Cuál? —Que lleve usted esos paquetes de oro y esa carta a donde dice el sobre. —¿A las monjas? —SÃ. El resto de mi comisión no puedo revelarlo. El secreto se va conmigo, y con usted la responsabilidad de este crimen. TilÃn puso la carta en la valija, y acompasando sus palabras de un gesto desenfadado y como generoso, exclamó: —Caballero, es usted libre. Puede usted seguir su camino. Mientras el caballero daba interiormente gracias a Dios por el buen término de aquella peligrosa aventura, el terrible soldado colocaba el dinero y las ropas en su sitio. —Un favor espero de usted, caballero —dijo al concluir. —Estoy a sus órdenes. —Que lleve usted una carta mÃa a San Salomó. Es para sor Teodora de Aransis. TilÃn sacó del pecho una carta que habÃa escrito aquel dÃa, y después de mirarla con cierta expresión afectuosa, la entregó al mensajero. IX Recobrados el caballo y las armas, puesta en orden la valija y apurado un vaso de vino con que le obsequiara el jefe de la partida, púsose el caballero de nuevo en marcha sin querer detenerse, a pesar de los ruegos de TilÃn y del padre Maza, que le incitaban a descansar aguardando la frescura de media noche para seguir su viaje. Él les dijo muy cortésmente que de buen grado pasarÃa unas horas en tan grata compañÃa; pero que la premura y gravedad de las órdenes que llevaba no le permitÃan reposo alguno. La verdadera causa de su precipitación era un deseo vehementÃsimo de ponerse a gran distancia de semejantes pájaros, y no dar tiempo a que el bravo TilÃn se arrepintiera de su generosidad. Metió espuelas para alejarse todo lo posible, temeroso de que fueran en su seguimiento, y cuando se creyó seguro dejose ir con lentitud para meditar sobre el grave suceso pasado y dar gracias a Dios. La noche era oscura y el camino solitario; pero el alma del caballero estaba alegre. —Otra vez mi buena estrella —decÃa—, o mejor, la Divina Providencia, me ha sacado sano y salvo de un grave peligro. ¡Bendito sea Dios, que me ha salvado una vez más, y sÃrvame este suceso de aviso y lección para no meterme en aventuras tan arriesgadas como poco provechosas! Maldita fue la hora en que discurrà pasar de Barcelona a Zaragoza, y según voy viendo, más corto será el camino de la Meca. Salgo, y las partidas me impiden llegar a Manresa; tomo el camino de Berga, y las partidas me echan sobre Cardona; ahora creo que voy, en dirección de Solsona, pero no me asombrará verme a las puertas de PekÃn si sigo tropezando con bandidos y sacristanes. Me he metido en un paÃs encantador que está saboreando las delicias de la guerra civil más bestial, más soez y repugnante que imaginarse puede... ¡Ah!, señores mÃos, señores mÃos (al decir esto parecÃa dirigirse a alguien que podÃa escucharle), no conocen ustedes la tierra que desean reformar. Esto no tiene enmienda por ahora, ni hay alquimia que de esta basura haga oro puro. Lo que he pensado y sostenido varias veces, lo veo y lo palpo ahora... Un puñado de hombres refugiados en Inglaterra se empeñan en librar a su paÃs del despotismo, y mientras ellos sueñan allá, ese mismo paÃs se subleva, se pone en armas con fiereza y entusiasmo, no porque le mortifique el despotismo, sino porque el despotismo existente le parece poco y quiere aún más esclavitud, más cadenas, más miseria, más golpes, más abyección. HabÃa soltado las riendas, como don Quijote cuando le hervÃan en la cabeza los pensamientos, y mecido por el lento paso del animal, que también parecÃa cavilar sesudamente en la vanidad de las glorias caballares, dejábase llevar por sus recuerdos y sus reflexiones a distintas esferas. —¿Y a qué voy yo a Zaragoza? —prosiguió—. ¿A qué? Mis pasos por este paÃs son tan insensatos como los del caballero andante más loco, más ridÃculo y más extraviado que hizo disparates en el mundo. ¿A dónde voy yo?... ¿La principal misión que me encargaron no la he desempeñado ya? ¿No me dijeron: «explora y examina el paÃs, tómale el pulso y observa si está dispuesto a apoyar una sublevación liberal»? Pues bien, yo he venido, yo he examinado, yo he tomado el pulso, y he visto, ¡mala peste nos de Dios!, la horrible fiebre del absolutismo más abrasadora que nunca... ¡Señores _mineros_,[1] vengan todos acá y verán qué divina patria tenemos! ¡Da gozo viajar por estas amenas provincias, pobladas de frailes y guerrilleros hambrientos de esclavitud como la hiena de carne muerta!... ¿Qué tengo yo que hacer aquÃ? Nada: ya he visto demasiado. La lección es buena y suficiente, el peligro que mi pellejo corre extraordinario. Vámonos a la frontera. Patria querida, me repugnas. [1] Este nombre se daba en Londres, y en el cÃrculo de emigrados, a los partidarios de Mina. Arrendando a su caballo miró al horizonte hacia el norte. Expresión de desdén y amargura nubló su rostro cuando, apartando su corcel del camino real, se metió por una senda que a mano derecha partÃa en dirección al monte. Pasó junto a las tapias del cementerio de una aldea; pasó junto a la misma aldea, que era un montón de ruinas gloriosas del tiempo de la guerra con los franceses, y al poco trecho se detuvo. Sus pensamientos habÃan dado una brusca vuelta, como la veleta atormentada por el viento. —No —dijo hundiendo en el pecho la barba después de mirar al cielo—. Es preciso ir a Zaragoza. ¿Qué me detiene? ¿El peligro? ¿Tendré yo menos valor que el pobre Valdés, héroe y mártir en Tarifa; que los hermanos Bazán, sacrificados en Alicante? ¿Y por qué he de ser tan desgraciado como ellos? SÃ, aventurero: déjate de subterfugios y ve a Zaragoza... No hay que fiar demasiado en las apariencias. Ni todo el paÃs está tan fanatizado como Cataluña, ni toda Cataluña está compuesta de frailes, ni todos los frailes son guerrilleros. En Barcelona hay liberalismo y cultura suficientes para compensar este salvajismo de la sublevación apostólica. No hay que desconfiar todavÃa. Las poblaciones podrán arrancar a las aldeas su barbarie, si hay empeño en ello. No: no será tanta la abyección de este pedazo de tierra europea que disponga de su suerte media docena de monjas y otros tantos canónigos. Los tenebrosos intrigantes del _Ãngel Exterminador_ no prevalecerán aunque lo mande el Papa, ni aunque se devanen los sesos todas las eminencias de cal y canto que farolean en el cuarto del infante don Carlos. Espoleando a su caballo volvió al camino real. —¿No es lastimoso que me vuelva sin desempeñar la mitad de mi comisión? Si salà en bien de la primera mitad, ¿por qué no he de salir en bien de la segunda? Dios me ha favorecido siempre, a pesar de ser yo tan gran pecador, aunque no empedernido. Adelante, adelante, y salga el sol por... Zaragoza. Si ahora vuelves al extranjero y te preguntan: «¿Qué has hecho?», ¿podrás responder algo? Algo sÃ, pero no lo bastante. »Los barceloneses responden de reunir dos mil paisanos armados, y aseguran que los voluntarios realistas de aquella ciudad son poco temibles. Es verdad: Cataluña, sublevada por el absolutismo delirante, no es el mejor terreno para una tentativa; pero lo que es imposible en Cataluña, ¿no será hacedero en Aragón, donde el clero tiene mucho menos poder? Además, este infame levantamiento clerical, que aquà es un obstáculo enorme, ¿no puede ser un auxiliar en otra parte? Calomarde acudirá con todas sus fuerzas a Cataluña, y el corazón de España quedará desamparado por el absolutismo. ¡Ah, cómo paga el infame absolutismo su culpa! Este asqueroso tumor que le ha salido dará con su podrida existencia en tierra... Aventurero, marcha. Después de distraerse pensando en otras cosas que no interesan al lector, volvió a dar en su misma idea y dijo: —Veamos: ¿qué has hecho tú?, ¿qué has hecho para justificar tu vuelta al extranjero? ¿Has dado a conocer la noble idea que hoy agita a lo más selecto de los emigrados? Apenas la manifesté en Barcelona, todos la creyeron irrealizable. Es una ilusión, un disparate, un cuento de viejas. Pero, ¡ay, hemos visto tantos disparates convertidos en realidad de la noche a la mañana! ¿Quién pudo creer que España resistiera a Napoleón? Nadie, y sin embargo... Hoy todo liberal español a quien se dice que nuestra salvación estriba en cambiar de dinastÃa, poniendo en el trono a don Pedro de Braganza, se rÃe y duda. ¿No aspiran los apostólicos a cambiar de rey? Poco a poco la idea de un cambio de familia dejará de causar espanto... ¡Ah!... ¡Don Pedro, don Pedro!... Verdaderamente es un disparate, pero un disparate seductor que se presta a ser propagado. Adelante, pues. No me voy a Francia sin arrojar esta idea en el surco. Anda, aventurero, anda. TodavÃa tienes afecciones en este paÃs. Tu patria te llama con voces distintas: te llama con la voz cariñosa de una mujer; te llama con la voz grave del interés. Aventurero, eres pobre, pero vas a ser rico: has heredado. Un tÃo que ha vuelto de América te ha dejado algunos miles, que es preciso recoger. SÃ, no se vive solo de ideas; se vive también de pan. Ya que sigues adelante, aventurero, sé prudente, toma precauciones. Llevas papeles que te comprometen. ¡Fuera toda esa carga inútil, por si viene el naufragio! Diciendo esto se apartó del camino, ató su corcel al tronco de un árbol, y poniendo la valija en el suelo, apresurose a hacer prolijo escrutinio de lo que en ella habÃa. —Este papelote en latÃn de nada me sirve ya —dijo rasgándolo—. Con la autorización escrita y cifrada que me dio la Junta de Barcelona para la de Zaragoza, me bastará. Explicaré verbalmente las ideas que traigo de Londres. La carta de Torrijos podrÃa servirme, pero la sacrifico también. La de Chapalangarra es inútil, porque tengo amigos en Navarra. Esta otra de Palarea está tan bien imaginada y encubre tan bien el objeto con el artificio de la recomendación para comprar harinas, que la conservaré. Romperé la de don Alejandro O’Donnell, que no encubre bien la comisión, porque esto de que vaya a vender reliquias un comerciante de harinas, no engañará más que a los tontos. Esta lista de personas dada por Mendizábal, tampoco conduce a nada nuevo: en tierra con ella. ¡Ah!, aquà sale mi salvación: la esquela para las monjitas de San Salomó..., muy señoras mÃas... Si aquella buena mujer que me alojó en Cardona no me hubiera dado este papel, que creo es una especie de memorial pidiendo chocolate, a estas horas quizás estarÃa yo delante del Padre Eterno, no pidiendo chocolate, sino dándole cuenta de mis culpas. También guardaré la carta de TilÃn para la monja. ¡Benditos sean los amigos que me enteraron de las intrigas de doña Josefina Comerford y de las madrecitas de San Salomó! Sin estos preciosos datos, ¡pobre de mÃ!... Todo está bien: vuelva la valija a la grupa, el hombre al caballo, el caballo al camino, y Dios por delante. Ningún encuentro digno de ser mencionado tuvo aquella noche. Al divisar los muros de Solsona, encomendose a Dios para que no le deparase ninguna desventura en la histórica ciudad episcopal; pero sin duda el autor de todas las cosas, o le creyó indigno de misericordia por la magnitud de sus pecados, o quiso someterle a sufrimientos muy amargos para probar el temple de su espÃritu, porque no bien pisó el caballo blanco los guijarros que pavimentaban las calles de Solsona, cuando cayeron sobre el caballero tantas desventuras, que tuvo por dichoso el encuentro con TilÃn y las demás trapisondas y padecimientos de su trabajada existencia. Dejémosle ahora lamentando su triste suerte en las mazmorras del Ayuntamiento de Solsona, y antes de ocuparnos de los reveses de este aventurero desconocido, veamos lo que aconteció al bravo TilÃn y el giro que tomaron sus asombrosas y nunca vistas proezas. X HabÃa corrido próximamente un mes desde la gloriosa salida del voluntario realista a civilizar los pueblos de la sierra, cuando recibió orden de Pixola mandándole que al punto se trasladase a Solsona. Maravilló a TilÃn esta premura y la sequedad del despacho; pero mucho mayor fue su sorpresa cuando al entrar en Solsona con su ya numerosa partida, vio que Pixola, en vez de recibirle con los brazos abiertos y encomiar el éxito de la expedición, recibÃale ásperamente, sin mostrar ni un ápice de entusiasmo por tan descomunales servicios, ni menos alabar su heroico valor. Aquel primer arañazo dado por la horrible arpÃa, enemiga de las humanas grandezas, hizo manar sangre del ardiente corazón de Pepet Armengol. Gran condescendencia fue que el carnicero reconociese y otorgase al héroe los grados que este mismo se habÃa dado por un procedimiento novÃsimo en los fastos de las improvisaciones personales; mas con esto, el dÃscolo guerrillero demostraba que no solo aborrecÃa a Pepet, sino también que le tenÃa un tantico de miedo. Ni la muchedumbre de mozos útiles, ni las armas, ni el dinero, bastaron a modificar la opinión de Pixola sobre los merecimientos de su subalterno, la cual, como se asentaba en la ruin envidia, más desfavorable era cuanto mayores motivos habÃa para que no lo fuese. Pero el punto en que más insistió, por ser aquel en que se encontraba más fuerte, fue el de la protección que TilÃn habÃa dado a un pÃcaro sectario y jacobino que andaba por el paÃs malquistando a los realistas unos con otros, y metiendo cizaña, haciéndoles desconfiar de sus jefes y dándoles dinero para que atropellasen e hicieran atrocidades. Perplejo se quedó el sacristán al oÃrlo; pero contestó que él no habÃa protegido a ningún perro sectario, y que si dio libre paso a un desconocido, fue por creerle enviado de la Junta de Barcelona. —Ya veo que tienes buenas tragaderas —le dijo Pixola gozoso de humillarle delante de las notables personas, canónigos, frailes, honrados contrabandistas y trabucaires que presentes a la sazón estaban—. Valiente papamoscas tenemos aquÃ... No basta un poco de valor, señor TilÃn, para mandar tropa en una guerra como esta: es preciso tener mucha astucia y cierto pesquis, y ciencia del mundo, que no se aprenden en la sacristÃa de las reverendÃsimas. Ya me figuraba yo que el jacobino te engañarÃa, como engañamos a un pobre pez cuando le arrojamos el anzuelo. ¿Ves cómo no me engañó a mÃ? Desde que le eché el ojo, dije: «Ese hombre no me gusta; que le pongan a la sombra». ¡Oh!, ya conozco yo a mi gente masónica. Sus farsas no me convencieron, ni la carta que traÃa para las monjas pidiendo chocolate, ni la que tú le diste, poniendo tus acciones en las mismas nubes, y pintándolas como iguales a las de Hernán Cortés en la Nueva España. Las risas y chacota que acogieron estas observaciones hicieron temblar el corazón soberbio y fogoso de TilÃn, y las llamaradas de su enojo, de su despecho, de su ofendido orgullo, salieron a su bronceado rostro. —¿Quieres saber las consecuencias de tu falta? —añadió el cruel Pixola—. Pues ya dicen por ahà que los jacobinos te han ganado... Podrá no ser verdad; yo creo que es mentira; pero ello es que maldita la confianza que puedo tener en ti. TilÃn se puso rojo, después amarillo y tembloroso. Dando una patada que hizo estremecer la casa, exclamó con salvaje furia: —¡Por el rabo del Malo! El que sostenga que yo me he vendido a los jacobinos, venga delante de mÃ, dÃgamelo en mi cara, y le sacaré las entrañas. —¡Oh!, fuertecillo estás —dijo el carnicero riendo de su triunfo y de la cólera de TilÃn—. No se prueba la honradez sacando entrañas: se prueba con la conducta... En fin, gracias que has dado con un hombre como yo, decidido a protegerte. Mira si seré bueno, que no pienso quitarte el mando. TilÃn, mirando fijamente a su jefe, dijo para sÃ, sin desplegar los amoratados labios: «Y si me lo quitaras, perro ladrón, yo lo volverÃa a tomar». Los respetables varones que presentes estaban llevaron la conversación a otro terreno, y durante una hora larga se habló del proyecto de tomar a Manresa para fundar en aquella excelente plaza el gobierno central de la idea apostólica. —Jep ha salido ya de Berga —dijo Pixola— Caragol debe haber salido también de Vich, y yo me pongo en marcha mañana. Nos juntaremos, y allá para la semana que viene a más tardar, Manresa será nuestra. No se ocuparon más aquel dÃa el guerrillero y su pequeña corte de la importante persona de TilÃn; pero al siguiente recibió el héroe la estocada mortal de la envidia con la orden de permanecer en Solsona, mientras las demás tropas y somatenes iban sobre Manresa. Esta eliminación en la jornada de más peligro y lucimiento puso al sacristán en el último grado de la rabia. Era evidente ya que se deseaba oscurecerle y postergarle; pero él guardó su rabia en el pecho aparentando resignación y conformidad con su suerte. El veneno y las llamas que devoraban su alma, fueron celosamente guardados como el puñal de que se piensa hacer uso en momento oportuno. Se le vio silencioso, mas no irritado, en el momento de salir la gente de Pixola y la suya para tan notable empresa, y dijo adiós a sus compañeros sin mostrarse envidioso. Para colmo de humillación, no quedaba al frente de la guarnición de la ciudad, sino como subalterno de un tal Mañas, nombrado jefe de la plaza, el cual era un viejo borracho que pasaba la mitad del tiempo durmiendo y la otra mitad jugando a las cartas. Los partidarios que quedaban en Solsona no tenÃan más consigna que vigilar a los presos sepultados en las mazmorras del Ayuntamiento, entre los cuales hallábanse Guimaraens y el aventurero don Jaime Servet, y defender la ciudad en caso de un ataque, muy poco probable por cierto, de las tropas del rey. TilÃn, viéndose condenado a forzosa holganza, vagaba sin compañÃa por la solitaria muralla de la ciudad o bien por las tristes riberas del rÃo Negro, testigo de los juegos de su infancia, terminando siempre su paseo en la puerta del Travesat junto a San Salomó. Por las mañanas visitaba la sacristÃa, ayudaba algunas misas, y si se lo permitÃan, pasaba a ver a las madres y a departir con ellas acerca de los negocios de la causa apostólica, que iban mal según unas y a pedir de boca según otras. Aquella preferencia que desde su edad más tierna habÃa mostrado Pepet por la bella y afable sor Teodora de Aransis, mostrábase ahora con más claridad, bien porque la desgracia avivase los afectos de su corazón, o bien porque la situación desventajosa en que se encontraba, relativamente a su antigua jerarquÃa sacristanesca, le autorizase a dejar traslucir lo que antes ocultaba. La corta, pero accidentada vida militar habÃa gastado dos principalÃsimas protuberancias, digámoslo asÃ, del carácter de TilÃn: la timidez y el respeto a ciertas cosas y personas, bien asà como la piedra puntiaguda y angulosa se pule y redondea al ser arrastrada por los torrentes. Todos los dÃas pasaba largas horas en el monasterio sin quitarse el uniforme, y aunque la madre abadesa no gustaba de ver allà los arreos marciales, inclinose al fin a tolerarlos por lo singular de las circunstancias. Rogole dicha señora que ayudase al sacristán su sustituto en los servicios de limpieza dentro de la sacristÃa; pero TilÃn se negó a degradar su uniforme en faena tan impropia de un militar de grandes alimentos. Fuele dicho entonces que se quitase la casaca, espada y chacó, con cuya advertencia recibió nuestro héroe tanta pena como si le hubieran dado cien bofetadas; pero como habrÃa sido más grande aún su dolor si le privaran de entrar en el convento durante aquellos dÃas de tristeza, desgracia y descanso, consintió al cabo en degradarse. No creyendo decente estar en mangas de camisa, se puso su antigua sotana, con lo cual se vio realizada una metamorfosis de que no creemos pueda haber ejemplo en otro paÃs del mundo. Asà cambiaba de apariencia aquel extraordinario mozo, pasando de guerrero a sacristán lo mismo que habÃa pasado de la oscuridad de la sacristÃa al esplendor y estruendo de los campos de batalla. Casualmente habÃa a la sazón en San Salomó una obra que exigÃa buenas manos, y el sustituto de TilÃn, si las tenÃa excelentes para robar cera, carecÃa de fuerzas para trabajos mayores. Estaban arreglando un flamante y lindo altar para la Virgen de Septiembre, y era necesario el concurso de un hombre de buenos puños. TilÃn despachó esta obra de romanos en dos dÃas, y después quiso arreglar la huerta, que se hallaba en malÃsimo estado por enfermedad del hortelano. Asistiendo, como auxiliares o meras espectadoras, a estas santas tareas, algunas monjas se regocijaban oyendo a TilÃn la relación de sus proezas, siendo de observar que el héroe de ellas, antes de aminorarlas con la modestia, las acrecÃa con el frecuente uso de la hipérbole, presentándolas con tal grandor que las buenas señoras se quedaban embobadas ante tanta maravilla, creyendo ver resucitado el tiempo de la caballerÃa andante. Como eran caritativas y bondadosas, TilÃn hacÃa caso omiso de los fusilamientos que habÃa ordenado, y todo era batallas y más batallas en las cuales habÃa salido victorioso. La que ponÃa más atención a estos homéricos relatos era sor Teodora de Aransis, que seguÃa con interés febril el giro de los sucesos apostólicos, teniendo siempre en tortura su imaginación y sobrexcitados sus nervios. Lejos de extinguirse en el nulo corazón de TilÃn, madriguera de impetuosas pasiones, el profundo afecto hacia ella, aquel sentimiento habÃa ido tomando cuerpo con los años, variando de naturaleza conforme al giro del tiempo y a las mudanzas del carácter. Era para él la de Aransis objeto de un respeto que rayaba en supersticioso culto, y de tal modo se apoderaron de su ánimo la memoria y la imagen de la esposa de Cristo, que ni un instante se apartaron ambas de su cerebro durante la campaña. Sin embargo, mientras fue soldado, la pureza de sus pensamientos era tal, y tan grande la fuerza del respeto, que sus afectos parecÃan más bien un apasionado fervor mÃstico que afición ordinaria entre dos seres humanos. XI Pero después que volvió de la campaña y se puso de nuevo, aunque no por razón de oficio, la malhadada sotana de su niñez, TilÃn no era el mismo, al menos en la forma. Ya hemos dicho que habÃa perdido su timidez; con ella perdió la delicadeza y aquellas formas de respetuoso culto con que antaño solÃa expresar sus pasiones o velarlas, dándoles apariencia dulce y simpática, y ahora despuntaba en él una brutalidad desapacible, una expresión ruda y desentonada, cual si desapareciese todo lo que dan la educación, el trato, el tiempo, los lugares, y no quedase más que la obra pura y tosca de la naturaleza. Debemos considerar que aquel hombre de pasiones ardientes, criado dentro de un convento de monjas, amoldado en el hueco de una sacristÃa tan violentamente como podrÃa amoldarse una espada dentro de un cáliz, habÃa roto su clausura, habÃa ido a los campos de batalla, frecuentando el trato de soldados, hombres de mundo y bandidos; que habÃa vivido en la independencia del guerrillero y del salvaje, consumando diariamente actos de valor, ensoberbeciéndose con un éxito constante, y aprendiendo a practicar la vida de las pasiones libres y sin artificio. Porque el guerrillero es atrevido, brutal, cruel; pero veraz en sus sentimientos, lleva su corazón desnudo como su espada, no engaña a nadie más que al enemigo, porque asà lo reclama su oficio, y es un tipo del adalid de las primitivas sociedades, luchando por un pedazo de suelo. Considerando esto, se comprenderá que TilÃn guerrero no podÃa ser el mismo TilÃn de marras. En efecto, sor Teodora notó que no la miraba como antes; que no le hablaba en el mismo tono de antes; que sus pensamientos eran más audaces; que se expresaba con más desenfado. HabÃa en todo él cierta claridad deslumbradora y relampagueante, que hacÃa daño a la vista; un no se qué de franqueza y desembozo que causaba miedo. Pero sor Teodora, fanatizada por la guerra, a que atendÃa con tanto interés, no alcanzaba a penetrar la razón de esta soltura de TilÃn. Si alguna vez paró mientes en ello, considerolo como la desenvoltura propia de un soldado de Cristo, y pensó que aun perteneciendo a las milicias evangélicas, han de ser los guerreros muy distintos de los monaguillos. TilÃn trabajaba un dÃa en la huerta. Sor Teodora se acercó y le dijo: —No se sabe nada de Manresa, TilÃn. ¿Qué piensas de esto? —Yo no pienso nada, señora —dijo el voluntario realista, haciendo un movimiento homicida con el cuchillo de jardinero que en la mano tenÃa—. ¿Acaso puedo yo dar razón de la guerra? ¿No han creÃdo que todo puede hacerse sin mÃ? —Ha sido una injusticia. Ya te dije que la madre abadesa piensa escribirle dos letras sobre esto a Jep dels Estanys, y yo le he escrito ya sobre el particular a doña Josefina Comerford. —Poco me importan a mà Jep y doña Josefina —replicó TilÃn, poniéndose ceñudo—, pues estoy decidido a hacerme justicia. ¿Piensa la señora que voy a volver a la sacristÃa de San Salomó? —No, eso no; no faltarÃa más. Tu vocación y tu ardor guerrero te llevan a ser general, y lo serás, sÃ; ya la historia se ocupará del general TilÃn. —General o no, yo me vengaré —dijo Pepet con fiereza. —La venganza es cosa mala, TilÃn, muy mala. Esto decÃa con unción la monja que tanto se entusiasmaba con batallas y guerras. —Será cierto; pero yo necesito vengarme. El hombre bueno se volverá malo tal vez; pero ¿quién tiene la culpa? —No hables de maldades. Es preciso que tú seas siempre bueno. Algunos guerreros han sido santos. —Yo no seré santo, señora; yo no seré santo, no quiero ser santo —afirmó TilÃn con ruda franqueza—. Aunque quisiera serlo no podrÃa. —¿Por qué? —preguntó la monja disponiéndose a dar a su protegido una lección de teologÃa. —Porque cada uno nace para lo que nace. ¡Santo yo! —dijo Pepet dando un gran suspiro y sentándose con muestras de cansancio—. Mi corazón arde como una hoguera que no se puede de ningún modo apagar. Quise ser soldado, y apenas empecé a serlo me ataron las manos. Es fuerza que este volcán estalle por alguna parte, y no hay duda que estallará. Luego acercose a sor Teodora, y con acento terrible le dijo, sin alzar los ojos: —Señora, yo no lo puedo remediar: yo haré barbaridades, haré estragos, y quizás mi memoria sea maldita. —¿Por qué? ¡Pepet, estoy aterrada!... ExplÃcame eso —dijo la religiosa poniéndose pálida y juntando las manos. —¿Por qué?... Porque ambiciono mucho, y todo lo que ambiciono es imposible. Me faltan alas, me sobra espacio. —Pues no ambiciones tanto. —No puedo, no puedo. Su acento era el de la desesperación. —¡Qué locura! —¡Todo es imposible! ¿Cree la señora que me satisface esa guerra mezquina, guerra de estúpidos y de salteadores?... No; yo no quiero mandar somatenes, sino ejércitos. Yo adoro el estruendo, las grandes marchas, la fatiga, el polvo de los campos, el calor horrible, las hambres, la gloria de las grandes jornadas, los inmensos peligros, la embriaguez de la matanza, las astucias, las sorpresas, las banderas alzadas sobre los montones de muertos... —¡Qué horror! —exclamó la monja llevándose las manos al rostro. —Yo adoro todo eso... ¿Qué puedo esperar de esta guerra que no tiene más objeto que el robo, ni más móvil que la envidia? Bien lo decÃa yo: mi época ha pasado. ¡Ay de mÃ! Me atrasé en el nacer; todo lo posible es ridÃculo, y todo lo grande, señora, es tan imposible para mà como poner en el cielo mis manos de barro miserable. Diciendo esto, se llevó el puño a la cabeza, y se hubiera arrancado un mechón de cabellos, si su cabello cortado a lo militar tuviera mechones. —Después de esta guerra vendrá otra más grande —dijo la religiosa tomando el tono sibilino que tan grande impulso habÃa dado a la vocación de TilÃn—. Vendrán cosas estupendas, y pasarás de esta esfera mezquina de los somatenes a la esfera de las grandes acciones de guerra. —No, no, no —gritó TilÃn, y cada no parecÃa en su boca como un golpe de maza; tal era la energÃa con que los pronunciaba. —Vendrá... —No vendrá nada... Delante de este sacristán destituido no hay más que imposibles. No es solo el de la guerra. —¿Cuál otro? —Otro. TilÃn volvió su rostro, y sor Teodora se echó a reÃr. —Me causan risa tus ardores, TilÃn —le dijo—. Apostamos a que al fin y al cabo, después de tanto delirio, acabas por renunciar a las glorias del mundo y te consagras a servir a Dios en la sacristÃa de las pobrecitas monjas cascabeleras. —Eso no, eso no, eso no —exclamó Armengol, soltando sus palabras como gemidos de agonÃa—. Jamás, señora: yo no puedo continuar en San Salomó. —¡Ya no nos quieres, pÃcaro! —¡Oh!... No es eso... —dijo TilÃn enternecido súbitamente—. Yo no puedo seguir aquÃ: soy muy malo y no me puedo vencer. El valiente es cobarde consigo mismo. ¡Yo en esta casa, en la casa de Dios y de la religión!... Pepet hundió su cabeza, mirando tan de cerca un hoyo que delante de él estaba abierto, que parecÃa querer enterrarse vivo. Arrojó de su pecho varios suspiros, cual si quisiera expulsar de su cuerpo la vida. —Adiós, TilÃn —dijo la madre dando algunos pasos hacia el claustro. La monja se separó de él. TilÃn la vio alejarse y no le dijo nada. Después abandonó las herramientas del jardÃn para ir a la sacristÃa, ponerse su uniforme y salir a la calle. Largo rato estuvo platicando de cosas indiferentes con el sacristán sustituto. Cuando salió, vestido ya su gallardo uniforme, era casi de noche. Las monjas se retiraban a sus celdas, y veÃanse sombras blancas que se perdÃan en el claustro, y oÃase rumor de perezosos rezos. TilÃn quiso hablar a la abadesa, y dirigiose al vestÃbulo de donde partÃa la escalera. Todo estaba oscuro. Vio delante una figura que entraba del claustro para pasar al coro. TilÃn la detuvo; sor Teodora lanzó una exclamación de sorpresa, y antes que pudiese decir una palabra, cayó de rodillas ante ella el sacristán-guerrillero, y como un reo que pide perdón, exclamó con voz profunda y sofocada: —¡Madre, mujer, sor Teodora...! por Dios, quiéreme. La hermosa dama se quedó extática y muda; tanto la sorprendieron el tono y la voz del sacristán-soldado. —¡TilÃn!... ¡Jesús!... —murmuró. Y TilÃn repitió con loco ardor: —¡Quiéreme, quiéreme! Su voz temblaba. Después se levantó, y tendiendo sus brazos sin atreverse a tocarla, acercó su boca al oÃdo de sor Teodora y a media voz dijo estas palabras: —Monja, yo te amo. —¡Jesús crucificado, ampárame! —gritó la esposa de Cristo llevándose las manos a la cabeza—. ¡Satanás, perro maldito, vete!... Quiso huir. Sintió que sujetaban su hábito. Dio un nuevo grito. Oyéronse pasos y una voz que decÃa: «¿Quién está ahÃ?» Dos monjas que llegaban vieron a sor Teodora acongojada y trémula. ¿HabÃa tenido una visión? Sensiblemente turbada parecÃa; pero con un vaso de agua la volvieron a su prÃstino ser. TilÃn habÃa desaparecido. Largo rato estuvo la madre sin volver de su espanto, aterrada y sobrecogida, sintiendo sobre su alma un peso colosal y una opresión tan angustiosa en su pecho que apenas podÃa respirar, y todo lo veÃa negro y rojo, cual si se hallara bajo las pavorosas bóvedas del infierno. La inaudita revelación, tan sacrÃlega como infame, habÃa producido en su espÃritu una sacudida espantosa, como la que producirÃa un reclamo verbal del mismo Satanás reclutando gente para sus calderas. No obstante, el espÃritu de la buena religiosa estaba absolutamente limpio de pecado en aquel negocio, y ni con fugaz idea, ni con vano pensamiento era cómplice de la execrable pasión de Armengol. Por el contrario, el atrevido sacristán representósele desde aquel instante como un ser aborrecible, digno de los más crueles castigos. XII El primer cuidado de la dama, aquella noche, después que se retiró a su celda, fue rezar, implorando la misericordia de Dios, no en pro de ella misma, que en aquel caso no la necesitaba, sino en pro del miserable extraviado que con sus livianos pensamientos y deseos faltaba horriblemente a la ley divina y profanaba el santo asilo de las castas esposas de Jesucristo. Aun se puede tener por seguro que sor Teodora de Aransis se dio una buena tanda de azotes y se puso cilicio, mortificaciones ambas que habrÃan caÃdo mejor en el cuerpo del bárbaro criminal que en el de la mujer inocente. La causa de esta severidad con sus propias carnes era que se creÃa culpable por otro concepto, y, como culpable, digna de castigo. Veamos la opinión que formó de sà misma. Dos o tres horas llevaba de oración y recogimiento después del tremendo suceso, cuando ocurriole de súbito una idea que le pareció sorprendente por lo juiciosa y atinada. En efecto, aquella idea encerraba una lógica profunda. Según esta, lo que habÃa pasado a sor Teodora, las infernales palabras que oyó, aquel brutal hombre que delante de sà habÃa visto, horrorizándola con su delirio, no eran otra cosa que un castigo providencial por su detestable afición a las guerras religiosas. La noble conciencia de la dama iluminose con esta idea, y comprendió que era contrario a la religión, a la severidad monástica y a las leyes más elementales del amor de Dios su afán por las luchas de los hombres, y aquel su deseo de ver triunfar al son de trompetas, cajas, cañonazos y gemidos de moribundos, la mansa fe católica. SÃ, castigo era por haber olvidado la ley de Dios y la santidad de la Orden, contribuyendo a inflamar las pasiones de los hombres. ¿Qué era TilÃn sino la personificación monstruosa de aquella misma guerra salvaje, de aquel bando osado, violento, sedicioso, rebelde a toda ley? SÃ, ella habÃa consagrado a la infame hidra la vehemencia, el interés, las simpatÃas y aun el amor que a su Esposo debÃa, y en castigo de esta infidelidad, el ofendido consorte habÃa permitido que la infame hidra se volviese contra ella y la hiriera con una de sus más ponzoñosas garras. Bien, muy bien: la lógica de este razonamiento irradiaba en la conciencia de la noble mujer como un reflejo de verdad divina. Consecuencia inmediata de tal lógica fueron los azotes que la religiosa se administró, maltratando tan sin piedad sus hermosos hombros y espaldas, que si alguien la viera se habrÃa apresurado a impedir tal desafuero contra una de las más bellas obras del autor de todas las cosas y carnes. Parte de la noche estuvo en vela la madre, orando con fervor, y al dÃa siguiente púsolo todo en conocimiento de su confesor, de quien recibió absolución completa y los más saludables consuelos. Más tranquila después del acto religioso, sor Teodora rogó a la madre abadesa que la impusiera una tarea cualquiera, aunque fuese de las más penosas. La madre abadesa mandole que barriese todo el claustro, y apenas cogiera sor Teodora la escoba para dar principio a su obra, vio aparecer a TilÃn, que de la sacristÃa salió con una espuerta de herramientas y algunos pedazos de madera. Pareciole tan horrible y repugnante, que bien pudo conocer Pepet el espanto que causaba en el ánimo de la señora. Quiso esta retirarse; pero él le dijo: —Una palabra, señora, pues va en ello la salvación de mi alma. ¡La salvación de su alma! Esto era motivo bastante para no huir. A veces una palabra basta a llenar de gracia un corazón y salvar un alma. Si ella podÃa decir esa palabra, ¿por qué no decirla? La de Aransis no era gazmoña. —La madre abadesa me ha mandado que clave estas tablas en la puerta —dijo TilÃn—. Dios me depara por un instante la compañÃa de la persona que más amo en el mundo. Señora, si usted no me oye y se va... Al decir esto, TilÃn fijó sus ojos de fuego en el semblante de la asustada monja, y al mismo tiempo mostró un cuchillo enorme que con las otras herramientas tenÃa. —¿Qué?... —murmuró ella. —Si usted se va y no me oye, ahora mismo me parto el corazón con este cuchillo y acabo para siempre. Diciéndolo mostraba el filo del arma. Sor Teodora tembló de espanto y no se atrevió a moverse. VeÃa a TilÃn en las agonÃas de la muerte; veÃa el convento manchado por la sangre de un suicida, y el horrible escándalo que habÃa de seguir a este hecho. Más muerta que viva tomó su escoba y se puso a barrer a pocos pasos del dragón. —Señora —dijo este tomando un martillo—. Yo haré por vencerme; pero es precisa condición que usted no huya de mÃ. —Malvado —exclamó la monja, recobrando de pronto su energÃa—, si no temiera ofender a Dios, aquà mismo te rompÃa la cabeza con este palo. ¿Quién te inspiró tan infames ideas? ¿De ese modo pagas los beneficios que has recibido en esta casa? Sin duda estás dominado por Satanás. Arderás en los infiernos si no te detienes a tiempo. Y diciendo esto barrÃa. —Arderé con gusto si ardemos juntos —replicó TilÃn, que lanzado por los despeñaderos del sacrilegio, no podÃa detenerse—. Yo no soy como ningún otro, señora. Veneno y fuego corren ya por mis venas. —Maldito, para todos hay misericordia; pÃdela y se te dará. —No la quiero sin usted... ¿Por qué soy maldito? Porque amo. ¿Quién ha hecho los corazones sino Dios? Si usted estuviera fuera de esta casa, ¿qué mal habrÃa en que correspondiera a mi cariño?... Mi cariño es ahora salvaje y loco... pero serÃa dulce y tranquilo si no hallara tantas espinas cuando se acerca a su objeto. Todo el mal consiste en que es usted monja, en que viste un hábito, en que hizo votos... ¡Ay, señora! Hace doce años, cuando le cortaron a usted el cabello... yo era niño y usted era ya una mujer que podÃa haberse casado con cualquier hombre... Pues digo que cuando le cortaron a usted el cabello sentà que una espada frÃa me atravesaba el corazón. Desde aquel instante la quiero a usted y la adoro más que si estuviera en los altares. Sor Teodora iba a contestar; pero no pudo y siguió barriendo. —Eso de ser monja —añadió TilÃn, clavando un clavo— es lo que me atormenta. Yo digo que a veces es Satanás quien hace los conventos. Este por lo menos, obra suya es... No me hable usted de Dios, ni me llame irreligioso ni sacrÃlego... todo eso será verdad, será verdad; pero no quiero oÃrlo... Demasiado me atruena la tempestad que zumba en mis oÃdos... Hay un medio de cortar este mal, señora —añadió suspendiendo su obra y mirando a la monja con fijeza y una especie de éxtasis deleitoso, que le hacÃa poner los ojos en blanco—, hay un medio. Usted que es tan santa, usted que conseguirá de Dios cuanto le pida, pÃdale que le arranque esa soberana hermosura; que le apague la luz de esos ojos divinos; que le quite esa gracia y ese encanto hechicero prestado por los ángeles del cielo; que le prive de ese noble continente y de ese modo de mirar, el cual parece que va repartiendo dones donde quiera que vuelve los ojos; pÃdale usted esto, y entonces... no, entonces tampoco dejaré de quererla, tampoco entonces. Sor Teodora volvió el rostro. CreÃa sentirse estrangulada por una serpiente que se enroscaba en su cuello. «Este miserable no tiene salvación —pensó—. Abandonémosle». Y dio algunos pasos para alejarse. —Señora —gritó TilÃn lleno de despecho—, nos veremos, nos veremos cuando usted menos lo piense. Esta audaz despedida, que era una amenaza, despertó tal cólera en el ánimo de la de Aransis, que se volvió y dijo: —¿Pues qué, menguado y vil hombrecillo, todavÃa esperas que he de tolerar una vez más tus groserÃas? Yo te juro que es hoy el último dÃa que pondrás los pies en esta casa. —Eso dicen, señora. Ya me ha mandado la madre abadesa que no vuelva más, porque el capellán se ha quejado de mis entradas aquÃ. —¿Lo ves, lo ves, execrable vÃbora? —SÃ, ya me han prohibido la entrada, y en cuanto clave esta puerta, adiós para siempre San Salomó, mi querido San Salomó, donde está mi vida toda... Pero volveré, señora, yo juro a usted que me verá cuando y donde menos lo piense. Esto no se puede dejar. La monja sintió que su terror se aumentaba. La imagen detestable de TilÃn se le presentó lo mismo que el terrible individuo que está a los pies de San Miguel. —Volveré —repitió TilÃn levantándose y recogiendo las herramientas—. Hasta luego, señora... No se digna mirar al pobre condenado. Señora. La monja se alejaba rápidamente. HuÃa como se huye del monstruo más horrendo. —SÃ..., me condenaré... —murmuró TilÃn—. Ya estoy condenado... SÃ, ya lo estoy; sÃ, ya no puedo salvarme. El sacristán-guerrero, absorto en sus pensamientos, no vio a la madre abadesa que hacia él venÃa. —Tilinillo —le dijo la señora—, antes que te vayas, arregla el emparrado de la huerta. Ya ves que con el peso de los racimos y lo mucho que ha crecido la vid amenaza caerse uno de los palos y rompernos la crisma el dÃa menos pensado. Ponle un par de clavos y nada más. —Ya habÃa pensado en ello, señora. Voy a traer la escalera grande que hay en la iglesia. Compondré el emparrado, y también daré una mano de cal a las tejas del palomar que se están cayendo. —Bien, hombre, bien: todo se te ocurre —dijo la madre entusiasmada con la previsión del sacristán-soldado—. Yo no tendrÃa inconveniente en que siguieras entrando aquÃ. ¿Qué importa? Tú eres bueno; te hemos criado desde niño... sabes respetarnos y nos quieres mucho... pero el señor capellán me ha dicho hoy que esto no puede consentirse... y hoy te despedirás de nosotras. Pero vendrás a vernos por el locutorio, ¿no es verdad? —SÃ, señora: volveré por el locutorio. —Espero que otra vez tomarás parte en la campaña. ¡Qué injusto ha sido contigo ese bribón de Pixola! Ya le he escrito a Jep... Por las espinas de Cristo, que es un dolor ver oscurecido a militar tan valiente. Es lástima que no hayas ido a Manresa. —Aún es tiempo: iré. —¿Con la gente de aquÃ? —Con la gente de aquà o conmigo solo. Y sin más razones fue a buscar la escalera. Viósele después sobre el emparrado, sobre el palomar y andando por el filo de la gran tapia. ParecÃa el gato de San Salomó recorriendo sus dominios. Después se encerró largo rato en la leñera, sala baja que antes de la embestida de los franceses fue refectorio, y convertida en trastera hallábase completamente atestada de leña y retama para los hornos de bollos. Allà estuvo Pepet revolviendo todo en busca de no sabemos qué materiales para la obra magna que pensaba hacer en el palomar. Grande fue su tarea; pero al anochecer dio todo por concluido, y puesto el uniforme y despidiéndose de las monjas, salió del convento. XIII HabÃa decidido poner fin a aquel estado de destierro y vergonzosa inacción en que le tenÃa el envidioso Abres, y correr a compartir las fatigas y las glorias del ejército apostólico junto a los muros de Manresa. ¿Qué le importaba la desaprobación de su jefe inmediato? El hallarÃa modo de congraciarse con Jep dels Estanys, y si no lo lograba obrarÃa por cuenta propia organizando un somatén libre que levantara una bandera enfrente de todas las banderas habidas y por haber; y si no conseguÃa esto, tampoco se someterÃa al fallo de la Junta Suprema para que le fusilase, le quemase, le descuartizase o hiciera con él todo lo que una Junta Suprema puede hacer con un oficial rebelde. Su osadÃa no reparaba en consideración alguna, y tanto desprecio le inspiraba la disciplina como el peligro. Concertose aquella misma tarde con dos docenas de amigos, gente que nada tenÃa que perder, de esa que lo mismo sirve para lances heroicos que para las empresas más desalmadas, y al cerrar la noche salieron todos de Solsona, sin dar cuenta a nadie, resueltos a no parar hasta Manresa. Deseaba TilÃn acometer con los suyos una empresa grande y terriblemente difÃcil, cosa en verdad más posible en pensamiento que en realidad, por no ser aquellos tiempos propios para ninguna especie de grandezas, como no fueran las grandezas de la vulgaridad. Hallándose su alma empapada, digámoslo asÃ, en tan sublime idea, forzó la marcha para llegar pronto; y después de andar sin descanso por espacio de una noche y un dÃa, apartándose de los caminos más frecuentados, llegó a San Mateo de Bagés, donde supo que las tropas y somatenes de la causa apostólica estaban sobre Manresa aguardando el momento de la entrada, el cual no iba a depender de sangrientas peleas ni de empeñados asaltos, sino del soborno de la guarnición de la plaza. Decir cuánto enfrió esta noticia el ánimo de TilÃn fuera inútil, conociéndose sus brÃos indomables y su natural violento y despótico, para quien el empleo de la fuerza era una necesidad, una delicia y la única razón y lógica posibles. Resolvió ante todo presentarse al general en jefe, a quien habÃa escrito una carta muy expresiva la madre abadesa, y manifestarle que no podÃa servir a las órdenes de Pixola, porque Pixola era un hombre rastrero, vil, envidioso. Después pensaba pedirle el puesto de más peligro en los próximos combates, para borrar con un comportamiento heroico sus faltas de disciplina. En San Fructuoso de Bagés halló TilÃn al comandante general de los sublevados, el hombre de confianza de la Junta, el brazo de aquella inmensa intriga de canónigos inquietos, de inquisidores cesantes y de seglares sin empleo que tenÃa su centro en Madrid, no se sabe si en la Sociedad del _Ãngel Exterminador_ (cuya existencia no está históricamente demostrada) o en el misterioso cuarto del infante don Carlos. Don José Bussons, llamado vulgarmente _Jep dels Estanys_, era un guerrillero anciano, seco, pequeño, pero fuerte y ágil todavÃa, de carácter violento y agrio. Hablaba poco, reÃa menos, y era el hombre más blasfemo de Cataluña, y aun puede decirse de toda la cristiandad; mas esto no era obstáculo para que los pÃos autores de la rebelión hicieran de él el Josué de la guerra apostólica, por aquello de _operibus credite non verbis_. Y las obras de Jep eran las más propias para despertar entusiasmo entre la gente oscura y envidiosa que rumiaba su descontento en claustros, sacristÃas y camarillas episcopales, porque poseÃa el instinto de la organización bélica y habÃa establecido la práctica de que las gavillas de la fe rezasen el rosario entre batalla y batalla. De la conciencia privada, digámoslo asÃ, de Jep dels Estanys puede juzgarse por el hecho inaudito de recibir a bofetadas a los sacerdotes que quisieron prestarle los auxilios espirituales cuando fue condenado a muerte en el sangriento epÃlogo de aquella campaña. Según declaró en su último instante, habÃa estado dieciocho veces en la cárcel por diferentes crÃmenes, aunque los principales, dicho sea en disculpa suya, eran delitos de contrabando. Su educación guerrera la hizo en las gloriosas peleas contra el fisco, y sus primeros laureles los ganó pasando géneros prohibidos. De esta escuela pasó a la de la guerra de la Independencia, saltando de contrabandista a coronel. Peleó más tarde contra los constitucionales, ganando una pensión vitalicia de veinte mil reales con que el rey quiso premiar méritos tan sobresalientes. Detestaba la vida pacÃfica y normal de las ciudades y el noble trabajo de la industria. Su más grata mansión era el campo, su descanso el cansancio, su cama las duras peñas; tan bien vivÃa bajo un sol abrasador como sobre nieves y hielos, con tal que no le faltase un pedazo de pan y un tomate crudo para desayunarse. Cuando no habÃa guerra era preciso, según él, inventarla, conformándose en esto con el pensamiento de Voltaire respecto a Dios. No era ambicioso de riquezas; inquietábale un afán insaciable, que según unos era el afán de hacer daño. Despreciaba las penalidades, sabÃa cómo se conciliaba el sueño en los calabozos, lugares de comodidad y regalo para quien habÃa aprendido a dormir a caballo o en la rama de un árbol. TenÃa la audacia y la presteza del cernÃcalo, asà como su crueldad. Su cara era seca, áspera y arrugada como un pedazo de leña vieja. Cuando se ofrece a la contemplación de nuestros lectores, vestÃa uniforme de voluntario realista sin cruces ni insignias, no llevando el ingente chacó con que se decoraban los individuos de aquel cuerpo, sino la barretina catalana doblada hacia adelante, como la usaban la mayor parte de las tropas. A estas las trataba caprichosamente, siendo unas veces severo con las faltas, y otras muy tolerante, según estaba de humor. La buena estrella de TilÃn quiso que este fuese bueno aquel dÃa. Después de observarle de pies a cabeza, le dijo el general con cierta sorna: —¡Ah! ¿Eres tú el que se ha criado en las faldas de las monjas?... Bien, bien. Ya sé que eres valiente. A mà me gustan los hombres valientes sobre todo. A mà también me criaron monjas. Mi madre era criada de las madres del Monte Olivete en Tortosa... pero esto no hace al caso. —Lo que pido a vuecencia —dijo TilÃn con entereza— es que me conceda el puesto de mayor peligro en la toma de Manresa. De este modo lavaré mi falta. —¿Qué falta? —preguntó Jep con asombro. —La de no haber obedecido a Pixola. Yo querÃa tomar parte en la guerra y no estar mano sobre mano en Solsona. —¡Ah!... Ya sé que Pixola es un bruto. ¿Quién hace caso de Pixola? Has hecho perfectamente en venir aquÃ... ¿Y qué grado tienes?... ¿Nada menos que comandante?... Cuando esto se acabe rectificaremos todos los grados, y el rey, cualquiera que sea, dará los premios que cada cual merezca... Mira, chico: ya que estás aquÃ, puedes prestarme un servicio. Estos brutos no sirven para nada. TodavÃa están mis botas sin limpiar... Hace dos horas que están arreglando los arneses de los caballos... Mira, TilÃn: lÃmpiame esas botas, que están llenas de barro. El comandante general, calzado con alpargatas y sentado junto a una mesa sobre la cual garrapateaba un oficio, señaló sus botas, arrojadas en un rincón de la sala junto a un montón de ropa sucia. Viéndolas, parecÃa que se veÃan los pies de un borracho. De un morral sacó Jep un cepillo y lo tiró al otro extremo de la sala. —Ya tienes lo necesario —dijo tomando la pluma con no poca dificultad—. ¿Conque tú quieres un puesto de peligro? Lo mismo fui yo en mi mocedad. ¡Un puesto de peligro! Eso es: o ser soldado o no serlo. Lo demás se deja para las damas. El inconveniente, chiquillo, es que ahora no habrá puestos de peligro. Como nosotros guerreamos por órdenes que vienen de muy alto; como a nosotros nos apoya parte de la corte, si no toda ella, y hay un manejo secreto que hace inútiles las bayonetas, la guarnición de Manresa se rendirá. Allá dentro hay unos nenes de sotana que harán más que todos los generales... Sin embargo, puede que tengas dónde lucirte. Has subido mucho, monago; veo que aquà cada uno se da a sà mismo los grados que le acomodan. Echose mano al bolsillo, y sacando los trebejos de fumar, dijo: —Mira, TilÃn: toma dos cuartos y vete a comprármelos de yesca. Doblas la esquina de esta casa, y enfrente ves la lonja de Alfarrás. Tráemela pronto, que quiero fumar... pronto digo: me gusta la gente de piernas ligeras. El soñador TilÃn, cuyo cerebro hervÃa con el movimiento y bullicio de gloriosas batallas, sintió su corazón atravesado por una aguja de hielo; luego una sensación de caÃda semejante a la que nos finge el sueño, despeñándonos de una alta cima sobre abismos sin fondo. Arrojó el cepillo con desdén, y tomados los dos cuartos, salió diciendo para sÃ: —¡El demonio me lleve! Ni esto es guerra, ni estos son soldados, ni esto es causa apostólica, ni esto es decencia, ni esto es valor, sino una farsa inmunda. XIV Los intrigantes que dentro de Manresa trataban de ganar a la tropa de lÃnea no pudieron convencer a ciertos oficiales de la ventaja que obtendrÃan en su carrera, pasándose a la insurrección. Estos oficiales eran hombres de honor que no se vendÃan por dinero, ni tampoco por las promesas de salvación eterna. Pero los conspiradores lograron sobornar a algunos y a casi todos los sargentos del regimiento de la Reina, empleando entre otros argumentos el de que la Junta de Cataluña tenÃa poderes secretos del rey para sublevarse contra el rey mismo. Al leer esta pestilente página de nuestra historia, se siente viva lástima de un soberano contra quien se sublevaba una parte del reino, tomando su nombre. Pero la doblez ya proverbial del hijo de Carlos IV autorizaba este procedimiento. Manresa tiene buena situación para una defensa. Rodéala en gran parte de su circuito el rÃo Cardoner, y su planta es enriscada, agria y tortuosa, y pendientes sus calles. Una guarnición pundonorosa la habrÃa defendido contra todas las bandas y somatenes que pueden eruptar las cavernas del Bruch, los bosques del Ampurdán y las grietas de la Cerdaña. Pero la guarnición, salvo la oficialidad y un puñado de soldados, sucumbió a las intrigas, no al plomo ni al fuego, y se dejó vencer por la astuta labia del padre Vinader, religioso mÃnimo, y del reverendo doctor don José Quinquer, domero mayor de la Colegiata. En la noche del 27 al 28 de agosto penetraron de improviso las hordas apostólicas capitaneadas por Jep dels Estanys, Caragol y Pixola. Al grito de ¡_Viva la religión_! ¡_Mueran los negros_!, grito que servÃa entonces para la consumación de todas las hazañas populares, fueron asaltadas muchas casas y ultrajadas multitud de personas que no eran todas liberales: la mayor parte habÃan incurrido en el desagrado apostólico por la tolerancia de su realismo y la suavidad de su celo religioso. La ciudad fue al punto dominada por los payeses y voluntarios realistas, que unÃan sus berridos a los de la plebe, ya sobornada para dar a aquel acto de civilización todo el esplendor posible. Los pocos soldados y los veinticinco oficiales leales se resistieron en el Ayuntamiento, dando ocasión a una refriega en la cual ambas partes se batieron con bravura. Los leales hacÃan fuego desde los balcones, y los insurrectos intentaron varias veces el asalto. Dios sabe a qué extremo de encarnizamiento habrÃan llegado aquellos hombres, si el comandante de la plaza no hubiera mandado a los suyos que se rindieran. Todo iba bien para los frailes, admirablemente; y con pocos heridos y menos muertos poseÃan una situación estratégica de grandÃsimo precio para dominar la montaña y tener en jaque a Barcelona. TilÃn y su gente sostuvieron el fuego en el Ayuntamiento al lado de la guardia negra de Jep dels Estanys, que mandaba la acción desde un callejón cercano. En lo más recio de ella, TilÃn vio a Pixola que se metÃa entre el tumulto. —¿Cómo estás aquÃ, sacristanillo? —preguntó el carnicero con asombro. —Ladrón, estoy porque he venido —replicó el joven, indicándole con un gesto que se apartara. —¿Por qué saliste de Solsona? —Porque me dio la gana, borracho. El furor bélico de TilÃn daba a sus palabras extraordinario brÃo. Si Pixola en aquel instante se le pusiera delante en ademán hostil, de seguro le partiera en dos, como hacÃan los caballeros andantes con los endriagos y monstruos fabulosos. Pepet habrÃa deseado que el Ayuntamiento de Manresa fuera altÃsimo castillo con formidables torres y baluartes, para acometerlo y asaltarlo, despreciando el ardor de los defensores, y hacer allà uno de esos admirables desatinos que son pasmo de los siglos; pero cuando más sublimado estaba su espÃritu con esta idea, y cuando sentÃa en su grado más alto el delirio de la matanza y el espeluznamiento de la embriaguez marcial, viose que los sitiados no se defendÃan: un pañuelo blanco se agitó en la ventana, acudieron parlamentarios, entró y salió un fraile llevando recados, y todo acabó. —¡Cuando yo digo —murmuró TilÃn hiriendo el suelo con furibundo pie— que ni aquà hay guerra, ni plan, ni soldados, ni idea ninguna, ni decencia, ni valor, sino una comedia indecente...! Los oficiales y soldados del rey fueron al punto desarmados, y Jep, tomando posesión de la Casa municipal, procedió a la formación de la indispensable Junta. Mientras se nombraba, los frailes y canónigos se confundÃan en las salas del edificio con los guerrilleros y jefes de somatén. ParecÃa aquello un mercado de infames ambiciones en que la vanidad cotizaba los servicios de cada sujeto en las campañas de la intriga. Un lenguaje soez, compuesto de los vocablos más populares, sobresalÃa entre aquel tumulto como el espumarajo que corona las olas agitadas del mar. Sobre aquel espumarajo de dicterios, de voces de venganza, de insultos y de blasfemias, se destacaron al fin los nombres de los elegidos para componer la Junta: el padre Vinader, de la Orden de mÃnimos; el canónigo Quinquer, el guerrillero Caragol, el médico don MagÃn Pallás y el regidor San MartÃn. Durante la elección, unos cuantos desalmados de la horda de Pixola invadieron la casa del gobernador; arrastraron, sacándola del lecho donde estaba enferma, a su esposa; y ya les tenÃan a ambos en medio de la plaza con los ojos vendados para fusilarles, cuando don José Saperes (Caragol), que era el más humano de los junteros, acudió y pudo impedir un horrible crimen. Los demás atropellos no fueron de consideración. Pero gran parte del vecindario abandonó la ciudad en la mañana siguiente, buscando refugio en Barcelona. Inútil es decir que el primer cuidado de la paternal Junta fue publicar una proclama y dar las consabidas órdenes para que todos los oficiales se presentasen, sin que se olvidara la cobranza de un año de contribución y el reclutamiento de los quintos del último reemplazo. La tradición revolucionaria fue escrupulosamente cumplida, probándose que no en vano habÃamos tenido en nuestra historia cursos completos de motines. _La santa causa del Trono y del Altar_, como decÃa la proclama de Manresa, que poco después fue quemada por la mano del verdugo, como lo fuera años antes la Constitución del 12, plagiaba ramplonamente a los demagogos de las Cabezas de San Juan. El dÃa después de la toma de la ciudad, Jep dels Estanys trató a TilÃn con desvÃo, no demostrando admiración de sus dotes militares, y después de preguntarle si tenÃa buena letra lo puso a escribir oficios. Mucho disgustó a nuestro héroe verse en la triste condición de escribiente; pero no quiso manifestar su cólera. El mismo Jep debió conocer cuánto le mortificaba la inacción. —Mira, TilÃn —le dijo al dÃa siguiente—: me ha hecho notar el señor Pallás, individuo de la Junta y médico de la ciudad, que las calles están llenas de inmundicias y que esto puede ser causa de enfermedades. No es natural que nuestros bravos chicos se ocupen en limpiar las calles, ¿verdad? —Tiene razón vuecencia —repuso TilÃn, decidido a dejarse fusilar antes que envilecer su persona con el oficio de barrendero. —Pues, mira, TilÃn: vas a hacer lo siguiente. Ya sabes que la cárcel está llena de presos. Son los liberales y toda la gentuza negra de Manresa... conozco a algunos. Esos son los que van a poner a nuestra ciudad como el mismo oro. Llévate un par de docenas de hombres armados, entra en la primer tienda donde encuentres escobas y cubos, y toma tantos como sean los presos... me parece que estos pasarán de veinte. Luego vas a la cárcel, sacas a los negros, y a cada uno le pones en la mano su escoba y su cubo. Ellos limpiarán y tus soldados les vigilarán. Al primero que se niegue al trabajo, o murmure de nosotros, o pronuncie algún vocablo contra el altar y el trono, me le dejas en el sitio. No te digo más. Ni él necesitaba más. Aquella tarde se hizo todo como lo habÃa mandado el jefe, y las calles quedaron limpias de inmundicias. No asà el corazón de los apostólicos, que cada vez se enfangaba más. El héroe de San Salomó habÃa de tener otros empleos y ocupaciones durante su residencia de cerca de dos meses al lado de la ExcelentÃsima Junta Superior. Un fraile que acompañaba a Jep en calidad de jefe de división, y que tenÃa la audacia de escribir furibundos libelos con la horrible firma de _El padre Puñal_, quiso tomar a TilÃn por ayudante. Negose este, y un dÃa se trabaron de palabras. Cada cual sacó a relucir su jerarquÃa militar. De las palabras vinieron a las acciones, y TilÃn tuvo la suerte de poder pasearse sobre las costillas de su enemigo, a quien no dejó hueso sano. El escándalo fue grande, y Pepet pasó a un calabozo, de donde le sacó dÃas después otro fraile que le tenÃa grande afición. Viose luego maltratado por Jep dels Estanys y favorecido por Caragol; pero fue vÃctima de las hablillas, y una mañana Caragol le llamó simple. Su carácter impetuoso, su afán por sobresalir y su indómita soberbia, diéronle fama de dÃscolo y revoltoso, y nadie hacÃa buenas migas con él. Sus mejores amigos le abandonaban, y si hubiera intentado echarse al campo con un somatén de su propia pertenencia, no habrÃa encontrado quince hombres que le siguieran. Aquella esfera de vulgaridad y de bajeza era muy impropia para el desarrollo de su carácter despótico y soberbio, que necesitaba acción incesante y vasto campo para ejercer su dominio. Aquella guerra no era guerra: era una campaña de rencillas, de insultos, de miserias, de contiendas mezquinas, semejantes a las disputas de las verduleras. Una revolución grande y atrevida, una de esas revoluciones descarnadas que atacan lo más firme en nombre de cualquier idea fija y van derechas a su objeto hasta que vencen o se estrellan, hubiérale sobrepuesto a la multitud, personificando en su ruda figura todas las violencias disfrazadas de justicia, la firmeza heroica y quizás todas las maldades y excesos de la pasión humana; pero en aquella sentina de maquinaciones frailescas tenÃa que hundirse necesaria y fatalmente. Era inepto para toda intriga. Capaz de los más febriles arrebatos del valor y de la audacia, en la ociosidad de la plaza ganada no era más que un pobre monaguillo. El fraile que ya a fines de septiembre le habÃa sacado de la cárcel, le demostraba siempre mucho cariño. Regalábale frutas y dulces de monjas; pero con confites no se conquistaba el corazón inmenso del voluntario realista. Un dÃa el padre Bernardino de Chirlot le dijo: —Querido Armengol, si hubiera muchos hombres como tú, fácil serÃa dar al traste con ese fantasmón orgulloso que tiene forma humana y se llama Caragol. Yo sé que muchos religiosos verÃan con gusto a la actual Junta disuelta a puntapiés y nombrada en su lugar otra de verdaderos católicos... A todas partes llega el francmasonismo. —Padre Chirlot —dijo TilÃn, ebrio de cólera—, tan canalla serÃa una Junta como otra, y tan bestia es Caragol como todos los demás. ¿Quiere usted sobornarme para una sedición? —Todo serÃa que te dieran medios para ello —replicó el fraile, acariciándose la luenga barba roja, semejante a la cola de un caballo. —¿Me darÃan dinero? —Tal vez —dijo el capuchino con malicia. —¿Y hombres? —Tú los buscarÃas. Con dinero convertirás las piedras en hombres. —¿Y el objeto?..., ¿el fin?... ¡Ah, padre Chirlot de todos los demonios, para farsa asquerosa basta ya! Váyase usted con Barrabás. Y se retiró, dejando al fraile medianamente corrido. Al llegar al alojamiento del general en jefe, vio a este en la puerta con las manos metidas en la faja, paseando de largo a largo. —¡Monago! —gritó Jep dels Estanys. Este nombre causaba a TilÃn enojo violentÃsimo, que no se atrevÃa a manifestar por temor de hacerse más ridÃculo. —¿Qué manda vuecencia? —dijo. —¿Por qué estás tan pálido?... ¿Te pasa algo? El demonio cargue contigo... Mira, monago: lleva mi caballo al rÃo y dale un baño. Pepet Armengol tomó el caballo, lo sacó de la ciudad, y al llegar al camino montó en él en pelo, y oprimiéndole los ijares con sus talones sin espuelas, lo lanzó a la carrera por el camino de Solsona. Su alma sentÃa inefables delicias en aquella carrera, semejante al loco desbordamiento de su fantasÃa. Estaba solo, corrÃa, era libre. XV Arribó de noche a Solsona y se apeó en casa de mosén CrispÃ. Al dÃa siguiente los pocos hombres de armas que guarnecÃan la ciudad le recibieron con simpatÃa, mostrándose dispuestos a obedecer al sedicioso, por cierta inclinación instintiva que tenÃan todos ellos a la anarquÃa. —¿Qué órdenes hay? —les dijo. —Nada más que vigilar a los pocos presos que están en el Ayuntamiento y alojar a las facciones de Aragón y Navarra, que llegarán dentro de dos dÃas. —Pues es preciso hacer todo lo contrario —afirmó Pepet, gozando extremadamente en la rebeldÃa—: es preciso soltar a los presos y no preparar alojamiento alguno a esa nueva canalla que ha de venir. En la mañana del 30 de septiembre fueron puestos en libertad los presos, siendo los primeros que vieron la luz del dÃa don Pedro Guimaraens y don Jaime Servet. En cuanto al borracho de Mañas, que tenÃa en Solsona una sombra de autoridad, harto beneficio le hacÃan con no ahorcarle. El vino acabarÃa con él. Llenos de alarma y susto estaban los solsoneses al ver que nadie mandaba en la ciudad, porque TilÃn no se dejaba ver en sitios públicos, ni cuidaba de nada, ni impedÃa que unos cuantos desalmados cometiesen desafueros y maldades. También las monjas se asustaron, y cuando TilÃn fue a visitar a la madre abadesa en el locutorio, esta le echó un sermón por su mala conducta. El antiguo sacristán estuvo luego tres dÃas sin repetir su visita, y rara vez se le veÃa en las calles de la ciudad. Inútil es decir que sor Teodora de Aransis, que habÃa sentido vivÃsimo contento por la ausencia del dragón, se asustó mucho cuando tuvo conocimiento de su llegada. Puesto que esta ilustre señora nos ha de ocupar bastante en el curso de la historia presente, convendrá que como complemento de las amplias noticias que se han de dar, de su vida y de su carácter, mencionemos también lo que la rodeaba. De los objetos materiales que acompañan a la persona, sirviéndole como de marco, el que siempre ofrece más interés es la vivienda; y la vivienda de sor Teodora es digna de preferente atención. Desde aquel infausto dÃa de septiembre de 1810, cuyo recuerdo, a pesar del lento paso de los años, no se habÃa borrado aún de la memoria de la madre Monserrat, la casa de San Salomó, horriblemente profanada por los franceses, habÃa recibido varias reparaciones; pero el ala occidental del claustro continuaba en el suelo. En la parte alta de dicha ala, formada por una fila de doce celdas, habÃa una solución de continuidad, debida a la desaparición de cuatro celdas, de modo que quedaban cinco unidas al cuerpo central del edificio y tres aisladas en el extremo de la crujÃa. En la solución de continuidad subsistÃa parte de las paredes; el techo no; las puertas estaban tapiadas; el piso, reparado con solidez, era perfectamente practicable. Disputas y cuestiones entre las monjas sobre los fondos del convento habÃan impedido reedificar la parte demolida, y tan solo se habÃan hecho las obras de albañilerÃa necesarias para que la destrucción no fuese a mayores. A las tres celdas que habÃan quedado solas al extremo del ala, dieron las madres un nombre muy propio: las llamaban _la Isla_, y en ellas moraban dos religiosas. La tercera celda, muy pequeña y casi inhabitable, servÃa de despensa a entrambas señoras. Una de las monjas que habitaban la Isla era sor Teodora de Aransis. En la época de nuestra historia era la única, porque su compañera habÃa muerto. El monasterio constaba de un cuerpo de edificio pegado a la iglesia, y de dos alas paralelas, que partÃan en ángulo recto y en dirección de sur a norte. Separábalas el rectángulo del claustro. El centro y el ala de oriente hallábanse intactos. El ala de occidente era la que tenÃa la solución de continuidad y la Isla. El claustro que resultaba de estas tres construcciones, estaba cerrado al norte por el piso inferior, que contenÃa el refectorio nuevo; en el superior hallábase abierto, y un gran tejado servÃa de punto de unión impracticable a los extremos de las alas. Diferentes veces dijo la madre abadesa a sor Teodora de Aransis que mudase de habitación, para que no viviera sola en aquel apartado sitio; pero ella, sin rechazar la idea, hizo propósito de permanecer allà durante el estÃo, por razón de la frescura que en aquella parte del convento se disfrutaba. La celda tenÃa su puerta hacia la galerÃa del claustro, una pequeña reja al poniente y otra grande al norte, sobre la huerta, cuya frondosidad embelesaba el sentido en noches de verano. Desde aquellas rejas, que distaban poco de la gran tapia del convento, se veÃan las murallas de la ciudad, solo separadas de este por la tortuosa calle de los Codos, la puerta del Travesat y parte de la campiña y de las montañas. Interiormente era la celda un lugar sosegado y delicioso, por el dulce silencio que en él reinaba a causa de su alejamiento del centro del edificio. Perfecto orden reinaba allÃ, asà como la pulcritud más refinada, no siendo la austeridad tan excesiva que convidase al ascetismo, ni tanta la pobreza que inspirase un vivo anhelo de ser santo. Por el contrario, sor Teodora tenÃa en su morada varios objetos primorosos que habÃa traÃdo de su casa, entre los cuales descollaban algunos vasos y jarros de plata, una alacena de talla que habrÃa honrado a cualquier museo, y un tapiz, obra de sus hábiles manos, que hubiera caÃdo maravillosamente en el gabinete de una dama del siglo. Dos o tres pinturas del mejor gusto, algunas imágenes de madera de inferior mérito, tres docenas de libros, muchÃsimas flores contrahechas que casi competÃan con las naturales, completaban el ajuar. Como la regla mandaba que las monjas no tuvieran cama, sino un solo colchón puesto sobre el suelo, el lecho de sor Teodora, como el de todas las monjas de San Salomó y el de muchas monjas que hoy existen en Madrid y provincias, era un inmenso colchón de tres pies de alto. Véase aquà cómo interpretando la regla por la manera más ingeniosa, y burlándola en realidad, convertÃan las monjas la mortificación en comodidad, y la pobreza en el refinamiento del bienestar. Ciertamente, convidaba a una vida regalada y tranquila, tal como pueden desearla los egoÃstas más empedernidos, aquel dulce retiro, que tenÃa las ventajas del aislamiento, del silencio, de la calma, unidas a las comodidades de una dorada medianÃa. Pocos habrá que no tengan la abnegación de ser pobres, austeros y recogidos en una cueva de tal naturaleza, donde no puede llamarse virtud el apartamiento del mundo. HabÃa allà cierta elegancia unida al aseo más grato; habÃa delicado olor de flores, que no sabemos si es parecido al que los beatos llaman olor de santidad. Recogiose sor Teodora en su apacible nido después de cerrar la puerta, no con llave ni cerrojo, porque las celdas de los conventos no tenÃan entonces aquellas seguridades, reputadas inútiles, sino simplemente con un picaporte que lo mismo podÃa abrirse por fuera que por dentro. Encendió su lámpara, tomó un libro y se puso a leer. Después de leer tranquilamente por espacio de media hora, se puso de rodillas, y rezó con fervor y recogimiento. Ya se llevaba las manos a la cabeza para quitarse las tocas, primera de las operaciones precursoras del acostarse, cuando sintió ruido en la puerta. Volviose sobresaltada por no ser costumbre que ninguna monja la visitara de noche, y vio con espanto..., ¡Jesús Sacramentado!..., parecÃa un sueño increÃble, pero era realidad innegable..., vio a TilÃn en persona, con su cuerpo uniformado, su cara morena, sus gruesos labios, sus ojos de fuego, su frente de bronce, sus cabellos duros. El sacristán guerrero mantúvose en la puerta con una especie de timidez feroz, como si ni aun su colosal osadÃa tuviese la fuerza suficiente para traspasar aquel umbral sagrado. HabÃa atropellado la ley de Dios, abolido su propia conciencia, y no obstante, se detenÃa tembloroso ante el pudor y la hermosura, cuyo imponente prestigio llenaba de confusión al miserable. Sor Teodora no pudo gritar: cayó desfallecida en una silla, cerró los ojos, y sus brazos se estiraron trémulos como para apartar un objeto terrible. —Señora —balbució TilÃn dando un paso y cerrando la puerta tras s×, no hay que temer nada de este miserable... No vengo más que a pedir perdón, señora... Este miserable... Procurando dominarse, la monja se levantó para salir y pedir socorro. TilÃn la detuvo con mano de hierro, y precipitadamente le dijo: —Si usted llama, vendrán y seré descubierto, y habrá escándalo; mientras que si se calma y me oye un instante, nada más que un instante, me marcharé pronto, la dejaré tranquila para siempre, señora, para siempre. —No quiero —dijo sor Teodora, intentando desasirse—. Voy a llamar. —Por Dios y la Virgen MarÃa que a mà me han desamparado, señora, óigame usted. Si usted grita me marcho, y si me voy no sabrá una cosa que le interesa mucho. —Nada tuyo puede interesarme —exclamó ella ardiendo en ira—. Malvado, te aborrezco. —Eso al menos es algo —murmuró TilÃn, con sarcástico gozo—. Yo no vengo sino a pedir perdón y a ver por última vez, por última vez, a quien me aborrece. Se dejó caer de rodillas y besó el suelo. —Antes de privarme para siempre de ver la luz de mi vida —exclamó con voz ahogada—, he querido besar estos ladrillos. Era un deseo ardiente; no quiero morirme sin satisfacerlo. ¡Besar estos ladrillos! Es lo único que puedo alcanzar. Con poco se contenta el malvado aborrecido. Absorta y petrificada, la de Aransis permaneció en medio de la celda con los ojos fijos en Pepet y las manos cruzadas. Los elegantes pliegues de su hábito blanco daban a aquella imponente figura belleza y majestad. —Aquà está el hombre más infeliz del mundo —dijo TilÃn, tocando los ladrillos con su frente—; aquà está el polvo más vil que Dios tiene en el mundo, con forma de hombre. Vilipendiado, aborrecido de todos, sin gloria, sin honra, sin porvenir, sin ilusión alguna, este miserable no ve ya más que tinieblas y ruinas delante de sÃ... ruinas y tinieblas. Miró después a la señora y le pareció más aplacada en su enojo. —¿Y ni siquiera ha de merecer un ligero consuelo en su corazón? ¡Esto es horrible, señora! Los perros son más felices que yo. Soy criminal; pero ya que no puedo verme amado, quiero tener el único placer que me es lÃcito: el de verme perdonado. —Sal de aquà al instante —dijo la madre con brÃo— y te perdono. —Saldré, señora, saldré —replicó TilÃn sin levantarse del suelo—. Mi vida es el infierno. Para comprender mi estado, no imagine usted las llamas y las calderas hirvientes de que hablan los predicadores; eso no basta, eso es frÃo y descolorido: imagine usted la falta absoluta de esperanza y de ilusiones, la ruina completa de todo lo que edifica el espÃritu... Ese es el infierno en que vivo yo. Mi único alivio será que usted me mire un rato sin ira, que me permita estar aquÃ, y hable conmigo... y me diga, me diga: «TilÃn...». —¡Ni un instante! Malvado sacrÃlego... Demasiadas pruebas te doy de mi bondad, pues que te escucho. —Un momentito, señora; muy poco, muy poco tiempo... —Nada. —¡Estoy condenado! —Condénate cien veces. —¡Condenado por usted! ¡Por usted! ¡Por usted! Y levantando la faz lÃvida hacia ella, añadió con voz ronca: —Condenado por ti, monja, que pareces hechicera. Y se cogió su propia cabeza por los cabellos, como cogerÃa el verdugo la del recién degollado para mostrarla al pueblo. —¡Condenado por ti! ¡Por ti! —repitió ella—. Por tu execrable maldad y sacrilegio. —Pues bien, señora: perdón, perdón; yo pido a usted perdón. Pero démelo sin ira, sin enfado, sin repugnancia, con aquella voz dulce y angelical con que me hablaba en mi niñez, con aquel mirar tiernÃsimo y aquel trato seductor que era mi encanto en tiempos mejores. —Te perdono, márchate, y no vuelvas más aquÃ... Huye de mÃ, demonio del infierno. La religiosa se cubrió el rostro con muestras de horror, y estremecimientos nerviosos sacudieron su cuerpo. —¡Ni un momento siquiera! —murmuró TilÃn apretándose el corazón. Miró a la monja, y la monja le miró a él. Grande fue la sorpresa de sor Teodora al ver lágrimas en las atezadas mejillas de aquel hombre que tanto se parecÃa a un volcán por tener el centro de fuego y el exterior de piedra. —Te perdono —dijo la madre con lástima, pero siempre con el mismo terror—. Vete, vete; te digo que te vayas. Infame bandido, que has escalado los muros de la santa casa, huye de aquÃ: ¿no temes la maldición de Dios? —¡Dios!... ¡Dios!... ¿Para qué hablar tanto de Él? Mi Dios es otro. Si usted me permite estar un poco más, y contemplarla y referirle mis penas... mis penas, que son grandes, atroces... —No permito nada. TilÃn dio un suspiro y se levantó. Su semblante, desconcertado y contraÃdo, parecÃa el semblante de un reo de muerte momentos antes de subir al patÃbulo. —¡Mal rayo! —exclamó con desesperación—. ¡Que el mundo sea asà y no de otro modo! ¡Que existan estas paredes y estos votos, y estas rejas horribles! Con fiereza revolvió los ojos por la estancia. —Adiós, señora —dijo en tono y con ademanes de loco. Sor Teodora le señaló la puerta. Acercose TilÃn a la monja, retrocedió ella. Acercándose él más y bajando la voz, le dijo: —Antes de llegar los dos al otro mundo, nos veremos. Adiós. Cuando él salió de la celda, sor Teodora dio algunos pasos para observar por dónde iba; pero faltáronle las fuerzas, consumidas en aquel cuarto de hora de angustias infinitas, y sintiéndose acometida de un desmayo, se dejó caer de hinojos, apoyó la frente en la silla, y perdió por un instante el conocimiento y el uso de sus claros sentidos. XVI Poco duró el sÃncope a la ilustre dama, y al reponerse, su primer cuidado fue correr a observar qué camino tomaba el dragón. Pero ni por la puerta de la celda, ni por la reja abierta al sur sobre el emparrado y frente al palomar, divisó forma humana. Teodora, al dar por terminadas inútilmente sus observaciones, supuso que TilÃn habÃa entrado por la sacristÃa. —Ese bribón —pensó— se ha quedado esta tarde dentro de la iglesia, o en algún rincón de la sacristÃa. Al avanzar la noche salió de su agujero, como los ratones que van a hacer sus correrÃas, y ahora se ha metido en él otra vez... Pero yo he de descubrir el escondite y he de armar una ratonera para enseñar a ese desalmado a jugar con el honor de respetables mujeres consagradas a Dios. Como la puerta no tenÃa cerrojo, puso tras ella todos los muebles que pudo cargar; mas ni aun con tal barricada quedó la señora tranquila, y rebeldes sus ojos al sueño, no podÃan apartar de sà la imagen fiera del voluntario realista. Acostose rendida, y no logrando hallar sosiego ni calmar la fiebre que el insomnio le producÃa, levantose y se puso a leer. Pronto advirtió que su atención se distraÃa del piadoso asunto del libro, corriendo hacia otros pensamientos, y atormentándose con un descarriado giro alrededor de las pasiones humanas. Para esto conocÃa sor Teodora un remedio preciosÃsimo que guardaba en la gaveta más alta del armario. Al punto abrió la gaveta para sacar su precioso especÃfico. Era un manojo de cuerdas con nudos. Largo rato duraron los azotes, cuyo término fue cuando la viveza de los dolores anunció a la buena religiosa que un golpe más harÃa traspasar los lÃmites de la penitencia para entrar en los de la barbarie. Sin embargo, como testigos presenciales, podemos asegurar que los instrumentos de mortificación usados por la madre Teodora de Aransis no eran de los más destructores, y que cualquiera podrÃa hacerse santo con ellos sin riesgo de perder la vida temporal. Abandonadas las disciplinas, pensó la dama que, pues las oraciones no tranquilizaban su ánimo, ni tampoco el cruento vapuleo, lo mejor serÃa ponerse al trabajo, y al punto tomó una obra de bordar que empezado habÃa dos semanas antes. Dábale a la aguja arriba y abajo, y cada vez que sentÃa algún ruido exterior o bullicio de las hojas de los árboles, se estremecÃa y sobresaltaba. Asà pasó la noche hasta la hora en que la campana del convento la llamó a maitines. No solÃa madrugar para asistir al coro, contribuyendo con su pereza, fundada casi siempre en dolores de cabeza o en cualquier desazón ilusoria, a la relajación de la disciplina; pero aquel dÃa fue diligente y asistió al coro. En el coro, la madre Monserrat le dijo: —Ya sé que ha estado usted enferma anoche. —Yo..., yo no, señora —repuso con turbación la de Aransis. —Ha estado usted en vela toda la noche —afirmó la vieja moviendo su apergaminada cabeza como un martillo—. Me pareció que vi luz. —Entonces, también usted ha estado en vela —dijo Teodora. —También... Pero yo estuve rezando —replicó con malicia la madre Monserrat. Trazó una grandÃsima cruz desde su frente a su cintura y de hombro a hombro, y volviendo la vista al altar tomó parte en el rezo general. Sor Teodora no tenÃa criada, no ciertamente por alarde de pobreza, sino porque en su sentir, las criadas dentro de los conventos no compensan con sus servicios las molestias que ocasionan, ni los enredos que se traen chismorreando de celda en celda y produciendo enemistades y sinsabores. Ella misma, pues, se hizo su chocolate, y se preparó su comida privada; porque en San Salomó, como en muchos conventos modernos, aunque habÃa refectorio y yantar común, cada celda tenÃa sus festinillos a que asistÃan dos, tres, cuatro monjas, o más generalmente una sola. Sor Teodora disponÃa de una pequeña cocina en la tercera de las piezas que componÃan la Isla, y allÃ, ayudada de una fámula de las que servÃan indistintamente a todas las monjas, se aderezaba alguna vez platos de su gusto. Aquel dÃa, quizás con motivo del largo insomnio, sintió la buena madre inusitado apetito y antojos de comer golosinas. Felizmente no carecÃa de elementos. Además de los riquÃsimos fiambres que se aderezaban en la gran cocina del monasterio, la hermosa dama recibÃa de su familia jamones y carnes mechadas que habrÃan tentado a un cenobita. En la alacena de talla que ocupaba lugar muy principal en su celda, habÃa manjares diversos, que con un poco de lumbre serÃan de exquisito gusto. Bastante tiempo empleó la señora en disponer algunas chucherÃas para su propio regalo; pero cuando llegó la hora de comer apenas probó un poco de cada cosa. Su apetito, que la incitó a trabajar con tanto celo en la cocina, habÃa desaparecido. Guardó todo para dedicarse a su labor de aguja. Mientras trabajaba sintió deseos vivÃsimos de pasearse por la huerta, y bajó; pero el aburrimiento obligola a subir de nuevo, y después de pasearse en su celda discurriendo lo que podrÃa hacer para matar el tiempo, consideró que lo mejor serÃa escribir a su familia. Casualmente no habÃa contestado a la última carta de su hermano. Después de escribir por espacio de un cuarto de hora, tomó de nuevo el trabajo para bordar un ala de mariposa. Dedicose luego a deshacer un ramo de flores naturales que en un búcaro tenÃa y a formarlo de nuevo, operación en que tardó media hora. CorrÃa lentamente la tarde, pesada, calurosa y larga, y sor Teodora pensó que era conveniente para su alma rezar un poco. Bajó al coro, estuvo rezando largo rato, subió después a la cocina, descendió a la huerta cuando ya habÃa aflojado el calor, y se paseó bajo el emparrado mirando alternativamente al suelo y al cielo. Para que el lector comprenda bien a sor Teodora de Aransis, le diremos que aquel desasosiego, aquel constante mudar de ocupación, aquella caprichosa inconstancia en los empleos que habÃa de dar a su fantasÃa y a sus manos, eran fenómenos que se repetÃan invariablemente todos los dÃas desde algún tiempo. No nos es difÃcil inquirir la causa de este desasosiego, ni nos importa nada decirla, porque no es depresiva para la noble señora. Ya hemos dicho a su tiempo que Teodora de Aransis consideró como un pecado digno de los más acerbos castigos poner toda su atención, sus pensamientos y sus afectos todos en las cosas de la guerra y de la intriga apostólica. AsÃ, desde que consideró pecaminoso aquel desvarÃo bélico y polÃtico, la buena madre hubo de intentar arrojarlo de sà y limpiar su espÃritu de tan infame maleza. En efecto: no volvió a informarse de ninguna particularidad relativa a la guerra, ni leyó las cartas de doña Josefina Comerford; y siempre que venÃan a su pensamiento ideas de batallas ganadas o por ganar, de reyes caÃdos, de prÃncipes elevados o de trapisondas por la fe, echaba prontamente sobre ello otras ideas e imaginaciones, como se echa tierra sobre el cadáver recién enterrado en el hoyo. En efecto: de este sistema fue, como es fácil suponer, un estado de atolondramiento y vaguedad constante en el espÃritu de la ilustre religiosa, el cual, al hallarse apartado de su ocupación predilecta, pugnaba por tornar a ella, rechazando todas las distracciones que se le ofrecÃan. En suma, sor Teodora de Aransis se aburrÃa lindamente en San Salomó, aunque ella misma no lo conocÃa y daba otro nombre a aquel su estado de constante zozobra diciendo: «¡Ay, Dios mÃo, qué maniática me he vuelto!». Ya sabemos de ella que su religiosidad no era extraordinaria. La más preciada joya de su corona de monja era su conformidad con aquella vida y con la irremediable reclusión en que estaba sin saber fijamente por qué. Y no es fuera de propósito decir algo acerca de las causas del monjÃo de sor Teodora de Aransis. Sus padres, ricos y nobles, murieron tempranamente, dejándola en la orfandad con otras dos hermanas de menos edad que ella, y un hermano mayor. Por indolencias de su madre, criáronla unos tÃos, que la fiaron a las ursulinas de Lérida para su educación, la cual fue desempeñada tan cumplidamente en el orden religioso, que a los dieciocho años de su edad, Teodora, catequizada por las madres y por un capellán anciano que era un águila para el confesonario, no pensó más que en ser monja. Ninguna persona de su familia trató de contrariar esta vocación juvenil, que por lo precoz debió haber sido sujeta a observación; antes bien, los nobles tÃos de Teodora y su madre, que en Francia residÃa, encendieron más y más en su alma el celo religioso, y avivaron la llama de su devoción, convenciéndola de que era una felicidad para ella abandonar el mundo y sus picardÃas. ¡Y qué bien le alabaron de palabra y por cartas su afición, y qué mal le pintaron las vanidades del mundo y la dificultad de salvarse fuera de los claustros!... La pobre niña, cuya acalorada imaginación necesitaba poco para tomar vuelo, abrazó la vida mÃstica con deleite y entusiasmo, mientras allá en el perverso mundo sus hermanas menores se casaban con sus primos, y su hermano mayor derrochaba la fortuna paterna y metÃa ruido y escandalizaba y se hacÃa jacobino. En los primeros años, ¡Ave MarÃa PurÃsima!, la religiosidad y unción de Teodora fueron el asombro de San Salomó. ParecÃa que eclipsaba con su celo y piedad a las Teresas, Claras, Ritas y Rosas. No habÃa culto que ella no practicase, ni mortificación que no se impusiese, ni sutileza mÃstica que no discurriera para más elevar su alma. El amor divino la puso delicada y enferma. Juntamente con las increÃbles penitencias que se imponÃa en castigo de pecados que nunca cometió, y para aplacar tentaciones que nunca tuvo. Pero asà como se desvanece poco a poco la ilusión de un amor primero, tanto menos sólido cuanto mayor es su aparente vehemencia, asà se fue disipando la seráfica exaltación de Teodora de Aransis, a la manera que van apagándose las memorias y oscureciéndose la imagen del novio ausente. Asà como las evoluciones de la vida fÃsica parece que sustituye un ser con otro al verificarse el paso más importante de la edad, asà el alma de la señorita de Aransis mudó de aficiones y de ideas. Su vocación habÃa sido, dicho sea sin irreverencia, como esos amorÃos juveniles tan parecidos a los fuegos artificiales, que se desvanecen después de haber sonreÃdo y estallado en la oscuridad, y no dejan tras sà más que ceniza, humo, sombras. CreerÃase que sor Teodora habÃa estado hasta poco antes en la edad de los juguetes, y que entraba en la edad de las personas, en aquella edad en que los muñecos son arrinconados y entran a desempeñar su papel los hombres. A la seriedad afectada que tan mal le sentaba, sucedió una seriedad verdadera. Adquirió entonces un desarrollo fÃsico que la hacÃa parecer más linda, y su interesante hermosura mostrose con todo el esplendor de una risueña primavera. En el recinto triste y sombrÃo de San Salomó, aquella belleza de un carácter gracioso, seductor, mundano y ligeramente maligno, parecÃa, según la expresión de mosén Crispà de Tortellá, la imagen del sol de mediodÃa reflejada en el fondo de un pozo. Sor Teodora debió conocer que era hermosa, extraordinariamente hermosa, porque el convento, a pesar de la disciplina y de todas las reglas, estaba lleno de pÃcaros espejos. Ignoramos lo que pensó la ilustre dama acerca de su impremeditado casorio con Jesucristo; pero la idea del honor y del deber estaba muy profundamente arraigada en su alma, y tenÃa por sà tanta fuerza que sustituyó a la vocación. No pudo ser esto sin tormento interior; pues no hay, no puede haber sacrificio placentero, y al considerarse sepultada en vida y al conformarse a ello, Teodora ponÃa sobre sus sienes una corona quizás de más precio que aquella de imaginarias espinas con que soñaba en la época de mÃstico delirio. La devoción externa amenguó tanto en ella, que hubo de causar algo de escándalo. Esto la obligó a hacer esfuerzos para no parecer menos monja que sus compañeras. Pero al mismo tiempo la hermosa dama necesitaba apacentar con algo su espÃritu, y diose a la lectura. Por algún tiempo leyó obras diversas, tanto sagradas como profanas, aunque estas últimas eran autorizadas por la Iglesia. Más tarde se dedicó a criar pájaros. Después abandonó los pájaros, regalándolos, juntamente con los libros, al padre capellán, y su alto espÃritu y esclarecida inteligencia se apacentaron, se cebaron, mejor dicho, en aquel negocio delirante de las guerras. Nada más hay que decir sino que al desechar de sà toda aquella maleza pecaminosa, se quedó tal cual tuvimos el honor de pintarla al comienzo de este capÃtulo, inquieta, desasosegada, caprichosa. Era una niña de treinta y dos años que no podÃa estarse quieta. Y como en un convento, por más que se discurra, no se pueden inventar ocupaciones variadas y que interesen profundamente; como el continuo rezar no podÃa satisfacer aquellas constantes ansias de actividad, sor Teodora habÃa caÃdo en el más grande tedio. Nada de lo que hacÃa era en ella más que una fórmula. Rezaba por fórmula, y se azotaba por hacer algo. Cocinaba por capricho, y trabajaba por mecanismo. El trabajo material no podÃa satisfacer sino parcialmente a su entendimiento superior. ¡Oh! Si no hubiera tenido el contrapeso de un gran sentimiento del deber, aquel espÃritu preclaro, de cuya exaltación fanática hemos visto alguna muestra en las expresiones y discursos de marras, habrÃa hecho perder a Nuestro Señor una de sus esposas más guapas, aunque no es la hermosura la cualidad que más estima Él. Aquel dÃa (y entiéndase que después de esta explicación retrospectiva volvemos a tal dÃa, es decir, al que siguió a la nocturna diabólica aparición de TilÃn) sor Teodora tenÃa en qué pensar. Su terror era tan fuerte y de tal modo le repugnaban la pasión, y más que la pasión la persona del desgraciado Armengol, que no cesaba de discurrir medios para impedir que volviese a poner los pies en el convento. Pensó referir todo a la madre abadesa; pero luego desistió de este pensamiento por no dar motivo de escándalo en la comunidad y de grandÃsimo regocijo a la madre Monserrat, su terrible alguacil y enemiga. ¡Ah, infame vieja! Ella fue la que por primera vez dijo que sor Teodora de Aransis, ¡horrible calumnia!, se acicalaba a escondidas en su celda, adobándose el rostro, perfumándose el cabello, y refinando su hermosura con afeites y profanidades del mundo. Ella la que constantemente le clavaba las aceradas uñas de su aleve ironÃa; ella la que desde su celda, situada en el extremo del ala oriental del convento, atisbaba noche y dÃa la de sor Teodora, situada en la _Isla_, observando con vigilante saña a qué horas de la noche apagaba la luz, a qué horas del dÃa bajaba a la huerta. No, no; lo mejor era callar aquel horrible secreto, tomando precauciones para que no se repitiera el suceso en las noches siguientes. En caso de reincidencia, revelarÃa todo, aunque el convento se hundiese, y con él la reputación intachable de casa tan noble, tan santa y venerable. Firme en su idea de que TilÃn se habÃa ocultado en la sacristÃa, examinó aquella tarde la puerta de esta y viola clavada, como estaba desde que el voluntario realista saliera para Manresa. Grande fue entonces la confusión de la dama, y sin dar cuenta a nadie de su sobresalto, observó la reja del locutorio y la puerta interior de este; mas nada pudo hallar que indicase fractura reciente. Al anochecer retirose a su celda, muy descontenta de sus observaciones, y estuvo más de una hora pasando mental revista a todos los escondrijos y agujeros de San Salomó, representándose en su imaginación la informe y heterogénea masa del edificio con sus muros hendidos, sus techos abollados, sus altas tapias, absolutamente inaccesibles desde fuera. No tenÃa sueño ni esperaba tenerlo en toda la noche. La temperatura era buena, aunque ya avanzaba octubre. Sor Teodora salió a la galerÃa, y apoyando sus brazos en el barandal, estuvo largo rato aspirando la frescura de la huerta y recreándose con un ligero vientecillo que a ratos venÃa del norte y que le besaba el rostro. La noche era oscurÃsima, y en el cielo brillaban algunas estrellas con tan vivo fulgor, que parecÃan haber descendido, según la observación de sor Teodora, a contemplar desde cerca la tierra. Cansada de fresco y de astronomÃa, entró en su celda y entornó las maderas de la ventana enrejada. Después encendió luz. El reloj de la catedral dio las diez. La idea del desamparo en que estaba y de la escasa seguridad de su celda volvió a mortificarla. Una barricada de muebles podÃa no ser obstáculo bastante para el monstruo. ¡Oh, cuánto sintió en aquella hora no haber referido el inaudito caso a la madre abadesa!... ¿Qué debÃa hacer? Lo mejor era quedarse en vela toda la noche, sin perjuicio de arrastrar los muebles hacinándolos junto a la puerta. Sobrecogida y espantada miró a la puerta, creyendo sentir ruido. Sor Teodora dio algunos pasos para reforzar el picaporte con algún objeto que le sujetara, y antes de llegar quedose yerta y muda de terror. Su corazón dio un vuelco terrible cual si se rompiera en pedazos. Helose su sangre. En la puerta, que ligeramente se abrÃa, apareció un bulto, un hombre..., ¡el dragón! XVII Conviene apartar los ojos por ahora de los sustos y congojas de aquella noble mujer, sometida por el pÃcaro Enemigo Malo a duras pruebas, para fijarlos en los pasos, cada vez más torpes, del infelicÃsimo voluntario realista, el cual parecÃa, no ya sometido a pruebas o escrúpulos, sino arrastrado al mismo infierno por Satanás, atizador infame de las humanas pasiones, perturbador de aquellas almas que encuentra organizadas con alientos grandes, mas sin el sostén de un sentido moral muy puro. Por noticias de fiel origen sabemos que TilÃn, luego que salió de la celda de sor Teodora de Aransis, dejando a esta sin habla ni sentido, montó a horcajadas sobre el barandal de madera, y sin esfuerzo alguno, inclinándose de un lado, puso el pie en los palos horizontales del emparrado. No era preciso ser gran equilibrista para andar por allÃ, a causa de la robustez de los maderos. Andando a gatas y cuidando de evitar los barros ocultos por el follaje, se podÃa recorrer aquel camino aéreo, especie de puente echado desde la galerÃa hasta el palomar, que estaba en el mismo borde de la tapia, punto donde acababa el convento y empezaba el mundo. El palomar tenÃa un reborde por el cual se podÃa andar fácilmente agarrándose a los ladrillos de las paredes que lo formaban; pero al llegar a la tapia, que en aquel sitio formaba un ángulo entrante casi recto, cesaba todo camino y era preciso volar para salir del convento. La pared era en lo exterior lisa, perfectamente vertical, y su altura de doce varas hacÃa ilusoria toda tentativa de escalamiento para entrar o de salto para salir. TilÃn miró hacia abajo y vio que todo era tinieblas en el callejón oscuro formado por las tapias de San Salomó y las murallas de la ciudad. ParecÃa aquello un abismo sin fondo, propio para que un desesperado arrojase en él la enojosÃsima carga de la vida. Pero no era esta la intención del joven realista. Ya sabÃa él por dónde andaba. En lo alto de la tapia, y asegurado entre los ladrillos del ángulo que esta formaba con la pared del palomar, habÃa un fortÃsimo clavo, del cual pendÃa hacia fuera una soga. La hábil colocación de esta y la firmeza del hierro que la sostenÃa, indicaban no ser aquel un trabajo del momento, improvisado por la pasión o el capricho, sino más bien obra de premeditación hecha con estudio y en sazón oportuna. El lector, si tiene memoria, comprenderá cuándo fue hecha esta obra. TilÃn confió su cuerpo a la cuerda y echose fuera, descendiendo lentamente con los puños, y al llegar a distancia como de tres varas del suelo, buscó con el pie un objeto en la superficie de la pared. Hallado al fin aquel objeto, que era un segundo clavo tan sólido como el de arriba, y apoyando en él su pie, dejó la cuerda, agarrose con los acerados dedos a los huequecitos de los ladrillos, y desde allà se arrojó al suelo. En el momento de caer, una voz sonó a su lado, y manos nada blancas le tocaron los hombros. La voz dijo riendo: —Date preso, seductor de monjas. —¡Quién va! —gritó TilÃn desasiéndose de aquellas manos y arremetiendo a su descubridor con amenazadores puños. —Alto, alto, señor TilÃn —dijo este agarrotando las muñecas del sacristán con mano vigorosa—. Soy amigo. No tema usted nada de un pobre prisionero. Jamás he sido protector de monjas, y si lo fuera, callarÃa este caso, porque tampoco soy delator... —¿Quién es usted? —¿Tan desfigurado estoy que no me conoce? —dijo acercando su rostro al de Pepet. —¡Ah! es el señor Servet, si no me engaño. —El mismo; y si por carácter no fuera discreto, serÃalo ahora por tratarse de un hombre a quien eternamente debo gratitud por la libertad que me ha dado. —El demonio cargue con usted y con su gratitud —replicó TilÃn, cuyo enojo no podÃa aplacarse con las corteses manifestaciones del que en tan mala ocasión le habÃa sorprendido. —Y con el mal humor de usted —añadió el llamado Servet—. En ninguna parte está mejor un secreto que en el pecho de un hombre agradecido. Si en vez de ser yo quien pasaba por aquà hubiera sido otro, el señor TilÃn habrÃa tenido un disgusto. Mañana sabrÃa toda la ciudad que las monjas de San Salomó... —¡Por las patas y el rabo de Satanás! —gritó TilÃn con ira—, que si usted habla mal de las señoras o las ultraja, aquà mismo le arranco el corazón. Tengo ganas de matar a alguien. —Hombre, ¡qué capricho!... Pues a mà me pasa lo mismo —dijo Servet flemáticamente—. Aquà tengo dos pistolas y un cuchillo de monte que me ha dado el señor de Guimaraens. —Pues vamos —gritó TilÃn como un insensato, dando algunos pasos hacia la puerta del Travesat. —¿A dónde? —A matarnos. Si la noche hubiera estado clara, se habrÃa visto en los ojos de Pepet Armengol el brillo siniestro de la locura. —Eso debe meditarse antes —dijo el caballero don Jaime con gravedad no exenta de burla—. Mi vida actual no es precisamente de las que merecen el nombre de deliciosas; pero ¡qué demonio!, es preciso llevarla a cuestas, y la llevaremos; no faltará un cabecilla que nos alivie de ese peso. —¡Déjeme usted... déjeme usted solo! —exclamó TilÃn apoyando su cuerpo en la muralla de la ciudad y hundiendo la barba en el pecho. —Pues adiós, adiós. Nunca me ha gustado ser importuno. El caballero dio algunos pasos para alejarse. Con violento ademán se abalanzó TilÃn hacia él, y deteniéndole por un brazo acercó el martilludo puño a su rostro y le dijo: —Si usted deja escapar una palabra, una palabra sola que ofenda la honra, la fama y la santidad de las señoras de San Salomó, encomiéndese usted a Dios. ¿Está entendido? —Entendido. Yo no he visto nada. Puede volver a subir si gusta. —No subiré más, no. No subiré más —bramó el voluntario moviendo la cabeza con desesperación—. Y si subo o no subo, a usted poco le importa. Las madres de San Salomó son honradas. No hay ninguna que no lo sea. Yo soy el criminal, ellas no. Servet encogió los hombros y volvió a retirarse. —No, no se vaya usted —dijo TilÃn deteniéndole primero y siguiéndole después. —Pronto cambiamos de parecer, amigo. —Yo no tengo amigos. ¡Ay!, si tuviera alguno le pedirÃa un consejo. —Pues cuente usted que yo soy ese amigo y ábrame su corazón. —No, no, no. Mi corazón no se abre, no puede abrirse; está ya soldado con plomo derretido. —¡Qué exaltación, señor TilÃn! Vámonos de aquÃ. Entraremos en la taberna de Mogarull o de Guasp, y beberemos un poco para que al buen guerrillero se le despeje la cabeza. TilÃn se dejó llevar como un idiota. —Yo siento haber sorprendido un secreto tan delicado como el que acaba de descubrirme la casualidad —añadió el caballero mientras se internaban en la ciudad—. Pero no es culpa mÃa, sino de la Providencia. Yo entré por la puerta del Travesat. VenÃa de casa del señor de Guimaraens, que, entre paréntesis, si debe a usted la libertad, no puede olvidar que le debe también la prisión, y aguarda una coyuntura para desollarle vivo. Mi señor don Pedro, luego que salimos de la cárcel, me llevó a su casa, diome de comer y de vestir, obsequiándome con tanta finura que no sé cómo pagarle. Todo cuanto he necesitado lo ha puesto a mi disposición menos una cosa que me hace suma falta: un caballo, un caballo, señor TilÃn, que me lleve a la frontera antes que estos benditos apostólicos vuelvan a prenderme. —¡Un caballo! —repitió TilÃn sin atender a la narración de Servet. —El señor de Guimaraens, que salió anteayer para Cervera a ponerse a las órdenes del conde de España..., ¿no sabe usted que tenemos encima las tropas reales?..., se despidió de mà con grandÃsima pena y me dijo: «Querido Servet, siento no poder darte un caballo; pero te ofrezco mi tartana, que es la mejor pieza que rueda en Cataluña». ¡Donoso regalo! Heme aquÃ, TilÃn amigo, dueño de un coche que de nada me sirve y que darÃa por la pezuña de un caballo. —¿Un coche? —dijo TilÃn vivamente, con muestras de gran interés. —SÃ, esa preciosa alhaja la tengo en una cabaña que está a cien varas de la puerta del Travesat. Esta tarde he traÃdo mi vehÃculo gallardamente tirado por un asno, sobre cuyos lomos he roto medio fresno sin conseguir hacerle salir de un pasillo morigerado y tÃmido que me quemaba la sangre. Mi ánimo es buscar un caballo en Solsona, empresa difÃcil, porque carezco de amistades en esta generosa ciudad de mis entrañas. Pero confÃo en Dios, que ya me ha dado pruebas de su protección deparándome un amigo al dar mi primer paso dentro de estos benditos muros... ¿Benditos dije?... ¡Si yo os viera hechos polvo juntamente con toda la caterva apostólica!... En suma, señor TilÃn amigo, yo considero harto feliz nuestro encuentro, acaecido del modo más extraño. Entraba yo por la calle de los Codos, pensando en el coche que tengo y en el caballo que no tengo, cuando pareciome sentir ruido en lo alto de la tapia de San Salomó. Miré y no vi nada. Detúveme... —No quiero que nombre usted a San Salomó. —Detúveme, y al fin vi un bulto que descendÃa por una cuerda. —Basta. —Era un hábil trabajo de volatinero que merecÃa verse, mayormente cuando se veÃa gratis. El bulto se desprendió arrojándose al suelo. Hay un clavo a la altura de la mano, señor TilÃn. La idea es ingeniosa. —Digo que basta. —No se hable más del asunto. Lo principal es que realmente yo soy aquà el que cuelga, el que pende, no digo de una soga, sino de un cabello, y bajo mis pies miro, no la deleitosa calle de los Codos, sino el insondable abismo de mi perdición. —¿Necesita usted un caballo? —SÃ, un caballo a quien confiar mi pobre persona para que la ponga en la frontera sana y salva. Si estoy aquà un dÃa más, señor guerrillero, me expongo a perder otra vez mi libertad. En el caso de que los señores apostólicos que hay en la ciudad y los que pronto vendrán fueran misericordiosos conmigo, ¿cuál serÃa mi suerte el dÃa en que entrase en Solsona el conde de España, vencedor y vengativo? Y ese dÃa no está lejos, amigo TilÃn; ya se han visto tropas del rey a dos leguas de aquÃ. Guimaraens recibió anteayer órdenes fechadas en Cervera. —¿Y teme usted al conde de España? ¿Pues no es usted espÃa de Calomarde? —¡EspÃa yo! —Entonces no hay duda de que es usted sectario y jacobino. TenÃa razón Pixola. —Tampoco soy jacobino. —A mà no me importa que sea usted el mismo Lucifer, capitán del infierno —dijo TilÃn—. Nada me asusta. No tengo ya afición a ninguna causa polÃtica; todas me son indiferentes, mejor dicho, todas me interesan con tal que destruyan. —¡Destruir! —SÃ, destruir. DÃgame usted, ¿no está la corte minada por los masones? ¿Es cierto, como aquà nos han dicho, que si los masones triunfan, destruirán todo, y no dejarán en pie nada de lo que hoy existe? —Los masones no triunfarán. —¿Qué bando hará tabla rasa de todo? —El de ustedes si triunfara; pero tampoco triunfará. —¿Y Calomarde pegará fuego a toda Cataluña? —No lo creo; pero fusilará todos los cabecillas que coja. —Pregunto si pegará fuego a toda Cataluña. —No lo sé. —¿Y no demolerá las ciudades? —Mucho es eso. —Entonces ¿quién volverá el mundo del revés? —Tampoco lo sé; pero de seguro habrá alguien que lo haga. —¿Y quién lo hará? —Uno que puede mucho. —¿Es fuerte? —Más fuerte que todos los tronos, que todos los partidos, que todos los hombres. —¿Quién es? —El tiempo. —¡El tiempo! ¿Dónde está ese tiempo que no viene? —Ya vendrá. —¡Oh!, tarda. —Es propio del tiempo tardar. TilÃn calló después profundamente. SeguÃan andando; de pronto detúvose el guerrillero, y mirando al cielo con espantados ojos y haciendo un gesto convulsivo como si al mismo cielo amenazara, exclamó: —¡Me aborrece! —¿Quién? —¡Necia pregunta! —dijo TilÃn apretando fuertemente el brazo del caballero—. No tengo amigos: yo no confiaré a nadie lo que me pasa... Señor Servet... —¿Qué? —MÃreme usted. —Ya miro. Los dos hombres se contemplaron lúgubremente en la oscuridad de la noche. —Señor Servet —prosiguió TilÃn, acercando más su rostro al de su improvisado amigo—. ¿Es cierto que yo soy horrible? —No, ciertamente. Un corazón generoso, una figura tosca, aunque enérgica y simpática, no pueden ser horribles. —¿Entonces, no es cierto que yo sea un monstruo? —¿Un monstruo? —Sà lo seré; pero de maldad, de... no sé de qué. Después meditó largo rato, apoyado en un poste de las arquerÃas de la plaza de San Juan. Delante de él, Servet contemplaba su faz sombrÃa, alumbrada a ratos por la mirada, y su fuerte y áspera cabellera, que parecÃa tormentosa nube pesando sobre un horizonte inflamado en ciertos momentos por la sulfúrea luz del relámpago. El caballero cortó el silencio diciendo: —Usted se ha malquistado con sus jefes. Es indudable que si le cogen los cabecillas apostólicos le fusilarán, y si cae en las manos del conde de España, le fusilará también. La común desgracia nos hará amigos y compañeros. Ayudémonos mutuamente, y huyamos juntos. —¡Huir! —murmuró TilÃn con sordo gemido—. Yo también huiré. —Iremos juntos. —No, yo tengo que hacer algo en Solsona. Miró al cielo hacia la parte donde estaba San Salomó. —Lo que más importa es no perder tiempo, porque mañana, quizás dentro de algunas horas, no habrá remedio para nosotros. Ya sabe usted que las facciones da Aragón y Navarra, en la imposibilidad de hacer cosas de provecho en aquellas provincias, vienen a reforzar las de Cataluña. —Yo no sé nada. —Se dice que pronto llegarán a Solsona. Yo temo volver a visitar los aposentos subterráneos del Ayuntamiento, y usted no debe vivir muy tranquilo puesto que ya está declarado rebelde, y no tardarán en declararle vendido a Calomarde. Sé lo que son revoluciones, y sé cómo se trata en ellas a los que después de haberlas servido las abandonan. TilÃn no atendÃa a las razones harto discretas del forastero. AbstraÃdo en otros pensamientos, dijo de súbito: —Yo tengo una casa en CadÃ... allá en los bosques de la Cerdaña, donde apenas hay raza humana... ¡Qué soledad, qué soledad tan grande! —¡Ah! —dijo Servet—. ¡Un buen guerrillero, cansado del mundo y herido en el corazón por los desengaños, se retira a hacer vida de anacoreta en su casa solar! Muy bien. Me gusta esa idea, que responde a dos necesidades urgentes: la de descansar de las fatigas de la guerra, o de los sobresaltos amorosos, y la de ponerse a veinte leguas del conde de España, cuya compañÃa debe evitar quien estime en algo la vida. Y el conde de España está en Cataluña..., lo que equivale a decir que nuestras cabezas y las cabezas de todos los guerrilleros apostólicos están sobre el tajo. En mal hora vendrán esos valientes navarros y aragoneses, como no vengan, según se ha dicho, a someterse. —El locutorio —dijo Pepet de súbito— está al lado del camarÃn, donde guardábamos el altar viejo y las piezas del monumento. Pasmado se quedó el forastero al oÃr razones tan incoherentes y que tan mal respondÃan al asunto de que se trataba. Continuó hablando de la necesidad de huir, de la absoluta perdición de la causa apostólica; y cuando pidió a Pepet su parecer sobre tan importante opinión, respondiole el irritado voluntario: —De aquà a mi casa de la Cerdaña... cuatro jornadas y cuatro descansos: uno en Regina CÅ“li, otro en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat. Oyendo razones tan desconcertadas, Servet pensó que aquel hombre habÃa perdido el juicio. —¿Cree usted —dijo TilÃn echándose las manos a la espalda y dando algunos pasos en contrario sentido—, cree usted, señor Servet, que el viento sur me será favorable? —Si piensa usted ir en buque... —No es eso: digo que será favorable... ¡Oh! No, mejor será el viento nordeste. Y miró al cielo para ver la dirección que llevaban las nubes. —Norte fijo —afirmó Servet mirando también y riendo de los despropósitos de su nuevo amigo—. Cataluña necesita un poco de fresco para limpiar su atmósfera de lo que viene del sur. También tenemos al rey don Fernando en camino de esta tierra, y según todas las noticias, ya debe de estar cerca de Tarragona. Ese solÃcito y paternal monarca ha querido venir por sà mismo a aplacar la insurrección... ¿Sabe usted, señor TilÃn, que más me huele a cáñamo que a pólvora? El voluntario no contestó sino después de pasado un rato. —Todo podrá quedar hecho en una hora —dijo mirando con extravÃo a don Jaime—, y se hará, se hará. Al decir esto, oyose lejano y ronco el ruido de los tambores de guerra, y algunos hombres pasaron presurosos por la plaza, disputando. Reuniose bastante gente, y entre el rumor de las hablillas oyose: —Las facciones de Aragón... ahà están. —Ahà tenemos ya a la canalla que faltaba —dijo Servet—. Ya vengan a pelear, ya vengan a someterse, conviene evitar su compañÃa. Buenas noches, señor TilÃn. El voluntario le estrechó la mano, diciéndole: —Tendrá usted el caballo que desea; pero es preciso que me dé su coche. —Con la mejor voluntad del mundo —replicó el otro lleno de gozo—. Es un mueble que no me parece mÃo sino por lo que me estorba. —Pues yo lo necesito: es para mà de grandÃsima utilidad. —Como el caballo para mÃ. Bendito sea el momento en que entrando por la calle de los Codos, vi descolgarse de la tapia... —Basta. Usted no ha visto nada. —Es verdad, amigo y protector mÃo: nada he visto. Estipularon en seguida de un modo formal y definitivo el cambio que habÃan indicado. Servet darÃa su tartana a TilÃn a trueque de un caballo. Mas como el guerrillero no tenÃa por el momento más que el suyo, o sea el de Jep dels Estanys, hizo solemne promesa de buscar el que Servet necesitaba y de ponerlo a su disposición en todo el dÃa siguiente. No pudo fijar TilÃn punto determinado para verse ambos amigos en el curso de las veinticuatro horas siguientes, «porque —decÃa— mis quehaceres serán muchos mañana, y no se me podrá ver por ninguna parte». Al fin quedó concertado que Servet entregarÃa al dÃa siguiente su coche y fuera al caer de la tarde a la posada de José Guasp, donde hallarÃa a un amigo de TilÃn y con este el deseado caballo. Dándose afectuosos apretones de manos, despidiéronse cuando ya entraban en la plaza los grupos de guerrilleros aragoneses y navarros que acababan de llegar. —¿Podremos hacer el viaje juntos? —dijo Servet al voluntario. —De ningún modo —repuso este—. ¿Sale usted mañana? —Contando con el caballo, mañana. TilÃn clavó sus ojos en el cielo. Ceñudo y fosco, parecÃa leer en la tierra misteriosos anuncios del destino. —Entonces... Y dijo una frase que uno y otro, ¡ay!, habrÃan de recordar más tarde. Aquella frase era: —Quizás nos encontremos en el camino. XVIII El caballero don Jaime Servet (de quien hemos de ocuparnos ahora con algún detenimiento) se retiró al campo y a la casa de Guimaraens, donde estuvo solo todo el siguiente dÃa. Impaciente y sin sosiego, esperaba la tarde para ir a la ciudad y tomar el caballo prometido: asÃ, cuando comenzó a oscurecer quiso despedirse de la señora Badoreta, que por orden de su amo le habÃa prestado ropa y algunos dineros para el viaje; pero la señora Badoreta no estaba en la casa, y el caballero tuvo que marcharse sin despedirse de ella, y lo que es más sensible, sin comer. Partió hacia la ciudad. En la cabaña situada fuera de la puerta de Travesat halló a Pepet, que puntual habÃa ido a tomar posesión de la tartana. Estaba el guerrillero en compañÃa de seis hombres cuyo aspecto pareció a Servet harto sospechoso, y aun el mismo TilÃn figurósele más sombrÃo, más ceñudo, más hipocondrÃaco que de costumbre. Pocas palabras cambiaron. TilÃn anunció a su amigo que el caballo le esperaba en la posada de Guasp. —¿No entra usted en Solsona? —le dijo Servet. —No, está atestada de navarros y aragoneses. Me repugna esa gente. Despidiose de su amigo, y como el dÃa anterior, le dijo: —Quizás nos encontremos en el camino. Servet entró en la ciudad. VestÃa un traje ambiguo que de la cintura abajo era de caballero, y de medio cuerpo arriba de payés, terminando el atavÃo con la barretina. Su chaquetón pardo con vueltas encarnadas dejaba ver el pecho, donde se cruzaban los curvos mangos de dos pistolas, cuyos cañones desaparecÃan entre la seda de una faja morada. El pantalón de pana oscura era ajustado y desaparecÃa en la rodilla, bajo el borde de cuero de sus botas negras con espuelas de plata. A pesar de la suavidad de la estación, no habÃa olvidado la manta necesaria en las altitudes de los puertos del Pirineo. Sin detenerse más que en comprar avÃos para cargar sus armas, encaminose a la posada de Guasp, punto de mucha concurrencia, por ser la parada de todos los carros y caballerÃas; y, además, por el despacho de vino y comidas, reunÃa en la oscura y fétida sala baja a todos los holgazanes de Solsona y sus cercanÃas. Aquella noche el figón rebosaba de gente, y por su enorme puerta chata y gibosa salÃa un bullicio ronco y un vaho inmundo, semejantes a las blasfemias y al vinoso hálito que salen de la boca del borracho. El humo de los cigarros envolvÃa el enjambre de bebedores en una nube que hacÃa palidecer las luces. ComponÃase tan noble concurrencia de guerrilleros navarros y aragoneses, y estaban discutiendo si seguirÃan hacia Manresa o se volverÃan a su paÃs, pues ya la guerra se tenÃa por abortada. Cuando don Jaime entró, oyó que decÃan: «Nos han engañado... Nos han tendido un lazo. Esto es una farsa... Volvámonos a nuestra tierra». Algunos hablaban la jerga indefinible en la cual los éuskaros hallan gran belleza eufónica, y que la tendrá realmente cuando sea bello el ruido de una sierra. Servet buscó al posadero, a quien conocÃa desde antes de su prisión, y hallado aquel insigne hombre, cuya semejanza con un tonel sostenido en dos patas de oso era perfecta, le preguntó por el caballo que habÃa dejado TilÃn. El posadero le contestó que el caballo estaba en la cuadra. Grande era la prisa de Servet, pero su hambre era mayor, y anhelando acallar tan fiero enemigo, pidió un poco de carne asada y vino. Procuraba buscar los sitios más oscuros y huir de los grupos más bullangueros; pero en todas partes habÃa gente. DirigÃase a un rincón, que era sin duda el más ahumado, el más tenebroso y el más fétido del local, cuando viose frente a frente de un hombre alto y proceroso que clavó en él asombrado sus ojos. Para ver a tal hombre, es preciso que el lector se imagine antes una zalea bermeja cuyos abundantes vellones apenas dejan ver unos pómulos rojos, dos ojos azules y una nariz mediana. La zalea era la barba, lo demás la cara del individuo, que apenas tenÃa frente, y esta desaparecÃa bajo el borde redondo de una gorra blanca. Servet le miró también y se estremeció de terror; mas disimulándolo, siguió adelante. Oyó que el coloso barbado decÃa a otro de poca talla, regordete y moreno: —OricaÃn, mira esa cara. Y señaló al forastero que querÃa confundirse entre la multitud. El pequeño dijo al grande: —Zugarramundi, ¿estás seguro de que es él?[2] [2] Pueden verse estos personajes en _La segunda casaca_. Servet salió al patio, que era grande y tenÃa en uno de sus costados un gran tinglado a cuyo amparo pensaban gravemente caballos y mulas. Púsose a examinar los animales buscando el suyo, y afectando no ocuparse de los que le seguÃan; pero estaba muy intranquilo, y en vez de caballos y mulas veÃa los inmensos peligros que tan a deshora le habÃan salido al encuentro. De pronto oyó tras de sà la voz del gigante barbudo que gritaba: —Carlos, Carlos, baja. Y después la voz de otro que dijo: —Señor coronel Navarro, baje usted. Ya no quedó al forastero duda alguna respecto al grandÃsimo aprieto en que se verÃa; pero como era hombre de mucho temple, pensó que la precipitación y azoramiento podÃan perderle. Afortunadamente pasó el mesonero con una cesta de paja, y Servet, formando un plan al instante con la rápida inspiración que infunde el peligro, le dijo: —Señor Guasp, me siento indispuesto y quiero pasar aquà la noche. Deme usted un cuarto. —¡Un cuarto! —gruñó jovialmente el tonel con forma y alma humana—. ¿Y de dónde voy yo a sacar un cuarto? Como no quiera usted uno de los cuatro mÃos. —¿No hay ninguno? ¿Ni siquiera aquel donde dormÃan los volatineros hace dos meses? —¡Ah!... Aquel, sÃ... Libre está, y si usted lo quiere, saque la llave de mi bolsillo. No puedo valerme de las manos. —Gracias... Aquà está la llave —dijo Servet, retirando su mano de los bolsillos del señor Guasp. —¿Sabe usted cuál es el cuarto? —Ya, ya sé —dijo el caballero dirigiéndose sin precipitación al otro extremo del patio, donde habÃa una puerta que más bien de pocilga que de habitación para hombres parecÃa. Mientras abrÃa la puerta, observó a los que le observaban. Eran el individuo de las espesas barbas, su compañero y un tercer personaje con uniforme militar. No distinguió Servet su cara; pero la reconocÃa en la oscuridad de la noche y la reconociera en medio de las tinieblas absolutas. El caballero entró en su vivienda y cerró por dentro. —Ahora —pensó—, que venga a buscarme. Y se ocupó en cargar sus pistolas. Hecho esto, aplicó el oÃdo a la puerta. —Ya viene —dijo—, y por el ruido que hace parece que trae un regimiento para cazarme... Bien, señor Garrote: tu cobardÃa no se ha de desmentir en ningún caso. Traes cien perros contra un solo hombre. ¡Oh! Maldita sea cien veces mi suerte —exclamó hiriendo furiosamente el suelo con su pie—. Me cazará como a un gazapo. Llevó su mano a la frente y se dio un golpe con ella, como para que del choque brotase una idea. La idea brotó. —No, no; no seré tan necio que les aguarde aquÃ. ¿De qué me valdrÃa una defensa desesperada? ¡Ah!, malvado asesino, no sospechaba que fueras jefe de estos bandidos de Aragón y Navarra. Debà creerlo asÃ, porque allà donde hay bandoleros has de estar tú para mandarlos. Volvió a escuchar. Bulliciosa gente se acercaba por la parte exterior. —¡Ah! ¡Cobarde sayón! —murmuró Servet corriendo a la ventana y abriéndola—. Por esta vez se te escapa la pieza... ¡Maldito seas de Dios! Mientras sonaban golpes en la puerta, él midió la altura de la ventana sobre el suelo. No era mucha, y aunque lo fuera, no vacilara en arrojarse. Saltó y hallose en un corral. Felizmente habÃa un gran portalón a poca distancia, y entrose por él sin saber a dónde iba. No habÃa dado diez pasos por aquel recinto acotado, cuando se vio acometido por dos enormes perros, de los cuales, a pesar de su brÃo, no pudo defenderse. Le magullaron atrozmente un brazo y una mano. Un mozo apareció armado de garrote; mas sin darle tiempo a que le acometiera, fue derecho a él Servet, y apuntándole con una pistola, le dijo: —Si al instante no me abres camino para salir a la calle, te mato. Sujeta esos perros, o si no te mato también. Sin duda el joven (pues era un joven hortelano de pocos alientos) creyó que se las habÃa con algún personaje de campanillas y no con ladrón o ratero de gallinas, como al principio pensara, porque temblando de miedo le dijo: —No me mate usted, señor, y le enseñaré por dónde se va a la calle. Los perros, contenidos por el muchacho, dejaron de acometer al fugitivo. —¿Es usted...? —balbució el joven. —Déjate de preguntas... guÃa pronto y sácame de aquÃ, porque te mato. —Venga usted, señor, y guarde esa pistola, por amor de Dios. Y le condujo a una puerta, que abrió. Al verse en un pasadizo oscuro y estrecho, el caballero dijo: —¿Qué calle es esta? —El callejón del Cristo. —¿A dónde va? —Por la izquierda, a la plazuela de las Tablas; por la derecha, a la calle de los Codos. —¿Y a dónde sale la plazuela de las Tablas? —A la muralla y a la cuesta de Peramola, donde están las veinte casas arruinadas. Servet miró a un lado y otro como el hombre que viendo dos muertes iguales a derecha e izquierda, no sabe cuál preferir. Mas era preciso decidir, y se decidió. Sin decir adiós al muchacho, tomó hacia la izquierda. Iba despacio, pegado a las casas para ocultarse más en la sombra. Antes de llegar a la plazuela de las Tablas, sintió pisadas de hombres que parecÃan brutos y una voz que claramente lanzó al negro espacio estas palabras: —Por aquà ha de salir, por aquÃ... No puede escaparse. Volviendo atrás, corrió a escape en la dirección contraria. Era aquel, más que callejón, un tubo, sin salida lateral alguna. No vio puerta abierta, ni ángulo, ni resquicio. Andaba por allà como la bala por el ánima del cañón. Su fuga era semejante a la que emprendemos en sueños, cuando nos vemos perseguidos por horrible monstruo y no tenemos más escape que correr por larguÃsima galerÃa que no se acaba nunca, nunca. El monstruo nos sigue, nos alcanza, y la galerÃa, ¡oh angustia de las angustias!, no tiene fin. Salió por fin a una calle: era la de los Codos. Siguiola en dirección a la puerta del Travesat, porque hubiera sido temerario dirigirse hacia el corazón de la ciudad. Sus perseguidores le seguÃan; eran muchos: veinte o treinta lo menos, a juzgar por las patadas y los gritos. DecÃan: «Ahà va, ahà va». La calle de los Codos era como una zanja formada por la muralla de la ciudad y la tapia de San Salomó. Tres ángulos agudos y contrarios, determinados por los baluartes, hacÃan de esta zanja un zigzag. Servet apretó el paso. Llegó a un punto en que sus perseguidores no podÃan verle, porque la noche era oscura y además le protegÃa la pared saliente de San Salomó. AllÃ, detrás de aquel gran pliegue del muro, se detuvo para respirar. Pero no habÃa tiempo de tomar aliento, porque los sabuesos venÃan y sus infames ladridos sonaban cerca. Con rapidez inapreciable Servet pensó que su única salida era la puerta del Travesat; pero en la puerta habÃa guardia y era más fácil cogerle. ¿Se arrojarÃa por la muralla? No, porque serÃa milagro que no se estrellase. —¡Ah! —exclamó con súbito gozo—. Dios es conmigo. Alzando su mano la extendió por la pared de San Salomó hasta tropezar con un grueso y fuerte clavo. Se agarró a él, y su cuerpo trepó... Al punto buscaron sus manos una soga; halláronla, y haciendo un esfuerzo desesperado, subió como un marinero. ¡Arriba! SubÃa con el corazón, con el impulso de su sangre hirviente, con el empuje elástico de sus músculos de acero, con su pensamiento atrevido, con su alma toda. Una vez arriba prestó atención. La jaurÃa pasaba. Oyó después disputar en la puerta del Travesat. La guardia sostenÃa que por allà no habÃa salido nadie. Los infames cazadores retrocedÃan para reconocer la muralla, donde habÃa lienzos destruidos por donde un hombre podÃa escabullirse y bajar aunque difÃcilmente al campo. No parecÃan sospechar de San Salomó, y recorrieron la calle de los Codos, y después salieron al campo, y volvieron a entrar, y tornaron a salir metiendo tanta bulla que no parecÃa sino que en Solsona andaba suelto el diablo. XIX La idea de su triunfo regocijó de tal modo a Servet, mejor dicho, le enloqueció tanto, que estuvo a punto de gritar: «¡Galgos del infierno, no me cogeréis aquÃ!». No pudo reprimir la risa que le inspiraba el inútil furor y la confusión de sus perseguidores. Se reÃa con toda su alma, inundada de una complacencia delirante. CreÃa sentir bajo su cuerpo la trepidación del convento y del pueblo todo, la cual era como la prolongación de su carcajada. Siguió observando, y vio que sus perseguidores se detenÃan al pie del muro, y uno de ellos señalaba a lo alto. HabÃa sospechado, y la idea no habÃa parecido a sus compañeros absurda. Servet les oyó discutir; después miraron todos hacia arriba, como si un secreto instinto u olfato de sabueso les indicase que allà estaba el rastro del hombre perdido. Servet tuvo cuidado de retirar la cuerda. Ellos seguÃan mirando; al fin retiráronse, quedando algunos como de guardia. —Esos salvajes —pensó Servet— serán capaces de registrar el convento. Comprendiendo que allà era grande también el peligro si no tomaba resolución pronta, Servet exploró el lugar a donde su buena o su mala estrella le habÃa llevado, y vio confusamente las negras alas del convento, el emparrado tendido como un puente de verdes pámpanos entre el muro y el edificio, y, por último, una luz en la reja más cercana. Entre tanto, un dolor agudÃsimo en el brazo recordole que habÃa sido mordido poco antes, y que su herida, ensañada por el esfuerzo últimamente hecho, y por el roce de los ladrillos, podrÃa tomar carácter de gravedad. Su debilidad recordole también que no habÃa comido nada en todo el dÃa, y que era urgente acudir a la restauración de fuerzas tan bien empleadas hasta allà y tan necesarias aún si Dios no se ponÃa de su parte. Pronto comprendió nuestro fugitivo que no podÃa haber dado con su pobre cuerpo en sitio menos a propósito. ¡Un convento de monjas! ¡Buen genio tendrÃan las madres para recibir a deshora huéspedes llovidos! La extraordinaria santidad de aquel lugar hacÃalo, ¡cosa horrible!, casi tan inhospitalario como el infierno. Pero ni estas consideraciones, que habrÃan bastado para dar en tierra con el corazón más esforzado, abatieron el de Servet, que confiaba mucho en las soluciones providenciales e inesperadas, en los bruscos cambios de la suerte, o si se quiere decir más clara y cristianamente, en la misericordia de Dios. Encomendose a Él con todo su corazón y deslizose por el emparrado adelante, poniendo pies y manos donde parecÃa haber resistencia. Andaba como un gusano, y su situación, con ser tan deplorable, le hacÃa sonreÃr. Cerca de él brillaba la claridad de una luz que parecÃa arder en el recatado y honesto recinto de una celda. La reja estaba entreabierta. ¡Oh, Dios poderoso! En el interior una hermosa monja leÃa. El caballero pensó lo siguiente: «Necesito ahora de toda la audacia, de todo el descaro, de toda la sangre frÃa que puede tener un desesperado». Entre los peligros, mejor dicho, la muerte segura que habÃa fuera de aquellos muros y las desconocidas soluciones que podrÃa ofrecerle aquella casa, no debÃa existir vacilación. La inspiración divina que le llevó desde la calle de los Codos a deslizarse como un reptil por entre los pámpanos, podrÃa sugerirle dentro de San Salomó recursos salvadores. Era preciso tener mucho arrojo, firmeza grande en la acción y rapidez suma, lo mismo que cuando se va a dar una gran batalla. Concibió su plan, y con aquella prontitud aquilÃfera, que es la cualidad primera del genio estratégico, empezó a ponerlo en ejecución. Saltó a la galerÃa, empujó primero suavemente la puerta de la celda, y viendo que cedÃa, abriola con fuerza... Entró. Súbitamente cerró tras sÃ, y dirigiéndose a la monja y poniéndole su puñal al pecho, le dijo: —Si usted da un grito de alarma, si usted llama, si usted denuncia de algún modo a la comunidad mi entrada en el convento, me veré precisado a matarla, y la mataré con sentimiento, pero sin vacilar un instante. El peligro me obliga a ser despiadado. Ya dijimos que sor Teodora de Aransis habÃa creÃdo ver un bulto, un hombre, el dragón. Su sorpresa y terror fueron mayores al ver que no era TilÃn el que entraba: era un desconocido. El miedo, el estupor, la vista del arma terrible cuya punta tocaba su pecho, quitáronle todo movimiento y paralizaron el curso de su sangre y hasta de sus pensamientos, y detuvieron en su garganta la palabra. Solo pudo exhalar un débil gemido, como la cordera próxima a morir, y balbució estas palabras: —Hombre, no me mates, no me mates. HabÃa cruzado sus hermosas manos blancas, y con suplicantes ojos, más que con palabras, pedÃa misericordia al aventurero intruso. —Señora —dijo este, amenazando siempre con su arma—. No soy un ladrón, no soy un asesino: soy un desgraciado caballero vÃctima de las discordias civiles y de una miserable venganza. He entrado aquà al azar huyendo de un inmenso peligro; no vengo a llevarme nada ni a faltar al respeto: solo pido amparo por poco tiempo, un hueco, un escondite. Elija usted entre la muerte y otorgarme lo que le pido, comprometiéndose a ocultarme en sitio seguro si, como creo, es registrado esta noche el convento para buscarme. Sor Teodora no podÃa decir nada. Convulsión violenta agitaba su cuerpo, y sus ojos desencajados se fijaban en el aparecido como en espectro aterrador. El intruso tuvo una idea. Volviéndose rápidamente cerró la puerta, y tomando una silla sentose delante de ella. —Señora —dijo gravemente bajando la voz—, mi situación es sumamente desagradable para mÃ. Mi brusca entrada en esta casa de paz y santidad, la audacia con que he profanado esta celda honesta y venerable, presentaranme a los ojos de usted como un ser aborrecible, espantoso. No podré con palabras hacer que se forme de mà una opinión mejor, no: el peligro en que me veo me ha obligado a amenazar a usted con esta arma que solo usan los malvados... Pero no; yo intentaré..., yo intentaré convencer a usted de que no soy un criminal, sino un desgraciado, el más desgraciado de los hombres. Heme hallado solo en la ciudad, frente a centenares de enemigos... ¿No es legÃtima mi defensa? ¡Ah!, señora. Mientras yo tenga sangre en mis venas, mientras mi mano pueda empuñar un arma y mi cuerpo pueda sostenerse, no entregaré mi vida a la ferocidad de esa gente, no mil veces... He luchado contra inmensos obstáculos. A punto de caer en manos de mis verdugos, un milagro me ha salvado: la mano de Dios me ha levantado y me ha puesto aquÃ. Es preciso que yo me salve, no porque estime en mucho mi vida, que poco vale, sino por no dar a esos miserables el regocijo de la victoria... Señora —añadió con noble acento—, perdone usted la violencia de mis palabras y mis crueles amenazas. Han sido recurso impuesto por la necesidad, superior a mi carácter, a mi respeto, a todo; por el peligro que convierte en fieras a los seres más pacÃficos. Sor Teodora empezó a recobrar el uso de sus pensamientos, de sus palabras, de su acción. —Váyase usted de mi celda —dijo con torpe y angustiosa voz—, salga pronto de aquÃ, y acójase en cualquier parte del convento. Yo no le denunciaré... yo no. —¡En cualquier parte del convento!... No conozco el edificio. Si le registran esta noche para buscarme... —¿Y quién, quién se atreverá a registrar a San Salomó? —Quien se ha atrevido a cosas mayores, señora. —Salga usted al instante de mi celda —repitió Sor Teodora restableciéndose prodigiosamente en el ejercicio de sus facultades intelectuales y vocales—. No puedo tolerar esta profanación horrible. Salga usted y ocúltese... no diré nada. Si usted no se va, gritaré y llamaré a las hermanas. Por pronto y bien que usted me mate, no me faltará un aliento para pedir auxilio. —¡Oh!, no —exclamó el caballero—. Me arrepiento de mi primer arrebato. No pondré la mano en quien ya me ha prometido un poco de amparo permitiéndome que me oculte en cualquier parte del convento. Ya encuentro una generosidad que no esperaba, y esto me mueve a abandonar el papel odioso que, a pesar mÃo, hice al entrar aquÃ. Señora... El intruso se levantó. —¿Qué? —Señora, si yo pudiera mover a compasión el espÃritu elevado y piadoso de usted, me tendrÃa esta noche por el más feliz de los hombres. Entré aquà inspirando miedo. Prefiero cualquier beneficio otorgado por la caridad a las mayores ventajas concedidas por el miedo. —Bien, bien —dijo sor Teodora deseando poner fin a aquella escena, que aún le parecÃa espantosa pesadilla—. Váyase usted, ¡por las llagas de Jesucristo!... Váyase..., escóndase en cualquier parte... Yo haré que no sé nada... Es lo único, lo único que puedo hacer. —Yo saldré, saldré —dijo Servet—; pero si usted me lo permite... —No admito réplica... Fuera, fuera de aquà —prosiguió la monja adquiriendo al fin dominio sobre sà misma y acercándose con paso seguro y ademán imponente al intruso. —¡Oh, señora!... Cómo me atreveré a pedir a usted un poco más de compasión, un poco, casi nada. —No oigo una palabra más. Salga usted..., ya no temo sus armas, las desprecio, porque mi deber se sobrepone a todo y al miedo de morir. —Señora... El caballero dio un gran suspiro, apoyose en la silla, después dejó caer su cabeza sobre el pecho, y sus brazos desfallecidos extendiéronse a un lado y otro. Volvió hacia la ilustre religiosa su semblante pálido, y con dolorido acento le dijo: —Estoy herido. Sor Teodora se quedó cortada y parecÃa meditar. El forastero caÃa rápidamente en profundo marasmo. Mortal palidez cubrió su rostro, y su voz sonó cavernosa como la del que agoniza. —¡Herido! —repitió la monja mirando el brazo ensangrentado—. Es verdad. —Si la caridad, señora —murmuró el caballero—, no se sobrepone en el ánimo de usted al rencor que le he inspirado, al sentimiento de la profanación de esta casa por mi entrada importuna, a su recato y a sus escrúpulos de monja, declárome abandonado, no solo de los hombres, sino de Dios, y me resigno a morir. No puedo más. Cerró los ojos, y su abatimiento fue más visible. —Mis escrúpulos —indicó sor Teodora con entereza— no me impedirán dar a usted algunos auxilios. ¿Esa herida es grave? —Es la mordedura de un perro; siento dolores horribles. Después he tenido que trepar por la tapia de San Salomó y me he magullado horriblemente el brazo herido. «Mi conciencia —pensó la religiosa— no me dice nada contra la idea de curarle esa herida y vendarle el brazo». Y dirigiose a la alacena para sacar de ella lo necesario. —¡Oh, señora! —dijo el intruso con fervor—. Ya veo que Dios no me abandona. Perdón, perdón por mis amenazas al entrar aquÃ, por mi lenguaje descortés. Creà entrar en la caverna de un enemigo, y me encuentro en la morada de un ángel. Sor Teodora echó vino en un vaso. ParecÃa muy atenta a preparar la medicina; pero su semblante ceñudo no indicaba gran tranquilidad en su alma. —Señora y venerable madre —añadió el herido, tomando su puñal y sus pistolas y poniéndolas sobre la mesa—. Ahà tiene usted las armas que le han inspirado tanto miedo. En presencia de un ángel de bondad me desarmo. Me entrego a usted en cuerpo y alma, y estoy dispuesto a obedecerla. Me someto a su autoridad, y si mi bienhechora se arrepiente de serlo y me denuncia, hágalo en buen hora. ¡Infeliz de mÃ! Antes lo fiaba todo a mi audacia y al arrojo que me infundÃa el peligro; ahora lo fÃo todo a la nobleza y a la caridad de esta dama, tan santa como hermosa, que tiene pintada en su semblante la bondad de los ángeles. ¡Bendito sea Dios que me ha traÃdo aquÃ! La de Aransis dejó un momento su obra para recoger las armas y ponerlas en otro sitio. —Soy de usted —dijo el herido con sumisión—. Mi libertad, mi vida, están en sus divinas manos. XX Poco después los blancos, finÃsimos dedos de Teodora se acercaban temblando a la herida y tocaban sus bordes doloridos. El semblante de la religiosa era todo compasión, y el del aventurero gratitud. —Esto debe lavarse —dijo ella. Sin detenerse echó agua en una jofaina de plata, añadiéndole gotas de una esencia aromática que perfumó la celda. Después de lavar la herida aplicó sobre ella el vino que habÃa batido con aceite, y la vendó al fin cuidadosamente. Clavando sus negros ojos en el herido, señaló la puerta y le dijo: —Ahora... —Ahora, sà —repuso él de mala gana sin moverse de su silla—. Si yo me atreviera a decir a la señora una cosa... Hablaba en el tono más humilde. —¿Qué cosa? —preguntó sor Teodora con severidad. —Que me muero de hambre, señora. Al decir esto parecÃa que sus fuerzas se extinguÃan y que iba a perder el conocimiento. La monja miró al suelo, luego al intruso, después a la rica alacena de talla que guardaba tantos tesoros. —Las inmensas fatigas del dÃa de hoy —añadió Servet con profunda lástima de sà mismo— no me han permitido llevar un pedazo de pan a la boca. El hambre y el cansancio me agobian de tal modo, señora, que si usted me arroja de aquà en este triste estado, no podré dar un paso. La venerable madre volvió a fruncir el ceño. ParecÃa vacilar. Después dirigiose a la alacena y sacó de ella un objeto que despedÃa olores gratÃsimos al olfato: era una gallina asada. Su dorada pechuga, sus gordos muslos medio achicharrados por el fuego, decÃan «comedme». El hambriento se reanimó solo con la vista de tan hermosa pieza, honra de las cocinas de San Salomó. Sin decir una palabra, la monja tendió sobre la mesa un mantelito, blanco y limpio como el cuello de un cisne; puso en él la fuente con la gallina, un pan entero y una botella de vino blanco, que en el subido color de oro y delicadÃsimo aroma indicaba sus muchos años. Hecho esto, sin olvidar el cubierto y un vaso de plata, se apartó de la mesa, y tomando una silla sentose en ella, volviendo la espalda al intruso, que habÃa caÃdo ya sobre la cena. Sor Teodora no acompañó con una sola palabra su acción, ni tampoco con una sola mirada. Tomando su libro de oraciones, se puso a leer. —Si mil años viviera —dijo el hambriento, después de los primeros bocados—, no tendrÃa tiempo bastante para agradecer a usted lo que ha hecho por mà esta noche, venerable madre. Hubo una pausa, durante la cual nada se oÃa más que el ruido del comer. La de Aransis miró de reojo: viendo que el intruso, después de despachar media pechuga y un ala, se detenÃa, levantose y de la alacena sacó unas lonjas de jamón adornadas con esa filigrana de cocina que llaman huevo hilado y es tan agradable al paladar como a la vista. —Gracias, señora —murmuró don Jaime—. Mi hambre ha sido satisfecha, y me basta. La monja sacó también un plato de confituras y se lo puso delante. Sin mirarle ni cambiar con él palabra alguna, volvió a su asiento y tomó su libro. ¡Qué ganas de rezar le habÃan entrado! Sin duda querÃa desagraviar a Dios del grandÃsimo desacato y profanación que la entrada de aquel hombre en su celda representaba. Pero el aventurero se cansó del largo silencio, y deseoso de romperlo, habló de este modo: —Bien sé, reverenda madre, que el hombre que ha entrado aquà como un ladrón amenazando y aterrando, no merece ser tratado con miramiento ni consideración. Lo más que se puede hacer por él es darle una limosna; pero nada más, nada más. Sor Teodora no pronunció sÃlaba ni movió pestaña. ParecÃa una de esas estatuas en que el arte ha representado a un grave personaje histórico leyendo sobre su sepulcro. —Bien sé que este hombre no merece consideración —añadió el caballero—. Si se le conociera bien, quizás la tendrÃa; pero no se le conoce, no es más que como un saltador de tapias. ¡Ah!, si se conocieran sus inmensas desgracias, los móviles que le han traÃdo aquÃ, quizás, quizás no tendrÃa el sentimiento de ver apartados de sà los ojos de su bienhechora. PermÃtame usted —añadió dirigiéndose a ella— que me duela de este desvÃo. No estoy acostumbrado a él. He tenido la suerte de encontrar hasta hoy simpatÃas, afecto, amistad en todas partes. Bien sé que pedir esto en el caso presente serÃa mucho pedir... He recibido mucho más de lo que podÃa esperar, y mi gratitud será eterna. Inclinose profundamente con el mayor respeto. —Demasiado favor es —dijo sor Teodora sin mirarle— auxiliar a un hombre desconocido que ha entrado aquà como entran los ladrones sacrÃlegos. Entonces le miró, y con súbito enojo le dijo: —¿Pero no se marcha todavÃa?... —Espero las órdenes de mi dueño —replicó el intruso inclinando su cabeza. —Váyase usted. —¿A dónde, señora? —Al infierno... ¿Qué sé yo? —No puedo salir de San Salomó mientras estén en Solsona las guerrillas de Navarra. Me es imposible, señora. Si salgo, mi muerte es segura, entre mis cazadores hay uno que jamás perdona. —¿Y qué me importa eso? —dijo la monja alzando bruscamente los hombros y cerrando el libro. —Yo he puesto mi vida en manos de usted, señora; en esas manos que han nacido para ser generosas y que lo serán, aunque usted misma no quiera. He entregado a usted mis armas. Estoy indefenso. Si usted no quiere completar su acción caritativa ocultándome en el convento por esta noche, abra esa puerta, llame a las buenas madres que duermen, alborote la casa, toque la campana de alarma, llame a las autoridades de la ciudad, y entrégueme a ellas. Si usted lo hace, lo acepto; recibiré mi perdición y mi muerte como si vinieran de Dios. —¿De modo que insiste usted en quedarse aquÃ? —dijo la de Aransis confusa y asombrada. —Por mi voluntad sÃ, señora, porque nadie va voluntariamente a su ruina. Si usted en conciencia cree que debo ser arrojado de este asilo que me deparó la Providencia, arrójeme en buen hora. —¿Hase visto un descaro igual?... ¡Un hombre en mi celda!... ¡Jesús y MarÃa SantÃsima de mi alma! La madre se llevó las manos a su preciosa cabeza cubierta con las blancas tocas. —No pretendo que usted me oculte aquÃ, sino en cualquier otro sitio donde esté seguro. Lo pido como se piden los favores, no con amenazas ni con armas; usted hará lo que su conciencia le dicte, señora: o entregarme a mis enemigos, o salvarme. —¿Cómo he de salvar a quien no conozco, cómo? No es virtud, sino pecado ocultar al criminal y ponerle a cubierto de la justicia. —Yo no soy criminal, ni nunca, nunca lo he sido, señora —declaró el intruso con acento patético y conmovido. Su acento tenÃa la admirable entonación del honor verdadero, que no puede confundirse con ninguna otra. Los histriones más hábiles apenas pueden fingirla. Sor Teodora, que tenÃa su alma fácilmente abierta a la convicción, principió a experimentar hacia Servet las agradables sensaciones que producen los movimientos de benevolencia en el corazón humano. —Por el que está en esa cruz —dijo el herido extendiendo su mano hacia el crucifijo—, juro que no soy criminal, que no lo he sido nunca, que esta cacerÃa que ahora sufro no es movida por ningún hecho deshonroso. —¿El cazador de usted quién es? El caballero vaciló un instante. Comprendiendo que la verdad le salvarÃa, dijo: —Es un celoso. —¡Un celoso! —repitió sor Teodora sintiendo su cerebro cargado de ideas que repentinamente entraron en él. —Un celoso y además un fanático. Si yo le contara a usted esa historia, usted, que es buena y noble, dejarÃa de ver en mà un criminal atrevido; y si en el curso de ella aparecÃan faltas graves, seguro estoy de que me las perdonarÃa. —Tal vez no —replicó ella, que habÃa empezado a sentir abrasadora curiosidad sin poder precisar de qué ni por qué. —Y pongo por testigo a Dios de que la protección que usted se digne concederme esta noche no será mal empleada ni recaerá en persona indigna de ella. No es vanidad, señora, lo que voy a decir: si usted, faltando a todas las leyes de la caridad, diera la voz de alarma y me entregase a mis enemigos, cometerÃa un crimen abominable, porque crimen es entregar al verdugo un inocente. Sor Teodora replicó frunciendo el ceño: —Eso podrá ser verdad y podrá no serlo. —SÃ, podrá ser verdad y podrá no serlo. Pero esto no lo ha de decidir el discernimiento frÃo de un juez, sino el corazón noble y generoso de una dama, de una religiosa, de una santa. Elija usted, señora. Sor Teodora dio un gran suspiro, indicio cierto del grave compromiso en que estaba su alma, fluctuando entre el rigor de los deberes monásticos y la bondad de su corazón. No siempre va este en perfecto acuerdo con las tocas. —No me será muy difÃcil creer —dijo después de una larga pausa— que no estoy delante de un ladrón, bandolero o asesino. Bien veo por su lenguaje que no pertenece usted a esa pobre clase plebeya, de la cual salen todos los malvados. Hasta llegaré a creer que pertenece usted a la clase más alta de nuestra sociedad. Ciertos modales y lenguaje no se adquieren sino habiendo nacido a larga distancia del populacho... Pero hay muchas especies de criminales desde que la polÃtica ha trastornado la sociedad, y quizás usted, sin ser precisamente reo de esos feos delitos, propios de la baja plebe, haya cometido otros que me vedarÃan en absoluto ampararle. —Señora, no comprendo a usted. —Desde que me entregó sus armas, desde que usted me habló de esa terrible persecución que sufre, formé un juicio que creo ha de resultar cierto. A ver si me engaño: el afán con que usted huye de los guerrilleros de Navarra, es porque sin duda algún celoso defensor del altar y el trono ha visto en usted a un enemigo de esta causa sagrada. Usted es espÃa de Calomarde y de las tropas del Rey, que ya están sobre Cervera. ¡Oh!, señor mÃo, no creo en la farsa de esa cacerÃa por celos, no; tanta inquina en ellos, tanto recelo en usted, me prueban que anda por medio la pasión de las pasiones..., la polÃtica. ¿Y siendo usted amigo de esos hombres corrompidos que vienen a sofocar esta santa insurrección por la fe, se atreve a buscar asilo dentro de los muros sagrados de San Salomó?... ¡Qué audacia! —¡Oh, señora! —exclamó el caballero cruzando las manos—. Nada podré ocultar a usted. Dios ha dispuesto que me revele a mi bienhechora tal como soy... Me he fiado a su generosidad, y su generosidad no puede faltarme. Hallo en usted un carácter que despierta en mà grandÃsima afición y simpatÃa, y no puedo dejar de corresponder a ese carácter mostrando la parte principal del mÃo, que es el amor a la verdad. El corazón me dice que de tan noble y hermosa dama, que de tan ejemplar religiosa no he de recibir más que beneficios. Señora, me presentaré a usted con mi verdadera forma, y asà me haré más acreedor a su amparo... Yo no soy espÃa de Calomarde. —Entonces. —Los defensores de la llamada causa apostólica y los realistas de Madrid son igualmente extraños a mis ideas y a mis acciones. Habiéndome impuesto ahora el deber de decir a usted la verdad pura, creyendo que asà ha de tomar más interés por mÃ, le diré... Salga lo que saliere, señora, digo a usted que soy liberal. Sor Teodora sofocó un grito y se puso pálida. —Y repito ahora lo que antes dije —manifestó el intruso arrodillándose ante la monja en la actitud más respetuosa—. Reverenda madre, disponga usted de mi suerte. Entrégueme usted a mis enemigos o salve esta pobre vida, según lo que su conciencia le dicte. —¡Jacobino! —murmuró sor Teodora santiguándose. —Asà nos llaman —dijo festivamente, permaneciendo de hinojos y alzando los ojos para contemplar la soberana hermosura de la monja—. Asà nos llaman... De modo que tiene usted de rodillas a sus pies al mismo demonio. —Levántese usted —dijo la de Aransis bruscamente. —No me levanto hasta no oÃr mi sentencia de esos labios —repuso galantemente el caballero—. ¿Será posible que mi franqueza no despierte en usted la piedad? A un hombre que muestra asà el más grave de sus secretos, ¿se le puede negar amparo? Sor Teodora habÃa llegado al más alto grado de confusión. Bien lo comprendÃa Servet, el cual, conocedor del corazón humano, habÃa visto en la ilustre dama uno de esos caracteres que se conquistan más fácilmente con la verdad y la franqueza que con la violencia y la amenaza. La de Aransis era, en efecto, como él la creÃa. Para conquistar su benevolencia era preciso confiársele resueltamente, someterse a ella sin rodeos. El desconfiado, el artificioso, el astuto, no serÃan sus amigos; pero el franco, el leal y el verdadero sÃ. —Lo que usted me ha dicho —indicó mirando tan fijamente al caballero que parecÃa querer penetrar sus pensamientos más Ãntimos— me mueve a tratarle como el mayor enemigo de esta casa. Yo no puedo dar asilo a un jacobino, enemigo de los reyes de la fe. Servet inclinó su cabeza en señal de resignación. —Por consiguiente —añadió ella alzando la mano y estirando el dedo Ãndice como un predicador—, voy a dar aviso a la comunidad para que llame a las autoridades de Solsona. El caballero se inclinó otra vez. Las miradas y el tono de sor Teodora no parecÃan indicar sentimientos tan crueles como los que sus palabras expresaban. —Sin embargo —añadió—, prometo ocultarle y favorecerle, si me revela el objeto de su venida a Solsona y las conspiraciones de jacobinos que entre manos trae... porque usted ha venido sin duda con algún fin contrario a esta porfÃa apostólica que hay ahora. —Si yo comprara a ese precio el favor de usted —dijo el caballero con entereza—, serÃa un miserable. Yo creà que usted no me tendrÃa por un miserable. ¡Revelar lo que se nos ha confiado como un secreto! No, señora. En lo que usted me pide, acaba la franqueza y empieza el deshonor. La reverenda madre no sabrá nada de mis labios. Yo no soy traidor a mis amigos y favorecedores. ¿Esperaba usted mi contestación para dar la voz de alarma a la comunidad?, pues ya la tiene... He dicho antes que me sometÃa en cuerpo y alma a mi bienhechora. Desarmado estoy..., puede perderme si gusta; salga usted..., no tema que lo impida violentamente. Corriendo a la puerta puso su mano en el picaporte. —Quieto —dijo vivÃsimamente Teodora corriendo a impedir aquel movimiento. —Es que no puedo acceder a la traición que me exige. —No importa..., yo no quiero que nadie sea desleal —replicó la monja, acompañando su voz de un ademán tranquilizador—. Me he acordado de mi pobre hermano, que tiene también la desgracia de ser jacobino. ¡Pobre hermano mÃo! A su recuerdo debe usted mi piedad. —¿Entonces me favorece usted, se decide a ampararme? —Sà —repuso ella sonriendo ligeramente. Pareciole a Servet, al ver aquella sonrisa, que veÃa, como vulgarmente decimos, el cielo abierto. —¡Oh, gracias, gracias, señora! —exclamó acercándose a ella con intención evidente de besarle las manos. —Por Dios, hable usted más bajo, más bajo —dijo sor Teodora retirándose y poniéndose el dedo en la boca. XXI —En la otra celda de la Isla... en el cuarto de la leña... en la sacristÃa... No, mejor será en la iglesia... No, en la iglesia no... En la covacha del hortelano..., no, en la torre... ¿Por qué no en la iglesia?..., dentro de uno de los altares... Estas palabras, dichas por sor Teodora de Aransis con la voz apagada, los ojos fijos en el suelo y un dedo sobre el labio inferior, demostraban la gran vacilación de su alma. Iba nombrando los distintos lugares donde el caballero podÃa esconderse; pero tan pronto como los nombraba los desechaba, por no ofrecer la seguridad absoluta que el caso requerÃa. El problema era dificilÃsimo; pero la dama se aplicaba a él con la constancia y el ardor de un buen matemático. Después de indicar varios sitios, apuntando en seguida sus inconvenientes, miró al caballero y le dijo: —Verdaderamente, no hay en la casa paraje alguno donde no pueda usted ser descubierto. Si no se tratara más que de la noche, fácil serÃa... pero usted quiere estar oculto toda la noche y todo el dÃa de mañana... —Hasta que se vayan esos salvajes. La venerable madre, demostrando un interés que contrastaba un tanto con su anterior desvÃo, volvió a enumerar los distintos rincones de San Salomó. —Hay aquà al lado una celda que no tiene uso —dijo—. Nadie entra en ella... pero la madre priora guarda la llave... ¡y si se le antoja entrar!... Tiene el don de hacer las cosas cuando menos falta hacen... Suele venir a mi cocina, que está entre las dos celdas, y si siente ruido... o si se le antoja... porque tiene unos antojos muy ridÃculos... —Y recibo la visita de esa respetable señora... En tal caso procuraré que no tenga quejas de mi cortesÃa. —Quite usted allá, hombre de Dios —exclamó la dama, mostrando por segunda vez al caballero su linda dentadura—. De todos modos, es preciso que usted me deje sola lo más pronto posible... Bien podrÃa suceder que cualquier hermana pasase por aquà y viese un hombre en mi celda... En tal caso resultarÃa muy mal recompensada mi generosidad. —No pasará eso, señora. Las buenas madres duermen. Dios vela su sueño, y los ángeles de la guarda impedirán que este acto caritativo sea descubierto y mal interpretado por la malicia. —Mucho confÃo en el amparo de los ángeles de la guarda y en la bondad de Dios —dijo la señora—; pero lo mejor es que salga usted de aquÃ. Estaban sentados los dos el uno frente al otro, junto a la mesa central de la celda, y la luz de la lámpara iluminaba de lleno ambos rostros. —Nadie que esto viera —añadió la monja contemplando a su huésped con curiosa fijeza— podrÃa interpretarlo como lo que es realmente, como un acto caritativo... ¡Cuántos juicios equivocados se forman en el mundo! ¡Cuántas personas inocentes son vÃctimas de la maledicencia!... —Pero hay un Juez que todo lo sabe, y que nunca se equivoca en sus sentencias. A eso hay que apelar, despreciando los vanos juicios de los hombres, inspirados siempre en el odio o la envidia... Pero no quiero mortificar por más tiempo a mi bienhechora, permaneciendo aquÃ. Se levantó. —Estaba pensando —dijo la madre— que pudiendo trepar por una ventanilla que está sobre la puerta de la sacristÃa, podrÃa usted ocultarse fácilmente en el camarÃn. Hay allà mil objetos... Pero no: el sacristán ha dado ahora en la manÃa de arreglar aquello, y todo el dÃa está revolviendo trastos... ¿Dónde, Jesús Sacramentado, dónde?... Déjeme usted pensar. Apoyó la frente en la palma de la mano. El caballero se sentó de nuevo, esperando las decisiones de su ángel bienhechor. Después de largo rato, el caballero no oyó más que un suspiro. —¿No halla usted mi salvación, reverenda madre? —dijo al fin Servet. —¡Qué! —exclamó bruscamente ella como si fuera arrancada de una meditación profunda. —Lo mejor será que no se mortifique usted más por este desgraciado. Si Dios ha decidido ampararme esta noche, nadie lo podrá impedir. El caballero volvió a levantarse. —Yo creo —dijo Teodora en tono de lástima y melancolÃa— que Dios no le abandonará a usted si son ciertas, como creo, esas cristianas ideas que ha manifestado. El que confÃa en Dios nuestro Señor y amantÃsimo Padre, será salvo. —Tantas, tantÃsimas veces me ha librado de inmensos peligros, que he llegado a creerme invulnerable, y siento un valor muy grande para acometer los trances difÃciles. Mi secreta confianza en Dios me ha sostenido durante mi juventud, la más borrascosa que puede imaginarse, por las pasiones, los trabajos, las sorpresas, los compromisos, las penalidades, los triunfos y las caÃdas que en ella hubo; y es tal mi vida, reverenda madre, que yo mismo me recreo echando una ojeada hacia atrás y mirando esas turbulentas páginas ya pasadas. La idea de una vida agitada, fatigosa, llena de pasiones y sobresaltos, de dolores y alegrÃas, contrastaba de tal modo con la idea que sor Teodora tenÃa de su propia juventud, la más monótona, la más solitaria, la más desabrida de todas las juventudes posibles, que la dama ilustre sintió vivo interés ante aquella existencia que se le presentaba como un drama vivo. Tanta era su discreción, que pudo disimular aquel interés y curiosidad ansiosa, diciendo: —La juventud del dÃa vive en locos afanes. No dudo que la de usted habrá sido y será de las más desasosegadas. El huésped se sentó. —La mayor desgracia de mi vida —dijo— ha sido siempre no poseer lo que amo y amar todo lo que no puedo poseer, corriendo siempre detrás de cosas imposibles. —Ese mal parece muy común. El caballero dio su opinión sobre esto, y sor Teodora se admiró de observar en sà cierta cosa inexplicable, asà como un deseo de saber toda la vida del intruso hasta en sus más escondidos repliegues. Despertaba en ella interés semejante al de una novela de la cual se han leÃdo algunas páginas que anuncian escenas conmovedoras. Después de doce años de convento habÃa sentido la reverenda madre un brusco llamamiento de la vida exterior y mundana, de toda aquella vida que habÃa puesto, juntamente con sus magnÃficos cabellos, a los pies del Esposo. Ella se asombraba de no estar todo lo horrorizada que debÃa en presencia de un extraño, y se admiraba de oÃr con agrado, más que con agrado con simpatÃa, la conversación del caballero desconocido. Pero lo escandaloso de su situación revelósele después de un momento de tristeza meditabunda en que se creyó libre, sin tocas, en el siglo, rodeada de afectos nobles, en consorcio honrado y cariñoso con toda clase de personas. Fue una visión breve y risueña, y tras la visión vino un sobresalto y un grito de la conciencia semejante al alarido del centinela que da el «quién vive». Levantándose bruscamente, dijo: —Esto no puede seguir. Salga usted y escóndase donde pueda... ¡No parece sino que estoy tonta! El caballero se dispuso a obedecer. El reloj de la ciudad dio la una. Sor Teodora abrió cautelosamente la puerta y examinó la galerÃa y el claustro para ver si reinaba soledad absoluta. Sus sentidos experimentaron impresión extraña. Tuvo miedo, lanzó una ligera exclamación. Servet acercose a ella y vio que aspiraba el aire fuertemente, cual si no bastándole sus ojos y oÃdos, quisiera explorar con el olfato. XXII Por la parte exterior de la celda ocurrÃa poco antes algo que merece ser referido. La soledad y apartamiento de la Isla no eran tan grandes que estuviese a salvo de la curiosidad monjil aquella interesante parte del convento; y asà como no hay bien que no tenga su sombra de mal, asà la independencia que gozaba la de Aransis tenÃa por enemigo el afán inquisitorial de una madre que habitaba en el ala opuesta del convento, frente a frente, claustro por medio, de la celda de sor Teodora. GrandÃsima era la inclinación de la madre Monserrat a saber lo que hacÃan o dejaban de hacer las otras monjas, y ya corrompiendo con mimos y regalitos la discreción de las criadas, ya valiéndose de sus propios ojos, habÃa logrado ser un archivo lleno de cuantos datos pudiera apetecer el autor que tuviese el capricho de escribir la historia Ãntima de aquella antigua casa. HacÃa con tal disimulo sus pesquisas, y observaba con tal delicadeza y finura, que la mayor parte de las madres apenas notaban la presencia de aquel diligente alguacil aposentado en el extremo norte del ala de oriente. Pero a ninguna de sus compañeras vigilaba con tanta gana y celo tan vivo como a sor Teodora, la cual, por su hermosura, por su orgullo y por antiguas rivalidades, tenÃa cierto derecho divino a la fiscalización de la madre Mouserrat, según opinión de esta misma. Bien puede afirmarse que los pasos de la de Aransis, sus entradas en la celda y en la cocina, sus paseos por la huerta, sus visitas al coro, ocupaban las tres cuartas partes del tiempo y del espÃritu del alguacil de enfrente. PonÃa este especial atención en la hora a que apagaba su luz la monja de la Isla; y cuando a las altas horas de la noche estaba encendida la lámpara, la Monserrat salÃa paso a paso de su celda, recorrÃa la galerÃa del ala de oriente, pasaba después por el gran pasillo del cuerpo central, y recorriendo la galerÃa del ala de poniente acercábase con pasos ligerÃsimos a la celda de su enemiga, y por un agujero, que allà habÃan hecho los ángeles sin duda, introducÃa su alma toda en una mirada. Miraba como quien clava una aguja. Algunas veces, al retirarse después de esta inspección, decÃa: —Lo que yo me figuraba... Está leyendo novelas. Otra noche, al retirarse, se santiguó tres o cuatro veces, y poniendo cara de espanto, exclamó para si: —¡Nuestra Señora de Monserrat nos valga!... Está con las tocas quitadas poniéndose flores en la cabeza y mirándose al espejo. La atisbadora iba a su celda por el mismo camino. Sus pasos no se sentÃan: calzaba sus venerandos pies con alpargatas que parecÃan de plumas. Aquella noche (nos referimos a la noche del caballero hambriento, que fue noche muy célebre en San Salomó) la de Monserrat hizo su viaje de inspección, porque ya era la una y la celda de su vÃctima estaba iluminada. HabÃa que tomar acta de este peregrino caso. La monja aplicó su oreja a la puerta, y... ¡por los sagrados clavos y las divinas llagas de Jesucristo!... Se quedó helada de espanto. No daba crédito a aquel su sentido acústico tan bien ejercitado y tan experto. El agujerillo de vigilancia parecÃa que se habÃa agrandado. Adaptó la monja su ojo vidrioso... Miró, estuvo mirando un largo rato. ¡Cómo miraba! Creyó al principio que era alucinación; pero no: era realidad, realidad. Echó a correr tambaleándose; sus caducas piernas vacilaban, cual si no pudieran sostener el formidable peso de su indignación. Se santiguó repetidas veces, elevó las flacas manos al cielo; movió la cabeza, tan semejante a una calavera, y murmuró: —Ya me lo esperaba yo... En esto habÃan de parar las locuras de esa mujer. ¡Piedad, Señor! Dicen que la reverendÃsima estuvo a punto de dar en tierra con su esqueleto, tal era el pavor que sentÃa; pero sacó de su demacración senil las fuerzas que necesitaba para poder llegar hasta la madre abadesa y referirle un caso tan horroroso. Los minutos que tardó en llegar a la celda de la superiora le parecieron siglos de infamia, de vilipendio, para la Orden de Santo Domingo. La abadesa no estaba en su celda. Aquella buena señora, la más rezona de las habitantes de la casa, acostumbraba dejar por las noches su angosto lecho y bajar al coro, donde estaba en oración largas horas, de rodillas sobre el mármol duro y frÃo, apoyando sus brazos en una silla que le servÃa de reclinatorio y sumido el espÃritu en las honduras mareantes de la mÃstica. Algunas monjas la imitaban en esta santa costumbre. Entró la vieja en el coro, y a la luz incierta de la lámpara que alumbraba al Cristo, vio a la madre abadesa de rodillas. Acercose y le tocó en el hombro. —¿Quién es? —dijo la abadesa con voz soñolienta. La de Monserrat se arrodilló a su lado y se persignó con precipitación. —Soy yo —repuso—, que vengo a poner en conocimiento de... —Ya... ya me lo figuro —dijo la madre abadesa incorporándose—. Yo también empiezo a inquietarme. —¿Sabe usted lo que voy a decirle?... —SÃ... que se siente olor a madera quemada. —No, no es eso. —Hace un rato que sentà ese olor —afirmó la madre abadesa husmeando el aire—. ¿No siente usted? —Fuego hay en el convento; pero es un fuego que no se ve. —¿Qué me dice usted, señora? —Dentro del convento ha entrado esta noche un hombre. —Usted sueña, hermana... Pues no me queda duda... ¿No huele usted a quemado? —Será que en las murallas han encendido alguna hoguera... Cuando pasan cosas graves, cuando el convento está profanado, deshonrado por la infamia y el sacrilegio, no conviene pensar en fruslerÃas. La abadesa se levantó. —¡Un hombre! Eso no puede ser —dijo con espanto. Y al punto se puso a temblar. —Un hombre, sÃ. ¿No sé yo lo que es un hombre? —¿En dónde? —En la celda de una religiosa. La abadesa cesó de temblar y empezó a reÃr. El caso le parecÃa tan absurdo, tan inverosÃmil; estaba además tan acostumbrada a los ridÃculos terrores de sor MarÃa Monserrat, que no pudo permanecer seria. —Si a la abadesa de esta comunidad —dijo la delatora— le falta valor para llamar a la puerta de la celda donde se está consumando el horrendo sacrilegio, yo lo haré. No temo nada: no me importa que un asesino... La monja no pudo continuar, acometida de una tos muy fuerte. —¡Oh!... sÃ, parece que hay humo aquà —dijo en tono de alarma. Las dos monjas se acercaron a la reja que daba al altar mayor. —¡Humo, humo! A un tiempo brotó esta exclamación de una y otra garganta. A la indecisa luz de la lámpara veÃase una como niebla espesa que envolvÃa los oropeles del altar churrigueresco. Las dos monjas corrieron de aquella reja a otra que al claustro daba. —¡Jesús de mi alma! —gritó la madre Monserrat llevándose las manos a la cabeza—. ¿Qué es esto?... Un hombre..., dos hombres, tres hombres..., les he visto correr por el claustro hacia la sacristÃa... La abadesa se quedó tan aterrada que no pudo ni hablar ni moverse. Volvieron a asomarse a la reja de la iglesia. Una claridad tenue y rojiza llenaba el recinto sagrado, permitiendo ver las imágenes, las colgaduras, los altares: era un aspecto siniestro y horripilante. Las dos monjas corrieron hacia el claustro. Oyéronse las pasos precipitados de tres religiosas que bajaban. En el patio habÃa también algo de humo. Corrieron todas a la puerta de la sacristÃa; la empujaron: estaba abierta. Cuando la puerta cedió, las cinco madres lanzaron espantoso grito y retrocedieron de un salto. Por la puerta salió una bocanada, un chorro, una manga formidable de humo negro, espeso, resinoso, y en el fondo del centro oscuro vieron las llamas que brillaban y extendÃan sus rojas lenguas por las paredes. Todo San Salomó no tuvo más que una voz para gritar: «¡Fuego!». XXIII Con fulminante rapidez se propagó, siendo de notar que parecÃa haber comenzado por dos puntos distintos: por la sacristÃa y por las habitaciones ruinosas llenas de retama y trastos viejos que estaban debajo de la Isla. Es difÃcil distinguir los incendios de casualidad de los de intención. La primera sabe remedar a la segunda, y esta tiene a veces bastante destreza para disfrazarse de inocencia... Pero no pueden hacerse consideraciones dentro de un convento que se quema y en presencia de veintiséis pobrecitas mujeres, contando religiosas y sirvientes, aprisionadas entre llamas, y que por ninguna parte hallarán salida si no las favorece el vecindario. Las llamas entraron en la iglesia, y agarrando la primera cortina que hallaron a mano junto al altar, escalaron la pared. Como bocas hambrientas que hallan pan, clavaron sus voraces dientes en la vieja madera de los altares; de un soplo devoraron el apolillado tisú y las secas flores que adornaban las imágenes; subieron más culebreando; de una manotada hicieron estallar todos los vidrios, entraron fuertes corrientes de aire, y engordando entonces súbitamente, los horribles dragones de fuego estrecharon en sus mil brazos ondulantes las vigas de la techumbre. Por otra parte, la sacristÃa, centro y raÃz principal del incendio, enviaba llamas por el pasillo que conducÃa al locutorio, mientras el fuego que salÃa de las crujÃas bajas del ala izquierda trepaba a las galerÃas, incendiando las celdas altas. Felizmente la escalera estaba libre, y, aunque muy cargada de humo, permitÃa a las monjas bajar al claustro. La invasión de la sacristÃa por el fuego no permitÃa tocar la campana; pero los vecinos de Solsona vieron pronto aquella claridad horrible y la columna de humo que coronaba a San Salomó como una aureola infernal. Todas las campanas de la ciudad se desgañitaban; levantáronse los habitantes todos, para correr en auxilio de las madres dominicas. El incendio era de esos que no habrÃan cedido ante los aparatos modernos, formidable artillerÃa de agua que, servida por los bomberos, suele abatir baluartes de fuego en las ciudades de hoy. ¿Qué podrÃan hacer contra aquel infierno los diligentes vecinos y los guerrilleros navarros llevando cubos de agua? Pronto se conoció que serÃan inútiles todos los esfuerzos para salvar la fundación del señor marqués de San Salomó, y no hubo más que un pensamiento: salvar a las pobres madres. No se sabe por dónde entraron los primeros que fueron a auxiliar a la comunidad; lo cierto es que cuando algunos vecinos rompieron a hachazos la puerta del locutorio y entraron en el claustro, vieron que dentro del convento habÃa ya gente ocupada en salvar lo que se podÃa. Sin duda aquellos hombres habÃan entrado antes que el fuego imposibilitase el paso de la sacristÃa al claustro. El aspecto de este y del patio era espantoso. Bajaban llorando las pobres monjas, y no hubo santo alguno que no fuera invocado entre gritos, lamentos, congojas, interjecciones de horror. VeÃanse las blanquinegras figuras corriendo y bajando al claustro, como rebaño de ovejas acosadas por el lobo. Algunas habÃan salido de sus celdas sin acabar de vestirse, porque el fuego no les habÃa dado tiempo para más. PonÃan otras gran empeño en salvar su ajuar, y hacÃan subir a los vecinos o trataban ellas mismas de arrostrar la atmósfera de humo para sacar algunos objetos. Otras, más filosóficas, creÃan que después de perdida la casa, nada merecÃa ser salvado. Los hombres a quienes la catástrofe habÃa abierto las puertas del sagrado asilo, sacaban de las celdas lo que se podÃa salvar y lo arrojaban desde la galerÃa alta. Las llamas avanzaron; no fue posible continuar en aquella tarea. Un calor horroroso, suficiente a dar idea perfecta de las penas del infierno, impedÃa a todo ser vivo permanecer más tiempo en el claustro y aun en la huerta. Era preciso salir, abandonar para siempre aquellos benditos muros que el demonio habÃa tomado para sà expulsando a las esposas de Jesucristo. HabÃa monja a quien esta idea afligÃa más que el peligro de morir asada. Dos de aquellas infelices, enfermas en cama, fueron sacadas en brazos, y en una de ellas pudo tanto el miedo que expiró en la puerta. La confusión crecÃa. HabÃa allà hombres diversos, paisanos y militares, yendo y viniendo sin entenderse. Todos mandaban, nadie obedecÃa. Cada cual obraba según su valor, su generosidad o su iniciativa. Hubo quien se echó a cuestas a dos monjas y quiso salir con ellas cuando aún no habÃan bajado todas. Hubo quien propuso un premio al que entrara en la iglesia para salvar de las llamas el sÃmbolo de la EucaristÃa, sin que apareciese un héroe decidido a afrontar la muerte por empresa tan santa. Hubo quien intentó salir por la puerta del locutorio; pero esto era imposible. Las llamas se habÃan extendido ya por el pasillo, y el humo era tan denso que no habÃa medio de dar un paso en el locutorio. Las monjas se llamaban unas a otras como para reconocerse y recontarse. —Madre Transfiguración, ¿está usted ahÃ? —SÃ, el Señor me ha dejado vivir. ¿Y sor Melitona de San Francisco? —La he visto hace un momento... ¿Se ha salvado la madre Rosa de San Pedro Regalado?... —SÃ, ahà está... —Sor Ana, ¿está usted aquÃ?... Sor Ana. —Allá está... Se ha empeñado en salvar sus colchones, y por tales pingajos han estado a punto de perecer dos hombres. —Hay personas muy imprudentes. —¿Y la madre Monserrat? —Aquà estoy, hija, más muerta que viva —repuso la voz cavernosa que salÃa al parecer de una calavera—. Por más que me vuelvo loca no puedo averiguar dónde está sor Teodora de Aransis. La flaca monja entraba y salÃa de grupo en grupo como una serpiente que culebrea resbalando entre la hierba. —¿Está sor Teodora de Aransis? —Repito que no lo sé... No está aquÃ, ni allÃ, ni allá. —¡Jesús Sacramentado! ¿Si se habrá quedado en su celda...? —¡Calle usted, tonta!... ¡Por las sagradas llagas!... ¡Si hemos subido y hemos encontrado la celda vacÃa!... y los restos de un festÃn. ¡Es particular!... ¡Y el incendio ha sido intencionado! ¡Aquel hombre!... No me queda duda de que él, él... —¡Sor Teodora! ¡Sor Teodora!... —Hay que salir al momento; no puede perderse un minuto. Afuera, señoras —gritó un hombre moreno, bien plantado, con uniforme militar, el cual habÃa logrado a fuerza de golpes, bramidos y empellones, imponer su voluntad en medio del gran tumulto. ¡Gracias a Dios, al fin habÃa alguien que mandara en aquel desconcierto! —¡Que se cae la pared del claustro! —gritó una voz terrible y de agonÃa. —¡Afuera, afuera! Fue preciso abrir con grandÃsimo trabajo un boquete en la tapia de la huerta, con espacio suficiente para dar salida a la comunidad, siempre que esto se hiciera con orden. El hombre moreno, coronel de ejército y jefe de los voluntarios navarros y aragoneses, designó un plazo para tal operación y la hizo ejecutar a sablazos. Trabajaban con ardorosa fiebre picoteando el ladrillo con azadones, palas, barras, clavos, con cuanto habÃa. No habÃa concluido la obra importante, cuando el coronel sintió que le sacudÃan fuertemente el brazo. Volviose y vio una monja que no parecÃa sino la estampa de la muerte. —Señor coronel —dijo el espectro—. Señor coronel, el incendio ha sido intencionado. Yo sé quién es el perverso que ha hecho esta gran bellaquerÃa. —¿Quién?... ¿Dónde está? El espectro extendió su brazo blanco, que parecÃa un bastón metido en la funda de una remollada, y señaló a un hombre vestido de payés y con un brazo vendado, el cual en aquel instante arrojaba una herramienta de las que habÃan servido para abrir el boquete, y se deslizaba por él, ávido de poner sus pies en la calle. Dando un rugido, Carlos Navarro gritó: —¡A ese..., ese..., que se escapa!... ¡Zugarramundi..., ahà va..., cuidado..., es él!... La roja claridad que iluminaba las caras, daba a esta escena un aspecto de extraordinario pavor. La griterÃa que fuera sonaba no permitió conocer lo que pasó; pero sin duda los deseos del jefe quedaron satisfechos, porque se abalanzó a la tronera y retirose después diciendo: —Muy bien, compañeros... No pensé que Dios me le depararÃa esta noche... Bien decÃa yo que se habÃa metido aquÃ... ¿Conque también incendiario? ¡Horrible conjunto de crÃmenes!... Ahora, señoras, salgamos. Mucho orden..., digo que mucho orden... Esta noche le voy a romper a alguno la cabeza. Colocó un grupo fuera de la tronera y otro grupo dentro. No eran como dos ejércitos, sino como dos partidas de juego de pelota. Los de dentro cogÃan en brazos una dominica, y por el boquete la entregaban en los brazos de los que estaban fuera. ParecÃa que echaban niños en el torno de una casa de expósitos. Nunca falta un bufón en las más terribles escenas de la vida, y allà hubo uno que al echar fuera una monja, decÃa: —Ahà va otra carta al correo. Pocas hubo que hicieran dengues y repulgos al verse entre brazos de hombres: el susto, el horror, el peligro, no permitieron a las más de ellas entretenerse en gazmoñerÃas. Cuando todas estuvieron fuera, se reunieron en apretado grupo: no sabÃan andar, no sabÃan a dónde ir. La más tranquila era la muerta, a quien echaron fuera como un saco. Aunque se incendiase el mundo todo, aquella nada podrÃa decir. Unas se arrojaban sin aliento en el suelo; otras lloraban a lágrima viva; otras hablaban en coro, haciéndose preguntas, expresando con una observación breve, con un vocablo suelto, con una articulación indefinible, el pánico, el azoramiento, la turbación de aquel instante. —¿Estamos todas? —Una, dos, tres, cuatro... —¿Y a mà no me cuentan? También estoy aquÃ. —Tengo una mano abrasada... ¡Jesús mÃo, qué dolor tan vivo! —Mirad cómo está mi hábito; y gracias que la SantÃsima Virgen me libró de morir achicharrada. —Estuvo en un tris que me quedase en la escalera hecha carbón. —Ya sabéis que no gusto de enredos. Por la salvación de mi alma, que cuando subimos habÃa en la celda restos de un festÃn... pero de un festÃn opÃparo. —Contemos otra vez..., dos, tres... —Pues sà que falta una. —Su celda estaba vacÃa, vacÃa, vacÃa... La luz apagada... Yo le habÃa visto antes, y su cara se me quedó en la memoria, ¡qué terror! TenÃa el brazo vendado y la manga subida. —El único zapato que pude ponerme se me perdió en la huerta... —Yo dormÃa profundamente, cuando sentà un ruido infernal: abrà los ojos, vi la claridad... ¡El divino Jesús nos valga! —Ya no queda duda. Con la muerta somos veintiuna, con las cuatro criadas veinticinco. —¡Falta una, falta una! —¿SerÃa yo capaz de decir una cosa por otra?... Un hombre, un hombre. ¡Horripilante suceso! ¿Por qué nos quemarÃa nuestra casa ese malvado? —Yo también digo que el convento ha sido incendiado por una mano alevosa. —¡Falta una! —¡Qué horrible aspecto presenta nuestra casa!... Adiós, San Salomó, vivienda querida, vivienda adorada; adiós para siempre. —Adiós, San Salomó. Señor, Padre Nuestro, pues tú lo has querido, sea. Pobres debemos ser y pobres seremos. —¡Bendito sea el poder de Dios! —No puedo mirar a San Salomó... Me muero de aflicción. —Ãnimo, hermanas mÃas. El Señor lo ha querido asÃ; tengamos resignación. —Yo le vi, yo le vi. —¿A dónde vamos? —¿Estamos todas? —No, no, que falta una. —Falta una. —Una. XXIV El concertado desarrollo de esta narración, que es menos novela de lo que creerán muchos, exige que no digamos ahora una palabra más de las buenas madres de San Salomó, dejándolas entregadas a su dolor y en camino del albergue provisional que les preparó el obispo de Solsona. Otros personajes nos llaman en lugar no apartado del siniestro, allá donde suena la bronca trompeta de la historia anunciando los sucesos que se escriben en páginas muy graves, y que también han de tener su hueco importante en estas, que lo son de entretenimiento. A la mañana siguiente, cuando aún echaba humo y chispas el cadáver tostado de San Salomó, don Carlos Garrote (y jamás pudo en su gloriosa vida de insurrecciones por la fe quitarse nombre tan duro) estaba en su alojamiento de la calle de San Francisco acometido de un mal que con frecuencia padecÃa, y que en los últimos años se le habÃa recrudecido bastante: este mal era la cólera. Mostraba su dolencia hiriendo el suelo con el pie, golpeando con la mano una mesa harto desvencijada, y que con tales caricias iba en camino de no servir más que para leña, y, finalmente, soltando de su boca en nutrida descarga venablo tras venablo. Mientras expresaba su enojo andando de un testero a otro y llevando de la cabeza a los bolsillos sus manos, un segundo personaje, sentado junto a una segunda mesa donde habÃa butifarra, pasteles y vino, parecÃa encargado de representar con su sensual abandono, sus ojos medio chispos y su semblante epicúreo, la antÃtesis del exaltado y ardiente Garrote. Aquel viejo borracho era Mañas, guerrillero estúpido que los caudillos habÃan arrinconado por no servir más que de estorbo. Un tercer personaje agrandaba el cuadro: era un capitán de lanceros, joven, bien parecido, y que por su cortesanÃa y aspecto hidalgo contrastaba con la rudeza de los dos soldados apostólicos. Aún falta mencionar otro individuo; pero en este basta la mención: era el capellán de San Salomó, mosén Crispà de Tortellá. Lo único que la escrupulosidad histórica nos obliga a decir, es que parecÃa inclinarse más a compartir con Mañas la butifarra, los pasteles y el vino, que con Garrote la ira, las manotadas y los vocablos picantes. Menos Navarro, todos estaban sentados, y, a excepción de Mañas, todos muy serios. Lástima que no estuviéramos allà desde el principio del consejo. El primero a quien oÃmos fue Garrote, que repitiendo una idea expresada sin duda muchas veces antes de nuestra llegada, dijo con la boca, con las manos y con los pies: —Yo no me someto. A esta aseveración, semejante a un disparo, sucedió un silencio profundo. Garrote, luego que dio varias vueltas en una órbita, cuyo centro era Mañas, se paró delante del oficial de lanceros y le echó a boca de jarro estas palabras: —Si los demás quieren someterse, yo no me someto. DÃgalo usted asà al conde de España, que le ha enviado. —Ya esta guerra no tiene razón de ser, señor coronel —dijo con energÃa el oficial—. Su Majestad ha llegado ya a Cataluña y ha mandado dejar las armas a los que se habÃan alzado en su nombre. —Yo no me he levantado en su nombre. —¿Pues en nombre de quién? —En nombre de otro... No vengamos aquà con mixtificaciones... Se nos dijo una cosa y ahora resulta otra... Este es un juego indecente, un juego indecente. —Pero, señor coronel de mis pecados —dijo mosén Crispà apretándose el vientre y tratando de dar a su rostro expresión de bondad—. Si Su Majestad declara que es libre, que no hay tal jacobinismo en Palacio, que pondrá la fe católica por encima de todo... ¿qué hemos de hacer nosotros? No seamos más realistas que el rey, por amor de Dios. —Señor Tortellá de mil demonios —dijo Garrote encarándose con él e increpándole con desabrimiento—. No venga usted a empastelarnos con sus distingos y sus boberÃas de canónigo harto. Bastante nos han engañado ya; ¿y quién nos ha metido en este berenjenal? Usted y sus colegas, los de hábito negro y pardo. ¿Por qué antes nos decÃan una cosa y ahora otra? ¿Qué inmunda farsa es esta? ¿Qué comedia ridÃcula y nauseabunda quieren ustedes representar? ¿Me han tomado por tÃtere? A mà me gustan las cosas claras y las palabras concretas, ¡señor Tortellá de mil rábanos! Ustedes nos han engañado; nos hicieron tomar las armas, y ahora nos mandan soltarlas. ¿Cuál fue la razón de aquello? ¿Cuál fue la razón de esto? —Nosotros... —balbució el capellán muy atolondrado. —Ustedes, sà —declaró Garrote furioso como un león. Estaba junto a la mesa desvencijada, y a cada dos o tres palabras daba con la palma de la mano un golpe que sonaba como un pistoletazo. —SÃ, ustedes... Nos dijeron que se iba a emprender una guerra grande, gloriosa..., ¡pum!, una guerra por la religión. Nos dijeron que el rey, ¡pum!, estaba entregado a los masones, y que la Cámara real era una logia, una zahúrda de jacobinos..., ¡pum!, que Calomarde era masón, que el rey era masón..., ¡pum! Nos dijeron, y esto es lo más grave, que la guerra se harÃa alzando la bandera de la religión y proclamando..., ¡pum!, el nombre del infante don Carlos como futuro rey de España en sustitución de Fernando VII... Nos dijeron que en Madrid estaba todo hecho para quitar del trono a un hermano que estaba vendido a los masones, y poner, ¡pum!, a otro hermano que oye misa todos los dÃas... Nos dijeron que cuando se levantase Cataluña, toda España responderÃa, y que el reinado de la fe y la destrucción del liberalismo vendrÃan fácilmente... Nos dijeron que habÃa un Breve secreto del Papa ordenando el alzamiento, y que Francia, Austria y Rusia lo apoyaban..., ¡pum! Nos engañaron pintándonos la Junta Apostólica de Madrid como un centro poderoso, y ahora veo que no es más que una reunión de mentecatos, de algunos consejeros cesantes que quieren volver al Consejo, de algunos canónigos que quieren ser obispos, y de algunos brigadieres que quieren ser generales..., ¡pum, pum, pum! La mano del guerrillero rebotaba como una pelota de goma, y tenÃa la palma roja, casi sangrienta. Mosén Crispà no se atrevió a contestar, y miraba a la butifarra, a Mañas, al oficial, a la mesa golpeada, por ver si alguno de estos tres objetos le sugerÃa una idea. —Y ahora —prosiguió Garrote apartándose de la mesa, que habÃa quedado casi llorando —ahora nos dicen que todo ha sido una broma; que dejemos las armas; que el proyecto de poner a don Carlos en el trono es prematuro, impracticable, tonto, cosa de monjas, y no sé qué más... Esto es jugar con hombres formales. Ha bastado que el rey haya venido a Cataluña para que todo se desvanezca como el humo: los más valientes se vuelven cobardes, muchos bravos se esconden, y los curas se meten en las iglesias a decir: _Pésame, Señor..._ ¡Mil rábanos! No ha pasado nada... con tal que conserven sus empleos, sus canonjÃas y sus prebendas esos señores que nos han hostigado. El rey llegará y hará un picadillo masónico con la carne de todos los que se han batido en Cataluña por la causa santa, divina, inmortal, de la fe y de la monarquÃa. —No —dijo bruscamente el oficial—. Lo primero que ha dicho Su Majestad es que perdonará a todo el mundo. —Eso se dice para que soltemos las armas, para que nos entreguemos como corderos... ¡Perdón, perdonar! ¡Qué horrible ironÃa! Linda cosa es el perdón masónico. Los mismos que desde Madrid y desde Barcelona dirigieron esta trama, serán los primeros que aconsejen al rey castigos terribles, para que callen las bocas que pudieran revelar secretos graves... ¡Rábano, rábano! La mÃa, si no me la cierra el verdugo, será la primera que grite: «Esos que hoy se acogen al manto real y reciben en triunfo a don Fernando, fueron los que nos hostigaron a quitarle del trono para poner en su lugar al infante don Carlos, que oye misa todos los dÃas». Comprendiendo la necesidad de decir algo, Mañas murmuró algunas palabras torpes y oscuras, que salieron de su boca como un vapor vinoso. Mosén Crispà le mandó callar, tocándose la sien con el dedo Ãndice y guiñando el ojo. Su mÃmica quiso decir: —Ese hombre de los rábanos está loco: no hagamos caso de él. —Sus deberes de militar, sus gloriosos antecedentes, señor coronel —dijo el oficial—, el uniforme que viste, el bien del paÃs, y la suerte de muchos hombres inocentes, exigen de usted que se someta a la voluntad del rey. El rey ha pedido a todos prudencia y cordura, y es preciso que todos respondamos a la voz de nuestro soberano legÃtimo. —Yo no me someto, yo no me someto —afirmó Garrote con voz de trueno—. Si Jep dels Estanys, Caragol, Pixola, Rafi y los demás quieren someterse, háganlo en buen hora: ellos se entenderán con su conciencia. Al hacerlo habrán visto delante de sà la balanza que tiene en uno de sus platos el ascenso y en otro el verdugo. ¡Mal demonio harto de rábanos!, a mà no me sobornan las charreteras ni me asusta la horca... Cuando mi conciencia me acuse me fusilaré yo mismo. Yo no me someto... Aquà hay mucha, pero mucha inmundicia... Esto da náuseas. —Somos militares y debemos obediencia al rey —dijo el oficial. Garrote clavó en él una mirada centelleante; apretó los dientes: la piel verdosa de sus sienes y de su cara vibró como si los tendones y venas fueran alambres sacudidos por la descarga eléctrica. —¡Obediencia! —exclamó sacando de su volcánico pecho palabras como rugidos—. ¿A quién?... ¡Ah!, señor oficial... yo no obedezco más que a Dios, que fortalece mi brazo y afila mi espada para que defienda su religión santa contra los jacobinos. Yo no obedezco más que a mi conciencia, que me manda no reconocer dueño alguno mientras no se siente en el trono de San Fernando el prÃncipe elegido por Dios para restablecer los santos principios del gobierno cristiano... Veo que mira usted mis charreteras... ¡Ah!, desde hoy las considero como una deshonra... No puedo servir a dos señores... Fuera de mÃ, insignias de vilipendio, que me parecéis emblemas de un orden masónico. Y se arrancó con salvaje fuerza las charreteras. Su mano como una garra tiró tan violentamente, que rasgó el paño de la levita y mostró la camisa en los hombros. Después arrojó contra la pared las insignias, gritando: —¡Fuera de mÃ!... No quiero pertenecer a este rebaño de miserables... Desde hoy soy libre, combatiré solo, combatiré por la fe y por el verdadero trono allá en mis benditas montañas donde jamás se conoció la traición. EL oficial se levantó. —Nada tengo que hacer aquà —manifestó con desabrimiento, afirmándose el chacó en la cabeza—. Por fortuna, los jefes principales del movimiento conocen lo descabellado y ridÃculo de sostenerlo más tiempo, y ya han dicho que depondrán las armas. —Cada cual —dijo Garrote mirando al oficial con desdén— es dueño de meterse en lodo hasta el cuello. El oficial hizo una profunda reverencia y se retiró. El ruido de sus pasos no se habÃa extinguido en la escalera, cuando Garrote se acercó a la puerta y gritó: —¡Zugarramundi! El hombre velludo, tan parecido a un oso pirenaico, apareció en la puerta; era desde antaño feroz satélite y ayudante del furibundo coronel. En las guerras de partidas era su jefe de estado mayor. —Nos vamos en seguida —le dijo el jefe. —¿A dónde? —A nuestra tierra; los aragoneses pueden quedarse en la suya. —Está bien; ¿y cuándo salimos? —Dentro de una hora. Paga las cuentas del mesón, dispón los caballos... Si algún catalán de los que están conmigo quiere someterse, le dejas ir en paz... Pero antes... Zugarramundi, que ya se retiraba, volvió. —Pero antes —añadió el coronel— le mandas dar veinticinco palos. —Está bien... ¿Y qué dispones del prisionero? —¡Ah..., el prisionero!, no me acordaba en este momento. Pues al prisionero... Se puso a meditar acariciándose la barba. —Le llevaremos con nosotros. ¿Cuántos carros tenemos? —Cinco. —Destina uno para él si no puede andar. —No puede: la herida que ayer le hicimos cuando querÃa escaparse por la gatera de San Salomó le tiene un poco marchito. ¿No dijiste que habÃa que fusilarle? Pues dejémosle aquÃ. —¿Muerto? —O vivo. El señor Mañas se encargará de cumplir la sentencia. —SÃ, para que me lo suelten otra vez. ¡Rábanos! No, le llevaremos, le llevaremos, y en el camino daremos cuenta de él. ¿Va algún capellán con nosotros? —Ninguno. —Bueno, no faltará un cura que le auxilie... Dale bien de comer... no quiero que padezca hambre... Es paisano nuestro, Zugarramundi; es alavés. —Está bien. Después que se retiró el oso, quien primero rompió el silencio fue mosén Crispà de Tortellá, y gozoso de tener un tema de conversación distinto de aquel en que habÃa merecido los apóstrofes del coronel, habló de este modo: —Por mis pecados, señor don Carlos Navarro, que ha sido usted demasiado benigno con ese demonio de hombre. Yo le hubiera mandado fusilar delante de las tapias humeantes de esa santa casa vilmente incendiada. ¡Oh! Señor don Carlos, horripila ver la enorme dosis de perversidad que Lucifer ha depositado en el alma de algunos hombres. Carlos solo contestó con un gruñido. —No puede quedar duda de que ese embajador de los jacobinos fue quien puso fuego a la casa del Señor, sin duda con el salvaje intento de reducir a cenizas a las inocentes vÃrgenes... No puedo hablar de esto sin que se me parta el corazón. En el mismo instante, Mañas partÃa la butifarra. —No obstante —añadió el venerable tomando la ruedecilla que Mañas le ofrecÃa—, yo procurarÃa indagar... Indudablemente aquà hay un misterio... Ese hombre... —Aquà hemos venido... —murmuró Mañas con torpe lengua, demostrando que si los demás habÃan ido allà con algún objeto, él no habÃa ido sino a comer cerdo y a beber vino. —SÃ, ya lo sé —replicó el capellán algo turbado—. Hemos venido a convenir cómo se ha de arreglar esto de soltar las armas... Es caso grave, porque la ciudad de Solsona no quiere malquistarse con el rey; la ciudad de Solsona no quiere que la horca se alce en su plaza de San Juan, ni que las tropas del conde de España entren aquà tocando los clarines de la venganza. —Pues usted dirá... Ya sabe usted que yo me voy. —Pues... el Ayuntamiento que me delegó para tratar con usted de la paz, desea que todo se arregle, que la ciudad de Solsona aparezca amiga de Su Majestad. —Yo me voy... —Sin someterse: eso es lo mejor para la tranquilidad de la ciudad. Ahora falta ver quién recoge el mando de las pocas fuerzas apostólicas que hay aquÃ. —Por mi voluntad entregarÃa el mando a don Pedro Guimaraens, la única persona decente que conozco en esta tierra. —Don Pedro marchó al cuartel general, y dicen que el conde de España le ha dado un batallón para que recorra el paÃs y apoye a los que quieran someterse, que son los más. Puede que esté en Regina CÅ“li. A falta de don Pedro Guimaraens, yo pondrÃa la autoridad en la cabeza de TilÃn. —¿En dónde está ese TilÃn? —Pues mire usted que no lo sé, y me da que pensar su desaparición. Hoy le he buscado todo el dÃa y no he podido encontrarle. Anoche se portó heroicamente; fue el primero que entró a salvar a las pobres monjas... Después no se le vio más. —¿En dónde está? —¿No le he dicho a usted que no lo sé? Ese sacristán tiene unas rarezas... Suele esconderse cuando se le necesita y presentarse cuando no hace falta. —Bien —dijo Garrote—. Pues ha de quedar en la división apostólica de Solsona una sombra de autoridad; pues es preciso que esta farsa asquerosa que llaman la paz..., yo la llamarÃa la ignominia..., se haga con visos de convenio: yo delego mi autoridad... Miró con desprecio a Mañas, que con su mano temblorosa vaciaba el turbio residuo de la última botella. —Sà —añadió el fogoso guerrillero—. El bando apostólico de Solsona es digno de tener por jefe a un borracho. Viejo Mañas, te confiero el mando. Toma ese bastón, animal. Y cogiendo una butifarra y haciendo ademán de metérsela por la boca, y dándole después dos golpes con ella en el cráneo, la arrojó violentamente sobre la mesa y salió de la sala. XXV Desde que los cocheros de Palacio, los marmitones, los lacayos y algunos soldados vendidos a los palaciegos inauguraron el 19 de marzo de 1808 en Aranjuez la serie de bajas rapsodias revolucionarias que componen nuestra epopeya motinesca, el más repugnante movimiento ha sido la sublevación apostólica de 1827. Es, además de repugnante, oscuro, porque su origen, como el de los monstruos que degradan con su fealdad a la raza humana, no tuvo nunca explicación cabal y satisfactoria. Acabó misteriosamente, lo mismo que habÃa empezado, como esas tragedias reales en que, por una secreta confabulación de testigos, asesinos y jueces, queda todo indeterminado y confuso, no existiendo la evidencia más que en la muerte de la vÃctima... No hubo lógica ni plan en la sublevación, como no hubo justicia en los castigos. CreerÃase que eran autores de aquella intriga sangrienta los mismos contra quienes parecÃa dirigida, y que la propia mano herida por el filo, acariciaba la empuñadura de aquella espada que se forjó en las agrestes ferrerÃas de las montañas catalanas y se templó en los conventos. En todo lo relativo a los orÃgenes de tal guerra, hay algo de las poéticas vaguedades de la leyenda: la historia no ha podido esclarecer con su luz las lobregueces de este hecho, que solo puede compararse a las tenebrosas demencias del suicidio. Durante largo tiempo se consideró que la guerra apostólica habÃa sido engendrada por la sociedad secreta del absolutismo llamada _El Ãngel Exterminador_, y compuesta de obispos ambiciosos, consejeros cesantes e inquisidores sin trabajo. Aunque el absolutismo ha tenido también su masonerÃa, y de las más chuscas, aun sin el uso de mandiles, ningún historiador ha probado la existencia de _El Ãngel Exterminador_. Quién decÃa que su centro estaba en Roma, quién que estaba en el cuarto del infante don Carlos. Pero si la sociedad no es cosa evidente, lo es, sÃ, la existencia de una intriga formidable y subterránea, de la cual eran activos trabajadores muchos próceres y magnates, diestros en las artes del topo. La posterior guerra de los siete años probó que desde 1825 el absolutismo rabioso, anhelando cambiar de Ãdolo porque el existente no satisfacÃa por completo su sed de persecuciones y de venganza, habÃa empezado a preparar el terreno. Si alguien pudo esclarecer los orÃgenes de la sublevación apostólica, fueron los cabecillas catalanes: sin duda ellos pensaban decir algo; pero antes que pudieran ser indiscretos, Calomarde y el conde de España les fusilaron a todos. El rey les prometió el perdón para que se sometieran, y después de sometidos les fusiló para que no hablaran. Es una diplomacia como otra cualquiera. ¿Fue Calomarde instigador de la guerra? Entonces resultarÃa Fernando VII juguete de su ministro, y esto no era asÃ. Calomarde, que sin duda hubiera sido capaz de venderse a quien le quisiera comprar, sirvió bien a Fernando hasta el cuarto casamiento de este, y en 1827 todavÃa era no más que instrumento harto sumiso de las pasiones y del brutal egoÃsmo de su señor. Si Calomarde no fue autor de la campaña, los verdaderos autores de ella se le sometieron al ver el mal éxito de la misma, aspirando a sacar de la paz el partido que no habÃan podido sacar de la guerra. Es indudable que los tenebrosos congregacionistas de _El Ãngel Exterminador_ (y es forzoso dar este nombre a la pandilla por no tener otro) salieron muy bien librados de aquella sangrienta aventura; pero también lo es que los infelices que habÃan sacado las castañas del fuego para satisfacer las hinchadas ambiciones y las envidias de la corte, pagaron con su vida el crimen propio y el ajeno. Grave cosa fue aquella sublevación cuando Fernando se dispuso a sofocarla por sà mismo. Salió de El Escorial el 22 de septiembre, siendo despedido por los célebres versos de la bondadosa reina Amalia, que al componerlos demostró tener más comercio con los ángeles que con las musas. Al rey acompañaba Calomarde. HabÃa gran prisa, y el déspota y su Sancho Panza recorrieron el camino con una rapidez que habrÃan envidiado quizás algunos de nuestros trenes mixtos. Pero delante del rey habÃan salido los correos reservados llevando órdenes apremiantes para que cesara todo. Por eso, apenas puso el pie en tierra de Lérida el egregio conde de España con su ejército, principió la desbandada. Las pequeñas partidas se presentaban, y las grandes se ponÃan en movimiento para sacar algún jugo del paÃs antes de disolverse. La sublevación cayó como un espantajo de trapo y caña puesto en medio de los sembrados, y al cual quitan de pronto la vara que lo sustenta. Los facciosos del Panadés y de Tarragona fueron los más solÃcitos para presentarse a indulto. En cambio, Jep dels Estanys, Caragol y la gente furibunda de Manresa se mostraron muy rebeldes. Sin atreverse a hacer frente al conde de España, resistiéronse a terminar tan tonta y desabridamente una guerra a que los de _El Ãngel Exterminador_ les habÃan lanzado, ofreciéndoles la cooperación de Rusia con 40.000 hombres y 6000 caballos, el apoyo de Francia y las simpatÃas del Papa. Dejando guarnecida a Manresa, salieron. Jep se dirigió a Berga, que era su madriguera preferida, y Caragol fingió una marcha sobre Barcelona, unos dicen que con objeto de acercarse a la frontera, y otros que con el fin puramente _apostólico_ de merodear. No tenÃan las manos atadas aquellos benditos arcángeles de fusil y cartuchera, porque Jep dels Estanys, cuando tuvo que salir de Berga perseguido por el conde de España, sacó de allà _dieciocho_ cargas de dinero, que eran la cosecha de unos cuantos meses de trabajo en la viña del Altar y el Trono. Ya veremos la suerte que les cupo a estos andantes cosecheros, a quienes Fernando hablaba en su proclama _el lenguaje de la clemencia, abriéndoles sus brazos de padre amoroso_. Una observación haremos que será la última pincelada en el cuadro de aquella guerra, y es que todas las reyertas entre los absolutistas de uno y otro bando, asà como todas sus reconciliaciones, terminaban con un porrazo a los liberales. Estos infelices, pocos en número, acobardados y oscurecidos, pagaban el furor de los sublevados y de los perseguidores de los sublevados. Los rebeldes, al huir delante del conde, gritaban de pueblo en pueblo: «¡muerte a los _negros_!» y el feroz España solÃa decir: «esos malvados _negros_ tienen la culpa de todo». Asà es que se llevaba con paciencia la fuga e impunidad de los apostólicos con tal que hubiese _negros_ que sacrificar. Un observador de pura casta absolutista como mosén CrispÃ, habrÃa creÃdo que aquellos pobres fueron puestos en España por Dios para impedir que los defensores de este se destrozaran demasiado al engrescarse entre sÃ. SerÃa de bronce o de berroqueña quien no sintiera la más viva lástima de tales desdichados. ¿VencÃan los apostólicos?..., pues ¡_muerte a los negros_! ¿Iban bien los absolutistas?..., pues ¡_duro en los negros_! Que las cosas iban mal en el campo de Jep..., pues ¡_a ellos, que tienen la culpa de todo_! Que salÃa chasqueado el conde y se desesperaba por no poder alcanzar a Pixola..., pues ¡_viva la religión y mueran los masones_! SÃntesis de este hecho y resumen de él fueron las horrorosas hecatombes de Barcelona a principios del año siguiente, cuando los envenenados odios y disputas que desgarraban el seno de la familia realista parecÃan no poder aplacarse sino engolosinando a uno y otro partido con carne de liberales. Explicada la situación de la guerra, nos cumple despedirnos de la bienaventurada ciudad de Solsona, donde han ocurrido los principales sucesos de esta historia, para buscar el término y solución lógica de ellos en otro pueblo menos ilustre, pues carece de escudo de armas, de abolengo romano y de murallas; pero que merecerÃa tener todas estas cosas y aun otras, solo por haber sido teatro de los verÃdicos sucedidos que vamos a referir. XXVI Al anochecer del dÃa que siguió a la catástrofe de San Salomó, un cochecillo de dos ruedas corrÃa por el detestable camino que desde Solsona se dirige a la Conca de Tremp. Era uno de esos vehÃculos puramente españoles que parecen hechos para realizar el ideal de la incomodidad, y cuyo nombre responderÃa perfectamente a su cruel instituto si en vez de _tartana_ fuera _quebranta-huesos_. Era cerrado, formando una especie de cajón alto con portezuela en la parte posterior, y en la delantera un ventanucho pequeño, sin vidrio, destinado a dar aire a la vÃctima, para que no la asfixiara el calor antes de tener los huesos bien rotos y las carnes bien molidas. Tiraba de él un brioso caballo que parecÃa más hecho al noble oficio de la silla que al del arrastre, a juzgar por el desorden de su marcha y los brincos con que amenazaba volcar el vehÃculo. Guiábalo un joven sentado en media cuarta de tabla adherida a la limonera de la derecha. ParecÃa tener el cochero un delirante anhelo de llegar pronto a su destino, según aporreaba al animal con la vara. El interior lo ocupaba sin duda persona a quien el de fuera estimaba en mucho, porque entre golpe y golpe descargado sobre la bestia, volvÃa su rostro, y mirando al interior del quebranta-huesos por la ventanilla delantera, decÃa algunas palabras enderezadas a dulcificar la molestia de transporte tan inquisitorial. El camino, que más era de herradura que de ruedas, estaba alfombrado de guijarros, que en algunos sitios eran verdaderos peñones, ofreciendo en otros hoyos profundos. Caballo y camino jugaban con el coche como un titiritero con las bolas, haciéndole dar graciosas piruetas. Viendo aquello, tendrÃa corazón de bronce quien no compadeciera a la persona que dentro iba. Si tal persona, además de ir allÃ, iba contra su voluntad, era tan digna de lástima como quien va al patÃbulo en la fatal carreta. La noche era oscura y serena; pero el horizonte se inflamaba a ratos con vivos relámpagos, indicio de tormenta próxima, y algunas ráfagas de aire fresco venÃan del lado de la montaña, levantando polvo y haciendo murmurar el ramaje de los árboles. Ni un alma se hallaba en tal hora por aquel camino solitario y agreste, y las pocas casas que se veÃan al paso estaban cerradas y silenciosas. CreerÃase que la superstición habÃa alejado a todos los habitantes de aquella tierra, y que solo quedaban los duendes para obligar a huir también a los que después viniesen. Pero el quebranta-huesos pasó al fin a regular distancia de una casa, en cuya ventana brillaba una luz. Entonces, del lóbrego cajón inquisitorial salió una voz angustiosa que dijo: —¡Socorro! El que guiaba castigó fieramente a la cabalgadura para que acelerase el paso, y cuando quedó a distancia mayor la casa iluminada, el hombre volviose hacia dentro y dijo: —No..., no vale pedir socorro, señora. Nadie oye, nadie ve. —¡Socorro! ¡Socorro! —repitió la voz interior, ya enronquecida y furiosa. Después varió de tono, y acompañada, al parecer, de lágrimas, dijo suplicante y dolorida: —Por la salvación de tu alma, Pepet, por la memoria de tu madre; déjame, suéltame, déjame en medio del camino y vete solo con tu endiablado coche... Te lo agradeceré, te lo agradeceré con toda mi alma... no te guardaré rencor, TilÃn... no te tendré miedo; me acordaré de ti en mis oraciones; pediré a Dios por ti... Sé bueno conmigo, ten piedad de mÃ..., suéltame, déjame, y asà podrás librarte del castigo que te espera por tu maldad... Piensa un instante siquiera en Dios. El hombre no pensaba en Dios. Pálido y hosco, cejijunto, balbuciente como el asesino en el momento de clavar el puñal en la vÃctima dormida, marchaba derecho a su bárbaro objeto; no reparaba en consideración alguna, no se acordaba de Dios, no era cristiano; era incapaz de toda idea piadosa; no veÃa tampoco obstáculos; no veÃa más que la fiebre ardiente que le devoraba, y aquel objeto criminal que le atraÃa, fascinando su alma irritada. Oyó que su vÃctima lloraba dentro del coche. Volviose adentro y dijo: —Es verdad que soy un malvado, que me condenaré, que arderé en el infierno..., ¿pero de quién es la culpa? —Tuya, infame ladrón, incendiario; tuya, monstruo emparentado con todos los demonios del infierno —exclamó la voz del coche, volviendo a ser colérica—. Mucho más humano serÃas conmigo si me mataras... ¡Ay!, te lo agradecerÃa con toda mi alma. Viva o muerta, infame bandido, no arderé como tú en los infiernos..., estarás solo, y padecerás eternamente, siempre, quemándote en tus sacrÃlegas pasiones, sin satisfacer en toda la eternidad la sed rabiosa de tu alma. TilÃn hizo crujir sus dientes, tan fuertemente los apretaba, y hablando consigo mismo, dijo: —¡El infierno!..., pues poco que me gusta a mà el infierno... Ya sé que he de ir a él..., ya lo sé... Si de todos modos he de ir a él, que sea... Y azotaba al caballo, porque aunque este corrÃa mucho, a él siempre le parecÃa que andaba poco; tan anheloso estaba de ganar terreno. HabrÃa deseado las alas negras que habÃa visto pintadas en el ángel de las tinieblas, para cruzar con ellas el cielo tempestuoso hasta llegar con su presa a los abismos donde se traman en juntas diabólicas las tentaciones que luego se esparcen por la tierra. Era firme creyente, y creÃa en las potestades del báratro tal como las pinta la doctrina cristiana. HacÃa el mal conociendo lo que hacÃa y las consecuencias de él. No era malo por carencia de sentido moral, como los adocenados criminales que pueblan diariamente los presidios y dan trabajo al verdugo, sino por un extravÃo que arrancaba de la exacerbación de sus violentas pasiones. Precipitado en aquel rumbo perverso, su corazón podÃa torcerse de improviso tomando otro camino. Esto lo conocÃa sor Teodora de Aransis. Dando a ratos tregua a su violenta ira, no creÃa fácil conseguir nada por la violencia, y trataba de someter a su terrible enemigo tocándole hábilmente al corazón. Por eso intentaba dar suavidad a su voz y mágico encanto a sus palabras. Sofocando su cólera, dejaba que hablase la conmovedora piedad. DirÃase de ella que intentaba enternecer y cristianizar al demonio con las súplicas que se dirigen a los santos. Sus manos aparecieron cruzadas en el ventanillo. —TilÃn, TilÃn —le dijo—. Yo te juro por Dios, que es mi Padre, y por nuestro glorioso patriarca Santo Domingo, que si me dejas y te vas, no te guardaré rencor, no tendré de ti malos recuerdos..., al contrario, los tendré buenos, muy buenos... A nadie diré que pegaste fuego a San Salomó; a nadie diré que en la confusión del primer momento, y cuando bajé huyendo de las llamas, me cogiste, me amordazaste y me sacaste por la puerta del locutorio, cuando el fuego y el humo permitÃan aún pasar por allÃ. A nadie diré que me ocultaste después en una casucha que hay fuera de la puerta del Travesat, donde tú y otros bandidos como tú, digo mal, bandidos no, sino alucinados, me tenÃan preparado el suplicio de este coche. A nadie diré que luego me has traÃdo a este viaje horrible, que no sé dónde terminará; no diré nada..., tendré buenos recuerdos de ti, me acordaré de tu amistad, de tus buenos servicios. Todos los dÃas, todos, cuando me arrodille delante del Señor Sacramentado para pedirle por los pecadores, pediré a Dios que te quite esos malos pensamientos y te dé otros buenos y cristianos que lleven tu alma al cielo, donde me volverás a ver..., sÃ, me volverás a ver. Esta idea debió parecer eficaz a la dominica, porque la repitió después de una pausa, añadiendo: —Me volverás a ver, me estarás viendo por toda una eternidad. TilÃn no dijo nada. De pronto detuvo el coche. El corazón de sor Teodora, al sentir aquella pausa en su tormento fÃsico, palpitó de emoción y esperanza. Pero TilÃn se habÃa detenido para prestar atención a un rumor lejano que a su espalda habÃa creÃdo sentir, y quiso cerciorarse de él. «Sà —pensó después de un minuto de atención—. Viene gente a caballo, y no debe de ser poca, según el ruido que hace». El sacristán-diablo pareció un momento turbado; pero al punto halló en su grande ánimo la iniciativa y la prontitud de ejecución que le distinguÃa en los lances de apuro. —TilÃn —añadió la señora—, ¿no oyes lo que te he dicho? Ten compasión de mÃ, acuérdate de aquellos dÃas en que asistiéndote en tu enfermedad, te salvé esa vida que ahora vuelves contra mÃ. Tú eras entonces un niño, yo una joven. Ahora soy una vieja. ¿Qué quieres de mÃ? Por Dios y por tu madre, hijo mÃo, ¿a dónde me llevas? ¿Qué horrible viajo es este? —En la Cerdaña —dijo TilÃn con nerviosa agitación—, en lo más alto, en lo más enriscado, en lo más solitario, allà donde están libres los osos, y donde nacen los torrentes, tengo yo una casa... —¡Y allá me quieres llevar, bandido! —exclamó la dama con desesperación, no pudiendo reprimir la cólera—. No, yo gritaré y alguien me oirá... Esto no puede seguir. ¿No hay almas caritativas aquÃ? ¿Se ha acabado el mundo? ¿Es posible que no me favorezca Dios? ¡Dios, Dios mÃo!... ¿Tantos son mis pecados que merezca este horrible infierno en vida? TilÃn, muy temeroso por aquel ruido de tropa que habÃa sentido, volvió a azotar al caballo, y desviándose del camino por una colina pelada que a la derecha habÃa, dijo para sÃ: —Me ocultaré en el monte hasta que pase esa tropa. Por aquà está, si no me engaño, el convento arruinado de Regina CÅ“li, donde solo viven dos clérigos pobres que piden limosna. No serÃa malo intentar congraciarme con ellos... Necesito un sitio seguro donde pasar el dÃa de mañana. ¿Qué hora es?, próximamente las doce. Este maldito coche es el estorbo de los estorbos. Si pudiera llevarla a caballo... Necesito cuatro jornadas, que es preciso hacer de noche, y tres descansos por el dÃa: uno aquà o en Vilaplana, otro en Nargo, otro en Querforadat, para de allà subir a mi casa. ¡Maldito coche!... Alas, alas es lo que yo quisiera. Solo mi fuerza de voluntad, que jamás se acobarda, es capaz de intentar este viaje con tales obstáculos... Si triunfo, Lucifer tendrá que darme tratamiento de excelentÃsimo señor. El coche avanzaba lentamente, porque el camino era casi impracticable en la oscuridad de la noche. De pronto oyose un estallido metálico, seco, y el coche se hundió cayendo sobre un costado. Sor Teodora dio un grito, y TilÃn lanzó un apóstrofe que habrÃa hecho estremecer de espanto a cielo y tierra, si la tierra y el cielo se afectaran por las vanas palabras del hombre. El eje del coche se habÃa roto. —¿Lo ves, lo ves? —dijo sor Teodora esforzándose en reprimir su alegrÃa—. ¿Qué quiere decir esto, TilÃn? ¿No ves claros y patentes los designios de Dios? ¿No ves la mano que te ataja en tu infame camino? Tú tienes buen corazón, tienes conciencia, aunque ahora está muy perturbada. Considera, hijo; reflexiona... Al mismo tiempo que esto decÃa dulcificando su voz, temblaba interiormente de miedo, pensando que aquella contrariedad exasperarÃa al malvado, inspirándole quizás alguna violencia horrible. También ella oyó entonces el ruido de hombres a caballo y puso atención, invocando mentalmente a Dios para que en tan apretada ocasión la amparase. TilÃn, que oÃa también con toda su alma, rugió asÃ: —¡Por las uñas y rabo del Otro! Es la partida de Garrote, que salió esta tarde de Solsona. Después miró su coche, que yacÃa en tierra como un buque recién naufragado. Abriendo la portezuela, ayudó a salir a sor Teodora, cuyos molidos huesos apenas le permitÃan moverse. La dama dio algunos pasos para probar si funcionaban, después del atroz suplicio del coche, los tendones y músculos de sus piernas. TilÃn dijo sombrÃamente: —Esto puede remediarse. A una legua escasa de aquà está el herrero Gasparó Cort, que tiene ejes de coche. Si tiene ejes, iré, traeré uno antes del dÃa, y seguiremos nuestro camino. —¡Y yo, insigne mentecato —gritó sor Teodora viendo que su situación mejoraba extraordinariamente—, te esperaré aquà tan tranquila como si estuviera en la celda de mi convento! A fe que eres simple. Esto ha concluido. Déjame en paz. TilÃn comprendió lo descabellado de su plan en lo relativo a buscar un nuevo eje, como no lo forjara con un hueso de su cuerpo en la fragua de su corazón. No habÃa más remedio que dar por concluido el viaje, pensando cristianamente en la intervención de la Providencia para salvar a la digna señora del riesgo en que estaba. Pero TilÃn, enérgicamente apasionado y delirante, antes que en Dios pensaba en los demonios que guiaban sus pasos y le ponÃan delante de los ojos fantasmas y espectáculos de gran atractivo para él. —No, no, señora —exclamó de súbito, asiendo la mano de su vÃctima con extraño vigor—. Esto no ha concluido. Un hombre como yo no se deja vencer por un eje roto. Sor Teodora, al sentir la mano de hierro que la sujetaba como las tenazas de Satanás sujetarÃan al precito sobre la caldera hirviente, encomendó su alma al Señor. La oscuridad y silencio del bosque cercano diéronle grandÃsimo pavor; pero evocando las fuerzas todas de su alma, decidió hacer frente a los mayores peligros, desplegando los recursos de su voluntad, de su astucia y aun de su vigor fÃsico, que no era despreciable a pesar de ser mujer y monja. —TilÃn —dijo con grave acento—. Por malvado y pervertido que seas, no podrás desconocer que la voz de Dios acaba de hablarte, que su mano te ha detenido en tu criminal carrera. El criminal no decÃa nada; pero apretaba más la mano preciosa, como el avaro oprime su tesoro temiendo que se le escape. Fijaba sus ojos en el suelo con terrible expresión de duda. —¡TilÃn, TilÃn! —añadió la monja, que habÃa empezado a comprender la posibilidad de ablandar aquel bronce—. ¿No me oyes? ¿PÃensas en Dios, en tu crimen; estás mirando a tu horrible conciencia?... Por Dios y su Santa Madre, déjame y sálvate; sálvate, hijo mÃo, de la condenación eterna. Cuando esto decÃa oyose el tañido de un esquilón que sonaba muy cerca, en el bosque. —¿Qué campana es esta? —La de Regina CÅ“li, la de Regina CÅ“li —gritó TilÃn hiriendo el suelo furiosamente con el pie. —¡Es un convento, un asilo! —dijo ella—. ¡Dios mÃo, has venido en mi ayuda! Y la monja empezó a rezar. Pero TilÃn le apretaba aún la mano. Oyose entonces a muy poca distancia el ruido de gente a caballo que poco antes obligara a Pepet apartarse del camino. —¡Gente de armas! —balbució sor Teodora de Aransis, inundada en gozo—. ¡Me he salvado! —El demonio, sÃ, el demonio es quien me ha jugado esta mala partida. —Suéltame, perverso —dijo la dominica recobrando su entereza y dueña ya de la situación—, suéltame. Sacudió la mano, gritando: —¡Socorro! —Basta, basta —gruñó Pepet soltando la mano. La monja dio algunos pasos hacia donde sonaba el esquilón, y TilÃn corrió hacia ella. —Es usted libre —le dijo—. Pida usted hospitalidad a los frailes de Regina CÅ“li... Me confieso vencido. El demonio se ha reÃdo de mÃ. —No me sigas, malvado, no me sigas. —¿Qué pensarán de una religiosa que se presenta sola, a estas horas, pidiendo asilo en un convento de frailes? La monja se detuvo. —¿Qué importa? —dijo—. Todo antes que estar en tu poder, monstruo. No me sigas. —Yo también quiero pedir hospedaje en Regina CÅ“li, yo también; estoy cansado. Pero Teodora se habÃa adelantado y no le oÃa. Corriendo entre los árboles, perdiose por un momento; pero al fin pudo salir a donde se veÃa la oscura mole de Regina CÅ“li. El esquilón seguÃa tocando. La dama vio una puerta y en la puerta luz, y esta luz iluminaba una figura, un hombre, un fraile, cualquier cosa... Sin vacilar corrió hacia él. XXVII —¡Una monja! —exclamó con asombro el que estaba en la puerta, que era un viejecillo tembloroso y caduco, empaquetado dentro de una sotana; ni aun parecÃa tener fuerzas para sostener la linterna con que se alumbraba, y cuyos rayos caÃan principalmente sobre la pechera encarnada de un segundo personaje vestido con uniforme militar. —¡Una monja! —repitió este antes que la de Aransis tuviera tiempo de exponer el objeto de su peregrina visita. —SÃ, una monja —dijo ella—, una pobre monja de San Salomó, que se ve obligada a pedir auxilio a los religiosos, caballeros, militares o quienes quiera que sean los habitantes de esta casa... Pero si no me engaño, estoy hablando con el señor don Pedro Guimaraens. —El mismo, señora —repuso el bravo coronel, quitándose galantemente el sombrero y dirigiendo hacia el semblante de la religiosa los pálidos rayos de la linterna—. Me parece que estoy viendo a sor Teodora de Aransis. —Esa soy yo... Usted no comprenderá mi presencia aquà —dijo muy turbada la dama, como quien aún no ha inventado bien la mentira que va a decir—. Ya sabe usted que anoche nos quemaron el convento... Yo iba a casa de mis tÃos, a Balaguer, porque me encuentro muy enferma... ¡Cosa tremenda! El coche se ha roto... Roto el eje... Me vi sola en medio del camino... Sola no..., con el criado de mis tÃos. —No se necesitan más explicaciones para dar alojamiento a la buena madre —declaró Guimaraens, menos atento a las cuitas de sor Teodora que al ruido de caballos que cerca se sentÃa—. Yo estoy aquà cumpliendo un deber militar por encargo del conde de España... ¿Sabe usted?... Este sitio es el mejor para cortar la comunicación de los valles del Cardoner con la Conca de Tremp... Estoy aquà con un pequeño destacamento esperando las fuerzas que han de llegar a la madrugada... Y volviéndose al frailecillo, añadió: —Nuestro bendito padre MartÃn de la Concepción se ha cansado de tocar la campanilla, y es preciso que no cese de tañer un momento para que la brigada pueda dirigirse aquà sin equivocarse, porque esos niños de Madrid no conocen estas tierras... Que toque, que siga tocando... Pues, sÃ, señora mÃa, aquà podrá usted reposar hasta mañana. No hay comodidades de ninguna especie, ¿verdad, padre Juanico? —No importa —dijo la dominica entrando en el atrio—. Me basta con hallarme en lugar seguro. —Y dispénseme la reverendÃsima madre —indicó don Pedro haciéndole otra cortesÃa sombrero en mano —que no la acompañe en este momento, porque siento ruido de caballerÃas, y si al principio me parecÃa tropel de arrieros que iban al mercado de Castellnou, ahora me parece una partida fugitiva que pasa. —Vaya Su Excelencia —dijo el frailecillo—. Yo acompañaré a la reverendÃsima madre a la única habitación que tenemos para cuando se nos presenta algún forastero... ¿No ha traÃdo la señora la servidumbre? ¿No ha venido con la señora alguna otra madre, o un par de madres, o media docena de madres? Incapaz de responder a estas preguntas, la monja calló, dejándose guiar por el padre Juanico. En el ruinoso patio sintió rumor de soldados que jugaban o cantaban coplas tendidos en el suelo. Tan aturdida estaba la buena madre, que no habÃa formado aún juicio alguno sobre su nueva situación, si bien se veÃa segura y salva por el respeto que entonces infundÃa a la gente armada el hábito religioso. Érale, sÃ, forzoso desplegar un poco de ingenio para explicar su presencia en Regina CÅ“li sin ocasionar interpretaciones malignas, y para hacerse trasladar a Solsona sin peligro de caer de nuevo en los terribles brazos del dragón que la perseguÃa. Don Pedro salió a toda prisa acompañado de algunos soldados, mientras el padre Juanico guiaba a sor Teodora por un claustro medio derruido; era preciso mucho cuidado para no tropezar en las piedras que obstruÃan el paso. —Esta casa, señora —dijo el caduco fraile—, está asà desde la acometida de los franceses el año 10. Regina CÅ“li era una casa de clérigos regulares. ¡Ah!, entonces éramos treinta y cinco; ya no somos más que dos: el padre MartÃn de la Concepción y un servidor de vuestra maternidad reverendÃsima... Creo que ha sido horrible eso de San Salomó. DetenÃase a cada seis pasos para contemplar el rostro de la señora; y alzando, no sin esfuerzo, su cabecilla flaca y colgante, obsequiaba a la monja con una sonrisa senil harto grotesca. —Solo dos, señora —añadió alumbrando el piso lleno de piedra—. Vivimos de limosna... Vivimos tranquilos, esperando la muerte que ha de asemejarnos a estos escombros, a estas piedras, a este cadáver descompuesto de Regina CÅ“li. Lo poco que aún vive de Regina CÅ“li será polvo también... Pues, como decÃa a la señora, los dos hermanos vivimos aquà tranquilamente, es decir, vivÃamos tranquilamente hasta esta noche a las diez, hora menguada en que se nos metió por las puertas el señor don Pedro Guimaraens con sesenta soldados de Su Majestad... ¡Linda noche nos ha dado!... Al pobre MartÃn de la Concepción lo tiene desde hace dos horas tocando la esquila..., y no quiere que se canse el buen hombre, sino que toque y toque... Estos demonches de militares son muy déspotas, señora... Cuidado no tropiece usted en la losa de ese sepulcro... Por aquÃ, señora, por aquÃ..., y aún falta lo mejor. Esos toques de la esquila son para avisar a una brigada entera, a una brigada de demonios uniformados que viene a tomar posesión del convento... Estamos lucidos... ¡Venir a turbar a dos pobres religiosos moribundos que esperamos por instantes la última hora!... En fin, paciencia nos dé Dios. Aceptemos este cáliz, no tan amargo como el que supo apurar Su Divina Majestad en la noche de su pasión... El pobre hermano MartÃn se ha cansado otra vez de tocar... En fin, señora, esta es la única habitación que podemos ofrecer a vuestra maternidad reverendÃsima para que pase la noche... Iré a ver si han llegado los de la servidumbre de vuestra maternidad reverendÃsima. —¡Esta es la habitación!... —exclamó llena de asombro la madre Teodora de Aransis contemplando las desnudas paredes de una sala inmensa, helada, vacÃa, con el techo agujereado y el piso hecho de escombros. —No tenemos otra. En cuanto a lecho para dormir, no espere vuestra maternidad que se lo ofrezcamos, porque no lo tenemos. MartÃn de la Concepción y yo dormimos en el suelo. La madre volvió a mirar, no menos espantada que la vez primera, el antro en que se hallaba. Un pedazo de altar y un rimero de tablas carcomidas eran los únicos asientos. Algunas piedras sepulcrales llenas de escudos o inscripciones formaban apiladas como una especie de mesa. Aterrada en el primer momento, sor Teodora se serenó pronto comprendiendo que no estaba en el caso de pedir gollerÃas. —Está bien, reverendo hermano —dijo—. Deme usted una luz y ayúdeme a cerrar estas ventanas. —Estas dos ventanas no se pueden cerrar —dijo el frailecillo con burlona sonrisa—. Tampoco se cierra la puerta; en una palabra, madre reverendÃsima, aquà no se cierra nada. En Regina CÅ“li no hay llaves, ni cerrojos, ni trancas, ni candados. Puede vuestra maternidad entornar las puertas y afianzarlas con un palo. Como no hay viento, no se abrirán... Traeré la luz al instante. Largo rato estuvo sola y a oscuras la buena monja, embebida en hondas reflexiones sobre su situación, y ya se impacientaba de la oscuridad cuando volvió el padre Juanico tan apresurado como sus piernas medio muertas se lo permitÃan. Puso una lámpara de cobre sobre el montón de piedras sepulcrales que hacÃan las veces de mesa, y dejándose caer sobre un madero, dijo suspirando: —Déjeme vuestra maternidad que descanse un ratito... no puedo tenerme... Este renegado de Guimaraens va a quitarnos la poca vida que nos queda... ¿Oye usted? TodavÃa repica el desventuradÃsimo MartÃn de la Concepción... ¡Ay!, cómo me canso, señora, con estas idas y venidas. A estas horas estarÃamos el hermano y yo roncando riquÃsimamente sobre nuestras tablas, si estos barrabases no se nos hubieran metido aquÃ... Y lo que falta, pues, y lo que falta. —Paciencia, hermano —dijo la dominica, sentándose también. —Pues, como iba contando —prosiguió el fraile, con menos cansancio de lengua que de piernas—, esos hombres a caballo que iban por el camino eran los de la partida de Garrote, que hace dÃas pasó para Solsona y ahora se vuelve a su paÃs. El señor de Guimaraens les ha quitado algunas armas y les ha dejado seguir. Llevaban consigo un prisionero, un hombre malvado, de esa infame ralea de jacobinos. Es, según dicen, el que pegó fuego a San Salomó. Sor Teodora suspendió tan bruscamente sus reflexiones, que se la habrÃa creÃdo picada por el aguijón de una vÃbora. Clavó los negros ojos en el rostro excesivamente maduro y pasado del padre Juanico, que alentado por la atención que a sus palabras se prestaba, añadió: —Garrote, que va en retirada y sin armas, ha dejado aquà al prisionero para que el señor de Guimaraens haga un poco de justicia. ¡Hace tanta falta en estos tiempos!... Le van a fusilar. Sor Teodora se levantó. Un lúgubre rumor que en el patio se oÃa, llamó vivamente su atención. Miró por la ventana que al patio daba. —Ahà le llevan —dijo el fraile, señalando al patio, donde se distinguÃan grupos moviéndose con algazara—. Le van a meter en la cueva, en lo que era panteón y ahora nos sirve de leñera. Sor Teodora no vio más que sombras; pero comprendió lo que pasaba. El corazón se le salÃa del pecho, latiendo con desusada violencia. —Adiós, señora, que pase vuestra maternidad reverendÃsima buena noche —dijo el Padre Juanico tomando su linterna—. ¡Ah!, me olvidaba de advertir a vuestra maternidad que el señor de Guimaraens pasará a verla. Me lo ha dicho. Sin embargo, estará muy ocupado en toda la noche. Parece que ya llega la brigada que esperaban... ¡Gracias a Dios que descansa el pobre MartÃn!... Buenas noches... He visto entrar a varios paisanos... la servidumbre de vuestra maternidad reverendÃsima. —Yo no tengo servidumbre —dijo sor Teodora bruscamente. —¿Ha venido vuestra maternidad sola? —preguntó el padre Juanico desplegando toda la piel de los ojos. —Sola, sÃ, sola —afirmó la dama con energÃa sin pensar en su reputación. El padre Juanico iba a persignarse; pero no se persignó. Creyó que debÃa irse..., y se fue. La de Aransis dio algunos pasos hacia la puerta, después retrocedió... Llevose las manos a la cabeza, cruzolas después. Puede afirmarse que en los treinta y dos años de su existencia no habÃa conocido su alma un afán tan grande. Tan grande era, que la última aventura de TilÃn le parecÃa cosa lejana, indigna de fijar su atención, y en verdad aquel drama terrible, puramente externo y que en nada afectaba a sus sentimientos, le parecÃa muy menguada cosa en comparación de la Ãntima sacudida que ora sentÃa en su alma. Tan absorta estaba, tan atenta a sà misma, que no observó que era espiada. Fuera de la ventana abierta a un segundo patio lleno de ruinas, un espantajo negro la vigilaba. La monja no veÃa el brillo verdoso de los ojos del búho acechando su presa. XXVIII SÃ, aquel tenaz guerrillero don Carlos Garrote, cuya cólera hirviente, cuyas palabras amenazantes encerraban un gran fondo de rectitud, porque anunciaban su odio a las intrigas y a las transacciones indecorosas, tuvo que abandonar parte de sus armas en Regina CÅ“li. HabrÃa sido petulancia sostener un combate. Él no se sometÃa; pero se retiraba de la lucha. No disparaba un tiro en contra de la causa apostólica; pero tampoco en pro del rey, cuya doblez conocÃa como nadie. Deferente y cortés con don Pedro Guimaraens, a quien por sus altas cualidades apreciaba, no solo le entregó algunas armas, sino también un valioso prisionero, y después de recomendarlo al señor coronel con la mayor eficacia, siguió adelante, para buscar por la Conca de Tremp el camino de Aragón. No estaba a cien varas de Regina CÅ“li, cuando su pequeño ejército inerme fue detenido por otro armado y relativamente grande. Era la brigada que esperaba Guimaraens, y que habÃa sido mandada por el conde de España para ocupar a Regina CÅ“li. Guimaraens, a quien España dio el dÃa anterior pequeñas comisiones, fue encargado de ocupar previamente a Regina CÅ“li, en la previsión de que alguna pequeña partida se apoderase de punto tan conveniente, y de esperar allà a la brigada. El aviso de la campana fue cosa convenida entre el jefe de esta y Guimaraens. Garrote sabÃa que probablemente encontrarÃa aquella tropa; sabÃa también quién la mandaba, y asÃ, con la esperanza de refrescar cordiales y antiguas amistades, luego que las avanzadas le detuvieron, preguntó: —¿En dónde está el jefe? ¿En dónde está mi amigo queridÃsimo el señor don Francisco Chaperón? Fuele respondido que no lejos venÃa, y poco después el valiente soldado navarro y el antiguo Presidente de la Comisión militar ejecutiva se daban estrechÃsimo abrazo en mitad del camino, alargando cada cual el cuerpo sobre el caballo, de modo que por un instante parecieron un solo hombre sobre dos brutos. —Por vida del SantÃsimo Sacramento —dijo el brigadier—,[3] que no creà tener sorpresa tan agradable. SabÃa que andaba usted por estos barrios... ¿Y a dónde se va? Supongo que en retirada. [3] Véase el retrato de este personaje en _El terror de 1824_. —Me voy a mis montañas; me voy sin armas, sin ilusiones, sin esperanza por ahora... Han querido meterme en intrigas y enlodarme con estos inmundos arreglos, y... me voy, me voy. ¡Esto es una farsa, señor don Francisco; pero qué farsa! —Hombre, ¡qué diantres!, ya sabemos que en el mundo todo es farsa... Pero ¿a qué conducÃa esta guerra? Francamente, hablemos como hombres formales...; más adelante, no digo que no; pero ahora... ¡Vaya con las diabluras catalanas! Es preciso sofocar esto, echarle tierra a todo trance, antes que tome vuelo, porque si no se aprovecharán de ello los liberales. Es lo que yo digo: divÃdase el partido del orden, y tendremos a los masones tirándonos de la nariz... —Los liberales tienen poco que ver en este negocio. —¡Qué error! Por donde quiera que vamos recibimos la noticia de tramas horribles. Ellos son los que con halagos y promesas inclinan a los guerrilleros a no someterse. Yo le digo al conde de España: «Señor conde, mientras quede uno de esos, no tendremos paz en el reino», y el conde es de mi opinión. A veces me dice: «Chaperoncillo, aquà hay que amenazar a un lado y dar a otro», y yo soy también de esa opinión. Estoy contento de haber enviudado de aquella endiablada Comisión que me dio tantos disgustos, y de haberme casado con esta guerra. Me gustan los campamentos más que las oficinas, y nuestro jefe me agrada mucho. Es riguroso, y hace cumplir la ordenanza con crueldad; pero eso es bueno, eso es bueno. También sabe premiar a los que sirven con celo y a los que ejecutan sus órdenes con prontitud y sin vacilaciones... Conque, amigo mÃo... Por vida del SantÃsimo Sacramento, estoy por decirle a usted que vuelva grupas y me acompañe a Regina CÅ“li, que ya debe de estar cerca..., allà echaremos una copa y fumaremos un cigarro. —No puedo, señor don Francisco... Regina CÅ“li está a dos pasos: allà descansará usted. Por cierto que le he dejado a usted allà un buen regalo. —¿Algo de cena? —dijo don Francisco, haciendo con su mano en las inmediaciones de la fiera boca el gesto vulgarÃsimo que denota buen apetito. —Nada de eso. —¿Pues qué? —Un liberal. —¿Y para qué quiero yo un liberal, como no sea para fusilarle? —Precisamente para eso. —¿SÃ? ¡Por vida del...! ¿Y quién es? —Un gran delincuente. Anoche le cogimos _in fraganti_. HabÃa pegado fuego al convento de San Salomó en Solsona. —Hombre, ¡qué alhaja! Para encontrar estos primores no hay otro como usted. —Vino a España enviado por los de Londres para tejer una de tantas conspiraciones. Es pájaro de cuenta: le conozco hace tiempo. Es de los que figuraron cuando las Cabezas... Después anduvo en masonerÃas y comunismo. —¡PreciosÃsimo! —Es paisano mÃo. Se llama Salvador Monsalud. —Yo he oÃdo ese nombre. —Le han oÃdo todos los que en Madrid asistieron a los infames escándalos de los tres años. —¿Y está allÃ, en Regina CÅ“li? —La verdad, no quise dejarle en Solsona porque no tengo confianza en la gentuza que queda allá. Es probable que le dejaran escapar. Después tuve intención de fusilarle en el camino; pero, señor don Francisco, yo soy buen católico y no me atrevo a matar a un hombre cuando no puedo darle los auxilios religiosos... Mis creencias no me permiten quitar a un hombre, por malvado que sea, la probabilidad de redención; y aunque este sea de los que merecen morir como perros, yo... no quiero cuestiones con mi conciencia... ¿He hecho bien? —Perfectamente. Si es usted al mismo tiempo un bravo soldado y un doctor de la Iglesia. Para casos como este tengo yo mis capellanes, que despabilan un par de reos en diez minutos. —Hay dos curas en Regina CÅ“li. —El negocio corre de mi cuenta —dijo don Francisco demostrando gran impaciencia. —¿ConfÃo en que usted castigará a ese empedernido criminal?... —¡Hombre, qué idea! Pues si asà no lo hiciera... Además de que me gusta arrancar la mala hierba que encuentro en mi camino, soy hombre que no está dispuesto a recibir reprensiones del general en jefe, y le juro a usted que si el conde supiera que yo, después de tener en mi mano un pájaro del plumaje de ese caballero masón, le habÃa de dejar escapar... Vamos, no quiero pensarlo. Yo creo que me mandarÃa dar palos como a un recluta. Usted no conoce bien a ese insigne defensor de la monarquÃa. ¡La ordenanza, el exterminio de la gente negra! Estos son los polos sobre que gira el grande espÃritu del conde de España... Dicen que Su Excelencia está loco. Yo no le tengo por tal, sino por muy cuerdo, y con media docena como él bastaba para arreglar el mundo. —Es hombre que no perdona una falta ni a Cristo Sacramentado. —Ni a la SantÃsima Trinidad. Hombre más inexorable no se ha visto ni se verá. Cuando su hijo no se levanta temprano, el conde manda una banda de tambores a la alcoba... entran despacito, se colocan junto a la cama, y de repente..., ¡purrum!, rompen generala, y asà el muchacho se despabila y salta hasta el techo. Pues, digo, cuando don Carlos encarga a su hija algún trabajo de aguja, ya puede andar lista y acabarlo pronto, porque si no, me la pone de centinela en el balcón con la escoba al hombro dos, tres, cuatro horas, según el caso. No tiene consideración ni con su señora la condesa... Ya podÃa descuidarse un dÃa en ponerle tal o cual plato que le gusta. La manda arrestada, y la tiene cinco o seis dÃas sin salir del cuarto, con un oficial de guardia a la puerta. —Eso me parece extravagante. —Pues yo no opino lo mismo: es preciso que el hombre del dÃa sea muy enérgico. Los lazos del poder se van aflojando mucho, y llegará dÃa en que no haya disciplina ni autoridad, y héteme aquà a la sociedad desquiciada por completo. En España hace falta hombres asÃ, desengáñese usted, Carlos... ¡Si no, a dónde vamos a parar! Dicen que el conde está loco. Ya quisieran más de cuatro tener su juicio. ¡Por vida del SantÃsimo!... Lo que tiene es muchas agallas. Es el único hombre a quien veo con capacidad bastante para acabar con el bando liberal. Marchando despacito con su ejército va barriendo el paÃs, lo va barriendo, sÃ, a fusilazos. Como nos dejen, no quedará uno para muestra... Figúrese usted que él llega a un pueblo, sale a pasear por las calles, y a todo el que se encuentra le detiene y le dice: «enséñame el rosario». Como no se lo enseñe, va derecho a la cárcel. ¡Ay de los que sean conocidos por sus opiniones! Esos no van a la cárcel; van a otra parte de donde no se vuelve... Yo no soy de los que opinan que España es un hombre cruel y sanguinario... no; todo es relativo. Hay que ver cómo está nuestro paÃs, podrido de malas ideas. Es preciso que esta guerra corte y ampute, despedace y descuartice. ¿No cree usted lo mismo? —Lo mismo. —¡Cruel y sanguinario! Pues yo sostengo que es un hombre de bonÃsimos sentimientos, muy pÃo y temeroso de Dios. Me consta que confiesa y comulga todas las semanas. ¡Con qué miramientos trata a los señores clérigos y frailes! Yo le he visto en la iglesia dándose golpes de pecho como el mayor pecador del mundo. Me han dicho que tiene éxtasis y que usa cilicio... Pero le estoy deteniendo a usted demasiado con mi charla... Es tarde. —SÃ, señor don Francisco, y quiero llegar mañana a la Conca. Mucho me place la compañÃa, pero es preciso que nos separemos. —Hombre —dijo Chaperón con acento campechano—. Yo creo que algún dÃa nos hemos de ver peleando juntos por una misma causa. —También lo creo. —Venga un abrazo. Los dos hombres se acercaron el uno al otro, y dos corazones de tigre latieron juntos unidos por un abrazo. Al separarse, Chaperón le dijo: —Gracias por el regalo. —Me olvidaba de una advertencia —indicó Garrote deteniendo un instante su caballo—. Ese señor don Pedro Guimaraens que está en Regina CÅ“li me parece un poco débil y amigo de contemplaciones. —¿SÃ?... Ya le arreglaré yo. —Puede que le hable a usted de perdonar al reo. Es hombre de mimos y blanduras. —¿SÃ? A buena parte viene. Ya le leeremos la doctrina a ese señor. Los caballos se encabritaron, emprendiose la marcha, y Garrote gritó desde lejos: —Hay que ser inexorable. Chaperón se echó a reÃr, y su carcajada confundÃase con el piafar de los caballos. Más lejos ya, el furibundo cabecilla repitió: —Inexorable. Después se oyó el tumulto de las voces de mando, y la tierra trepidaba con el violento pisar de hombres y brutos. El murmullo del ejército en marcha se oÃa a larga distancia, como el zumbido de un gran enjambre invasor que iba conquistando lentamente el espacio oscuro. El tañido de una esquila les guiaba llamándoles, hasta que dieron en el portalón de Regina CÅ“li. Fue recibido el señor brigadier por don Pedro Guimaraens, que le condujo adentro, mientras los subalternos daban órdenes para alojar y racionar a las tropas. Mostrose muy seco y disciplinario Chaperón, el cual, cuando se vio en su dormitorio, dijo al coronel que él no habÃa venido a Cataluña a hacer niñerÃas; que él pensaba en todo y por todo inspirarse en las ideas del general en jefe, don Carlos España, y que prohibÃa absolutamente al don Pedro hablar de clemencia y enternecerse como una cómica que representa el drama sentimental. Dicho esto, se paseó por la desmantelada sala, y dijo que no habiendo camas, dormirÃa en una silla, pues hombres como él no necesitaban finuras. Mandó que le trajesen un jarro de vino, un pan y la carne fiambre que traÃa en su valija, y puesto el mantel sobre un arca vieja, invitó a Guimaraens a que le acompañase con otros dos coroneles en su frugal cena. HÃzolo don Pedro, aunque no tenÃa gana, y Chaperón, engullendo y bebiendo con apetito, no daba paz a la lengua. Era preciso convencerse de que él era inexorable, absolutamente inexorable; de que estaba decidido a corresponder a los deseos del conde de España, su jefe y amigo. A los apostólicos que se sometieran, les perdonarÃa: eran alucinados y no criminales; a los jacobinos y masones les aplastarÃa sin piedad. Ya sabÃa él que en Regina CÅ“li habÃa un gran criminal que debÃa terminar sus dÃas en la mañana próxima, y como él era absolutamente inexorable contra los enemigos de la sociedad, prohibÃa al señor Guimaraens que le hablase de compasión, porque hombres como él no se ablandaban con suspirillos. Aunque don Pedro respondÃa a todo afirmativamente, aún no parecÃa satisfecho el ogro, y ponÃa por testigo al SantÃsimo Sacramento de su decidido entusiasmo por lo absolutamente inexorable. Asomose después al balcón que daba al gran patio o explanada de ruinas, y al retirarse dijo: —¡Qué negro está todo! Señor coronel Guimaraens... Don Pedro se puso a sus órdenes. —Mañana a las seis en punto, forma usted el cuadro en ese patio y me fusila usted al jacobino. A las seis en punto. Yo quiero verlo desde este balcón; sÃ, quiero verlo con mis propios ojos. Diciendo esto acercaba dos de sus dedos a los ojos y se estiraba los párpados inferiores, mostrando redondas y saltonas las córneas, bordadas de un cerco sanguinolento; después se sentó en una silla, estiró las piernas, apoyando el brazo derecho en el respaldo y la cabeza en la palma de la mano. —Voy a dormir un rato. Son las tres. Que me llamen a las seis menos cuarto. Retiráronse todos, y el ogro quedó roncando. Guimaraens fue a dar órdenes, y después de pasar largo rato en las cuadras bajas hablando con los oficiales que estaban a sus órdenes, recordó que sor Teodora de Aransis le habÃa mandado llamar poco antes. Gozoso de ser útil a tan insigne señora, corrió a la caverna donde se refugiaba, y por espacio de media hora larga conferenció con ella. Lo que hablaron no lo sabemos; pero quizás lo adivine el que siga leyendo. XXIX Don Pedro salió muy cabizbajo. Cuando la señora se quedó sola, sentose sobre las piedras sepulcrales, y apoyando el codo en una tabla y la frente en las coyunturas de su mano, cerrada cual si empuñara un arma, estuvo largo rato inmergida en profunda meditación. Su alma sentÃa una ansiedad hasta entonces desconocida, como no tuviera su semejante en las vagas ansiedades de aquel amor mÃstico que la inflamó durante los primeros dÃas de su vida en el convento. Se preguntaba qué razón habÃa para aquel interés por cosa que tan poco debÃa importarle; pero no podÃa darse respuesta satisfactoria. Trató de vencer aquel afán; pero contra este enemigo terrible eran débiles las armas de la razón, que hiriéndole sin matarle, le irritaban más. El enemigo se asentaba al mismo tiempo en su imaginación y en su corazón, aunque más parte ocupaba de aquella que de este. En su mente habÃa una idea inmutable, aterradoramente fija y clara, la cual le ponÃa delante como la mayor de las desgracias y de las injusticias posibles, el sacrificio del hombre encerrado en las mazmorras de Regina CÅ“li. No podÃa de ningún modo asentir a que pereciese aquella figura airosa y gallarda, aquel rostro varonil, aquel mirar dulce y penetrante, aquella discreción y urbanidad de lenguaje, aquella nobleza que en toda su persona resplandecÃa, aquel misterio de su vida y de su entrada en el convento, la violencia misma de su aparición, seguida de manifestaciones hidalgas; aquel no sé qué de semejante hombre que habÃa despertado súbitamente un interés muy vivo en el alma de sor Teodora de Aransis. Ella protestaba contra la calumnia de que fuera incendiario de San Salomó. Tan grande injusticia ponÃala furiosa. No tenÃa serenidad suficiente para considerar lo anómalo de sus sentimientos. Después de doce años de claustro, de calma y de tibia y rutinaria devoción, Teodora de Aransis perdÃa toda su entereza y su paz espiritual por la presencia de un desconocido. Quizás era ella menos monja de lo que parecÃan indicar sus doce largos y monótonos años de claustro; quizás aquel perÃodo, lento y pesado como un sueño de embriaguez, habÃa sido tan solo un verdadero sueño estúpido, del cual la despertaba la voz de un hombre; tal vez la verdadera juventud de la hermosa dama comenzaba en aquel instante, y quizás, quizás el grito de terror proferido al ver profanada su casta celda por el aventurero fue la última palabra de su niñez. Contra esta idea desfavorable protestó la razón de la virgen del Señor, diciéndose: —No, es lástima, nada más que lástima lo que siento. Pero una lástima profunda, abrasadora; una lástima que le hacÃa olvidar los sucesos de las últimas horas, las llamas de San Salomó, su rapto, el viaje con TilÃn, y le hacÃa olvidar también sus doce años de claustro. CreerÃase que todos los deseos, todas las ilusiones, todos los caprichos, todas las afecciones arrinconadas durante los doce años habÃan renacido súbitamente, y se juntaban para hacer de aquella lástima un sentimiento cariñoso hasta lo sublime. De mil cachivaches olvidados y perdidos en los repliegues de una vida oscura y pasiva, la compasión hacÃa su acopio en un dÃa para fundir con ellos un afecto poderoso. El filo de esta arma iba derecho contra el propio corazón de la monja, el cual se partÃa y se hacÃa pedazos, pensando en la muerte injusta de un desconocido. Mientras meditaba no vio que en la ventana aparecÃa un rostro oscuro, después un busto, y que el ágil cuerpo de TilÃn saltaba sobre el antepecho y se acercaba pausadamente a ella. El viento entraba en la sala, y la luz de la lámpara oscilaba como la llama de una antorcha, produciendo intervalos de claridad y sombra. Teodora no vio al dragón hasta que no estuvo delante de ella, con las manos cruzadas, inclinado el rostro. Ligera exclamación de sorpresa salió de los labios de la señora; pero nada más. La presencia de su enemigo ya no le causaba temor, sin duda. Sorprendiose TilÃn de no ser recibido como esperaba, con exclamaciones de horror. Él daba por perdida ya su causa. HabÃa entrado en Regina CÅ“li con el tumulto de tropa y paisanos, y se habÃa deslizado entre las sombras del patio en ruinas para ver de lejos la presa que se le habÃa escapado. No creÃa ya en su éxito; no tenÃa ilusión alguna. SabÃa que su vÃctima estaba ya en seguridad contra él, y que un grito, una voz sola, le bastarÃan para defenderse, si nuevamente fuera perseguida. A pesar de esto, esperaba oÃr en boca de la señora recriminaciones y apóstrofes. En vez de esto TilÃn halló un silencio de sepulcro y una impasibilidad sombrÃa y taciturna. —Soy yo, señora —dijo Pepet en voz baja—; soy yo, que aun aquÃ, donde está la monja más segura, vengo sin temor a nada, ni a la misma muerte. La religiosa no contestó. ParecÃa que más enojaba a TilÃn el silencio que las recriminaciones, porque alzando la voz con violencia, añadió: —Soy yo, señora, que si supiera que no habÃa de salir de aquà sino hecho pedazos, no dejarÃa de entrar. Vengo, porque quiero decir la última palabra. Nuevo silencio. —La última palabra, señora —prosiguió el voluntario realista—. He perdido la partida. Por primera vez dejo de creer en el buen éxito de mi osadÃa, de mi fuerza y de mi astucia. Mis diablos me han desamparado... vencido soy. El ángel que a usted la protegÃa me destrozó en mitad del camino. TilÃn creÃa con ciega fe en esta idea de Satán abandonándole y del ángel que le acuchillaba. —Un recurso me queda —añadió sordamente—; el recurso mÃo, el que me gusta más. Sor Teodora le miró. Creyérase que de improviso oÃa con interés las palabras de TilÃn. Su atención indicaba un cambio brusco en sus ideas, algo como esperanza, o presentimiento de una solución posible. —Me queda —dijo él, animado por aquella mirada— el recurso de la muerte, que es ya mi único consuelo. Pepet se detuvo, y la monja, mirándole con mayor interés, le dijo: —Sigue, TilÃn, ya ves que te escucho sin enfado. —El mundo se acabó para mÃ. Ninguna de las ambiciones de mi alma he podido satisfacer en él. Lo miro como un lodazal de hielo en el cual no nace ni una hierbecilla... Huir de él es lo que deseo. Dos objetos han llenado mi alma, y cabalgando en ella parece que la han espoleado; ambos han sido un esfuerzo estéril y doloroso como las convulsiones del loco. Ni soldado ni amante, ni la gloria ni el amor... ¡Todo perdido! Los deseos no satisfechos, que son como ascuas que no puedo trocar en llamas ni tampoco en cenizas, me piden mi sangre, señora, mi sangre malvada. Ronco por la violencia de su expresión y trémulo con las convulsiones del despecho, se clavó las dos manos en el seno. Después cayó de rodillas, e hiriendo el suelo con su frente, dijo con voz angustiosa: —Monja, dime que me perdonas y moriré contento. La llama de la lámpara, que poco antes parecÃa extinguida, inundó de claridad la sala. El rostro de la monja se tiñó de leve púrpura; sus ojos brillaron; no de otro modo brillan en el semblante humano las llamas de la inspiración. Sor Teodora tuvo una inspiración. —¡Perdonarte! —dijo—. ¿Y has podido dudar de mi perdón, siendo sincero tu arrepentimiento? ¿Reconoces tu sacrilegio, tu infame conducta? —Yo no reconozco nada —repuso TilÃn con desesperación—. No reconozco sino que amo, que adoro, y que por esto solo merezco misericordia. Mis maldades no son maldades: son mis caricias, caricias a mi modo, porque no me es permitido hacerlas de otro modo. ¡El sacrilegio! El diablo me lleve si entiendo esta palabra. No sé más sino que mi alma se abrasa, que pongo sobre todo el universo a una sola persona; que esa persona me aborrece, y que no quiero vivir... Esto es lo que sé... ¡Perdón, perdón! Pido perdón, porque es lo único que espero me pueden dar; lo pido por poder decir: «Me arrojó una palabra dulce, y dejó caer una lágrima de piedad sobre mi corazón envenenado». Por esto pido perdón. —Y yo te lo doy —dijo la monja poniendo su dedo sobre la cabeza del hombre terrible. —Esto me regocijará en la otra vida. Señora, adiós: me voy a matar. Apartose algunos pasos, y metiéndose la mano en el pecho sacó un cuchillo. Corrió hacia él prontamente la monja, diciéndole: —Aguarda. TilÃn extendió la mano armada, y apartando con ella a la de Aransis, dijo: —Usted que me aborrece, no podrá impedirme que me mate. —Yo no lo impido. —¿Se opone usted a mi muerte? —No, no me opongo, no. —¿Por qué? —Porque la mereces. —Bien, señora. Todo ha concluido —dijo TilÃn apartándose, resuelto a consumar el último crimen—. El infierno me llama: voy al infierno. La monja se abalanzó a él denodada, sin miedo al arma ni a la descompuesta cara de TilÃn, cuyos ojos, inyectados de sangre, causaban horror. Le puso ambas manos sobre el pecho, le miró con ternura, y en tono dulce y persuasivo le dijo: —¿Y por qué no al cielo? El tono y la mirada fascinaron de tal modo al dragón, que quedó extático, embelesado. —¡Al cielo! —murmuró. Soltó el cuchillo. La monja volvió con apariencia tranquila a su asiento, e indicó a TilÃn con una seña que se sentara también. —Ya no hay cielo para mÃ, ni puede haberlo —dijo el dragón. —¿Por qué? —Porque soy un malvado, porque amo lo imposible, lo que Dios prohÃbe, lo que es suyo, y no puedo dejar de amarlo... ¡Oh! Mi cielo no es el cielo de los demás; mi cielo serÃa que usted me amase, y usted no me puede amar: usted me aborrece. —¿Y si dejase de aborrecerte? Pepet sintió en su alma un consuelo inefable. —¿Y si te amase? —añadió la monja con animación, pero sin dejar su acento y su expresión de melancolÃa. La sensación que experimentó TilÃn era como si unas manos de querubines le suspendieran en el aire. XXX —¡Oh, señora! —exclamó—, no juegue usted con mi corazón. ¿Y cómo ha de poder ser que usted me ame? —Mereciéndolo. —¿Cómo? —¿De qué nace el amor sino de la admiración y de la gratitud? Cuando no nace de esto, es fútil capricho que se va tan pronto como viene. —¡Admiración! —dijo TilÃn meditabundo—. ¡Oh!, sÃ, es verdad. Por eso yo soñaba con ser un héroe, con realizar hazañas grandes y extender mi fama por todo el mundo, para que admirándome, usted me amase. —Pero más que de la admiración, nace el amor de la gratitud —dijo la monja, firme ya en su papel—. Nace de la dicha placentera que nos produce la contemplación de las virtudes y de los sacrificios de otra persona. Un acto de abnegación sublime, uno de esos actos que ponen de manifiesto la superioridad de un alma, basta a encender el amor en el corazón más frÃo. El mÃo no puede ser conquistado de otra manera, TilÃn; pero conquistado asÃ, su posesión será eterna por los siglos de los siglos. El bárbaro guerrero contemplaba embebecido y trastornado el rostro de la dama, que tenÃa en aquel momento una expresión sobrehumana. De sus ojos veÃa TilÃn que emanaba y caÃa sobre él una luz divina. —¡Ay! —exclamó—, si eso fuera verdad, si el mundo no fuera un centro de vulgaridad, si existiera la posibilidad de esos actos sublimes... ¿Qué no harÃa yo por merecer esa vida que anhelo?... Pero no, lo que me puede acercar a usted no existe. —Sà puede existir —dijo con entereza la monja. Después cambió de tono repentinamente. Dijo algunas palabras con desfallecido acento, y algunas lágrimas brotaron de sus bellos ojos. La luz se amortiguó, dejando en sombra la sala. —¿Llora usted? —Sà lloro... ¿No comprendes que hay en mà algo extraordinario?... ¿No me ves cambiada, no me ves muy otra de lo que fui hasta hace algunas horas? —SÃ, y nada comprendo —dijo TilÃn acercando su rostro para ver mejor el de ella. —¡Qué has de comprender!... Mi angustia no puede comprenderse si yo no la explico... En pocas horas mi situación ha cambiado bruscamente... tengo que ocuparme de lo que antes no me inquietaba, y he tenido que olvidar mis desgracias porque he caÃdo en desgracias mayores. Lloraba amargamente. Armengol estaba perplejo. —Escúchame —dijo la monja secando sus lágrimas— y tendrás lástima, mucha lástima de mÃ. Si entraste en Regina CÅ“li poco después que yo, verÃas que los guerrilleros dejaron aquà a un pobre preso a quien acusan de jacobino y de incendiario de San Salomó. —Falsedad, porque el incendiario del convento soy yo. —Verdad; pero en lo de jacobino tienen razón, no puedo menos de confesarlo. —¿Don Jaime Servet? Le conozco. —Pero no sabes que han decidido fusilarle, y que mañana, es decir, hoy al romper el dÃa, se cumplirá esa horrible sentencia. —Me lo figuraba. —Pues bien —dijo la monja con brÃo—. TilÃn, ese hombre, ese a quien tú llamas don Jaime Servet, es mi hermano. Al decir esto, la monja sintió que por sus labios pasaban ascuas... Aquella fue la primera mentira grave que sor Teodora de Aransis habÃa dicho en su vida. —¡Oh, señora! ¡Qué horrible caso! —exclamó TilÃn ocultando su cabeza entre las manos. —Mi hermano, sÃ, mi infeliz hermano —añadió la monja volviendo a llorar—, mi pobre hermano, a quien amo entrañablemente, a pesar de sus ideas jacobinas, y que tuvo la loca idea de dejar su emigración y venir a España con nombre supuesto a no sé qué, TilÃn, a locuras y despropósitos... —¡Su hermano! —murmuró TilÃn—. Puede usted creerme que esta idea pasó por mi cabeza cuando sorprendà a ese hombre en Cardona y vi la carta que llevaba para la abadesa de San Salomó. —¿Comprendes ahora mi desesperación, mi agonÃa? ¡Ver a mi hermano, el único consuelo y amparo de mi anciana madre; verlo como lo estoy viendo, con las manos atadas a la espalda!... ¡Oh!, esto es espantoso... Dios dé fuerzas a mi espÃritu... Yo moriré, moriré sin remedio... ¡Y estoy bajo el mismo techo que él! Si me parece que oigo los latidos de su corazón... Pepet, Pepet, ten compasión de mÃ. Diciendo esto, dejó caer su afligida cabeza sobre el hombro del guerrillero. —Los ruegos y las lágrimas de una religiosa —dijo Pepet—, ¿no ablandarán al coronel? —¡Ah! ¿No sabes tú que ha entrado en Regina CÅ“li un hombre terrible, un tigre, el célebre don Francisco Chaperón, que jamás ha perdonado? Ese infame hombre hará fusilar dos veces a mi pobre hermano si hay quien implore misericordia por él. Guimaraens me ha dicho que no hay remedio, que no puede haberlo. Chaperón ha fijado la hora del amanecer para el suplicio; ha dado a Guimaraens órdenes que no tienen réplica, determinando que el acto se verifique en su presencia. El feroz verdugo se asomará al balcón de su alojamiento que mira a ese patio. —¿No hay remedio?... ¿Y es seguro que no habrá remedio? —preguntó TilÃn haciendo ademán de horadarse la frente con el puño. Después de una pausa, la monja suspiró y dijo: —Sà hay remedio, sà lo hay. Chaperón no conoce a mi hermano, no le ha visto nunca. Hubo una pausa larga y lúgubre, durante la cual no se oÃa voz ni suspiro. Al fin TilÃn alzó la cara y dijo: —Para salvarle bastará que otro muera en su lugar. Don Pedro Guimaraens no tendrá inconveniente en la sustitución, si el sustituto... Se detuvo para tomar aliento. ParecÃa que se ahogaba. —Si el sustituto —dijo acabando la frase— soy yo, que le ofendà y le llevé con los codos atados a Solsona. Una segunda pausa siguió a estas palabras. —Pero los soldados conocerán el engaño —murmuró TilÃn. —Los de Chaperón no, porque no conocen a mi hermano —dijo sor Teodora—. Los de Guimaraens tampoco... Mi pobre hermano ha entrado de noche. Don Pedro me responde de que se atreverá a engañar de este modo a Chaperón. Hablemos de esto. Yo pensaba en ti, que eres el verdadero criminal... La sustitución, además de ser justa, es fácil. —¡Oh!, morir asÃ, morir a sangre frÃa —exclamó con fiereza TilÃn, sintiendo que el instinto se sublevaba en él con impetuosa voz—. ¡Y todo en cambio de un amor, de un premio que recibiré... en la eternidad! La monja se levantó bruscamente. TilÃn la miró con estupor, porque parecÃa una encarnación divina, un ángel de castigo que fulminaba rayos, una personificación extraordinariamente bella y terrible, tal como él la soñaba en sus horas de delirio amoroso y de ardor guerrero. Su actitud majestuosa, su ademán colérico, su voz grave, dejaron suspenso y sobrecogido al sacristán-soldado. La monja le dijo: —¡Y vacilas, hombre miserable y pequeño! ¡Y tiemblas, cobarde! ¡No eres capaz de ningún acto sublime y generoso, gusano despreciable, y te has atrevido a poner los ojos en mÃ! ¡No eres capaz del sacrificio, y has osado mirarme con amor, como si yo, mujer noble, hermosa y consagrada a Dios, pudiera acogerte sin merecimientos grandes, tan grandes como la inmensa escala que he de recorrer descendiendo desde mi altura a tu pequeñez!... QuÃtate de mi presencia, reptil despreciable; juzgué posible no aborrecerte, juzgué posible amarte; pero esto no puede ser, no. No puede alterarse la ley que prohibió a los sapos brillar como las estrellas del cielo. QuÃtate de mi presencia... ¿En dónde está ese corazón tuyo que llamas grande y es incapaz de un sentimiento de sublime piedad y abnegación? No tienes más que los estúpidos ardores de la bestia, y a eso llamas amor, miserable. Llamas amor a ese instinto de manchar, que es propio de los más bajos seres... y te has atrevido a mirarme, a mirarme a mÃ, que vivo de lo ideal, de los sentimientos puros, de las ideas castas y nobles... ¡Ves morir con ignominia a un inocente, acusado de un crimen cometido por ti, y no sientes piedad!... ¡Dices que me amas, y no eres capaz de morir por mÃ! ¿Qué amor es ese que se atreve a llamarse tal sin conocer el sacrificio?... Me causas horror; vete, mátate cien veces; te aborrezco; no tendrás de mà ni aun la compasión que inspira el pobre insecto en el momento en que lo aplastamos con el pie; vete; te digo que te vayas, ¡maldito! Dio algunos pasos, inclinose, recogió del suelo el puñal que poco antes soltara TilÃn, y arrojándoselo a los pies, le dijo: —Toma tu cuchillo, puedes matarte de despecho por no haber poseÃdo el tesoro que robaste, ladrón. Necio, estúpido, ¿cómo pudiste creer que Dios permitirÃa a la paloma casta y hermosa caer en el nido del murciélago asqueroso?... Puedes matarte delante de mÃ, aplacando con tu sangre el ardor de tus sentidos; no tendré compasión, y miraré tu agonÃa con asco, no con lástima... y bajarás volando al infierno, donde arderás más y más, y estarás viéndome eternamente, y deseándome eternamente, y padeciendo los más horribles tormentos, siempre, sin poder alcanzarme nunca, sin poder llegar a tocar mi hermosura con tus dedos inmundos... y con una eternidad de suplicios expiarás la inmensidad de tu sacrilegio. Dicho esto, en cuyo efecto creÃa, dejose caer sin aliento sobre las piedras sepulcrales. Su pecho palpitaba como no habÃa palpitado nunca. TilÃn parecÃa idiota. No hallaba palabras para dar salida al volcán de su pecho. Por fin soltó atropelladamente estas: —¡Que yo no soy grande! ¡Que yo no soy capaz de un acto heroico de abnegación y generosidad! ¡Que yo no soy capaz de elevarme de un salto hasta los últimos cielos!... ¡Que soy un insecto!... ¡Que no sé amar sino como las bestias!... ¡Que no tengo sentimientos nobles ni idea de la justicia!... ¡Oh!, señora, no me conoce quien tal dice. Todo lo que es humanamente posible lo haré yo. Tan hombre soy como cualquier santo... ¡Sacrificio! No hay quien sepa calcular la extensión de lo que yo puedo hacer, si en una hora de angustia y de sacudimiento como esta me lleno de esa luz que a veces me relampaguea dentro. ¡Ah!, me he oÃdo llamar maldito sin protestar; maldito, cuando mi corazón aceptaba quizás el sacrificio que se le imponÃa... ¿Sabe usted quién soy yo? ¿Lo sabe? Al decir esto se acercó a la monja, y con su brutal mano le tocó la barba para levantarle el rostro, que ella inclinaba mirando al suelo. —¿Sabe usted quién soy yo? —añadió—. Pues soy el hombre de corazón más grande que ha nacido de madre. La paloma no lo cree... ¡Ah!, ella, con su nobleza, con su hermosura, con su castidad, con sus virtudes, con su santidad, no es capaz de hacer... esa cosa extraordinariamente rara y grandiosa que haré yo. Ella, tan justamente orgullosa, no será nunca capaz de elevarse como se elevará ahora el reptil, el gusano, el miserable, el maldito. ¡Abnegación, sacrificio, justicia! ¿Y si yo dijera que todo eso me es familiar en un momento dado, que es mi centro, mi elemento, como lo es al pájaro la altura? ¿Qué dirÃa a esto la dama ilustre que se siente manchada solo con una mirada de mis pobres ojos? ¿Qué dirÃa a esto? La dama no dijo nada. Haciendo con el brazo derecho un movimiento semejante al de un hombre que arroja la vida con tanto desprecio como se arrojarÃa la cáscara de una fruta que se va a comer, TilÃn dijo: —Señora, si Guimaraens sabe arreglar esto, su hermano de usted está salvo. Teodora le miró. Estaba pálida, y una turbación piadosa habÃa borrado de su rostro la expresión colérica. La dominica se acercó al bárbaro y le puso ambas manos sobre los hombros. Si antes le habÃa abrumado con su ira, con su orgullo, con su violencia recriminadora, ahora le embelesaba con su piedad, con su gratitud, con lágrimas que a él le parecieron resbalar por el mismo trono de Dios para caer sobre su corazón. La caprichosa monja jugaba con los sentimientos del pobre TilÃn como juega el diestro con la fiereza pujante, pero ciega, del toro. —No es solo sacrificio —le dijo—. Es también justicia. Mi hermano es inocente. —Y yo culpable, lo sé; el orden natural me lleva a perecer en lugar suyo. Acepto. Pero lo que me arrastra a este sacrificio, antes es amor que justicia. Asà lo confesaré ante Dios. —Pues bien —le dijo ella con dulcÃsimo tono—: todo eso que has deseado, todo eso que has soñado... —¿Qué? —Ya lo mereces. TilÃn sintió su alma llena de congoja y desfallecimiento. Dejose caer en el asiento, y escondiendo su rostro entre los brazos, exclamó gimiendo: —¡Pero cuándo..., pero cuándo! Teodora se acercó a él, puso la mano sobre su cabeza, y le dijo: —Ciego, ¿es la tierra el centro de las almas? ¿Nuestra vida no ha de tener complemento glorioso más allá de la muerte? ¿Qué vale este paso doloroso por la tierra al lado de la eterna dicha, donde los afectos duran eternamente, sin hastÃo, y donde los corazones alimentan con el eterno fuego sus ansias, que aquà no son jamás satisfechas?... Perdóname si te ofendà creyéndote incapaz de un acto generoso. ¡Oh, Pepet, con una palabra has establecido entre tu alma y la mÃa esa relación, esa cadena de oro que enlaza pensamiento, corazón, voluntad, y de dos seres no hace más que uno solo! Te has transfigurado a mis ojos; ya no eres TilÃn: eres un ser adornado de esa belleza sublime que emana de las grandes acciones. Una idea sola, un sentimiento, diferencian al monstruo del ángel. ¡Cuán admirables giros hace la obra predilecta de Dios, que es el alma! Has cautivado de improviso mi corazón por la virtud de tu sacrificio. No hablan a mi alma los sentidos: le habla la idea superior. Yo la escucho, y te acojo con afecto y orgullo. La monja le estrechó en sus brazos. Al hacerlo y al decirle lo último que le dijo, sintió que por sus labios pasaban aquellas mismas ascuas que pasaran antes, y sintió también como una trepidación honda, un sacudimiento, cual si se desquiciaran las esferas celestiales. Tuvo miedo de sà misma, porque en sà misma estaba el origen de aquel desquiciamiento. —¡La eternidad! —murmuró TilÃn besando con delirante ardor las manos de la virgen del Señor—. ¡Qué lejos está eso! ¡Dios mÃo, qué lejos! —Toda la existencia terrenal es un soplo —repuso la monja con expresión mÃstica—. El tiempo todo es un segundo. Considera cuán distinta es tu muerte de lo que habrÃa sido dándotela tú mismo con desesperación. Ahora morirás cristianamente, y tu abnegación por salvar a otro hombre, tu generoso y sublime rasgo de caridad, tu espÃritu de justicia, te llevarán derecho al cielo... al cielo, donde gozarás de Dios eternamente, y donde las amorosas ansias que en vida han sido tu tormento, serán para ti manantial perdurable de delicias. —Pero solo... —Solo no. Pronto verás pasar junto a ti una sombra bella y cariñosa... Seré yo, yo, a quien dejas aquà inundada de gratitud y de admiración. En el cielo hay dulce compañÃa, y el grato, el inefable arrimo de todas las personas que hemos amado en el mundo. Los lazos tiernos, castos, nobles, que las almas establecieron en el mundo, permanecerán por los siglos de los siglos. Ningún ser que haya amado puede comprender la gloria de otro modo. —¡Ah!, sÃ, sà —exclamó TilÃn, que, creyente firmÃsimo en el dogma del cielo y del infierno, aceptaba aquella idea con júbilo y con entusiasmo. —Desde el instante de tu tránsito —añadió sor Teodora haciendo un esfuerzo— serás feliz; me tendrás por los siglos de los siglos. Como para anticipar aquella posesión de siglos de siglos, TilÃn asÃa con fuerte mano los brazos de la monja. —SÃ, sà —balbució—: seré feliz contigo. SentÃase ya ebrio, enloquecido, y su alma se cernÃa entre el amor y el misticismo. A su turbado entendimiento se presentaba la morada de los justos, como un lugar que, sin dejar de ser divino, tenÃa algo de humano por albergar parejas felices y tiernos desposorios. El tiempo volaba. Sor Teodora se apartó de él, y le dijo: —¿Sostienes lo que has ofrecido? —Yo no digo las cosas más que una vez. —¿Insistes en un sacrificio que te hará grande a los ojos de Dios y a los mÃos? —Sà —contestó TilÃn inundado de amor, que tomaba un tinte de devoción abrasadora. —Pues yo te bendigo. La monja extendió sus manos sobre él. —En vez de decirme «yo te bendigo», dime «yo te amo» —declaró TilÃn con el cerebro enteramente trastornado. —¡Pobre espÃritu vacilante! —dijo ella—. ¿No serás capaz de desprenderte de las miserias humanas y elevar tu corazón a aquellas esferas de luz donde reside el amor puro, el amor ideal, aquel amor que no se envilece con los sentidos? Hombre pequeño, que aspiras a ser grande y a ceñir la corona de los mártires, reconoce tu error, no me pidas un amor impropio de mi estado religioso, de mi nobleza, de mi dignidad: pÃdeme, sÃ, el que a uno y otro corresponde, aquel dulce fuego del corazón, más vivo cuanto más casto, porque es el verdadero amor de... A sor Teodora se le atravesó algo en la garganta. —El verdadero amor de los ángeles —dijo concluyendo la frase. —¡El amor de los ángeles! —exclamó TilÃn cruzando las manos y dejándose caer en una especie de éxtasis. ¡Infeliz alucinado! Como el toro arremete ciego al lienzo rojo, asà se abalanzó su espÃritu hacia la idea de los celestiales desposorios prometidos. Sor Teodora miró al cielo. —Pronto amanecerá. —Ya llega mi hora —dijo estremeciéndose. —Para mà viene la aurora de un dÃa triste como todos los dÃas; para ti amanece ya el dÃa infinito, TilÃn. Y haciendo un esfuerzo, el último, el más grande, exclamó con exaltación: —Hombre generoso, espÃritu elevado, estoy llena de admiración por ti. Ya no eres el incendiario de San Salomó: eres el redentor de la inocencia, porque salvas a mi hermano de la pena impuesta por un delito que no ha cometido; eres el realizador de la justicia, porque la haces recaer sobre el verdadero autor de aquel delito, que eres tú, y asà quedas lavado, puro, sin mancha. —¿Es su hermano, su hermano?... —murmuró TilÃn cayendo en súbito abatimiento. ParecÃa que un relámpago de duda y desconfianza surcaba por su cerebro. —¿Dudas, amigo, dudas de mÃ? —dijo Teodora haciendo un esfuerzo mayor aún. —No —replicó él alzando la cabeza y sacudiéndola como para echar de ella una mala idea—. No he dudado jamás. La dominica comprendió que era preciso reanimar aquel entusiasmo que parecÃa enfriarse, y echar leña a la hoguera que oscilaba. —Pepet —exclamó dando a su voz un tono arrebatador—, te aborrecà sacrÃlego; pero verdugo de ti mismo por la salvación de mi infeliz hermano, te admiro y te amo. —Y yo —dijo Pepet con acento de hombre de viva fe—, yo que he sido perverso, que he sido arrastrado al crimen por mi despecho y mis bárbaras pasiones, consiento gozoso en realizar un sacrificio por salvar a otro hombre, y agradar a la persona por quien he vivido y por quien he deseado morir. Ese sacrificio cuadra a mi alma, le viene bien y a medida, como un traje bien cortado. Donde hubo aquella fiebre intensa y aquel sacrilegio, y las ideas de destruir una obra de siglos para sacar de ella lo que reputaba mÃo; donde aquellos delirios hubo, señora, aquÃ, en mi alma, no puede haber ya sino esta solución terrible, única que por la grandeza del suplicio corresponde a la fealdad de mis pecados. Y yo puedo decir: «Le devuelvo a su hermano; le doy, después de una gran amargura, la mayor alegrÃa que puede recibirse. Conquisto con un solo hecho la benevolencia de su corazón, y muriendo, gano el inefable bien de vivir en su recuerdo. Conquisto lo que vale más que una posesión pasajera: conquisto su memoria en la tierra, y en el cielo su compañÃa». Nada más hay que decir, señora. La hora se acerca. —Aguarda —dijo la de Aransis—. No te muevas de aquÃ. Salió precipitadamente sin añadir nada más. Pepet la vio salir y dirigirse por el patio adelante hasta desaparecer por una puerta que en el extremo opuesto habÃa. Esperó un rato entregado a meditaciones, o mejor dicho, a los delirios calenturientos de un idealismo desenfrenado. Su mente arrebatada navegó entre mil ideas, como nave a quien las olas llevan de peñasco en peñasco, y aquà se estrella, allà se hunde, más allá se levanta, y nunca acaba de naufragar ni acaba de salvarse. No supo él cuánto tiempo duró este tormento; pero al fin abriose la puerta dando paso a la dominica. Sin decirle nada se acercó a él, y poniéndole la mano izquierda en el pecho, elevó al cielo la derecha. Estaba pálida, profundamente desconcertada; temblaban sus labios; sus ojos intranquilos parecÃan recibir la impresión de imágenes aterradoras. Miró a Pepet, y aunque sus ojos no hablaban más lenguaje que el de un desasosiego difÃcil de comprender, el infeliz reo vio en aquella mirada discursos más elocuentes y conmovedores que cuantos pronuncian los ángeles en la conciencia del justo cuando acaba de hacer un gran bien; vio y leyó en aquella mirada todo cuanto la religión y el amor pueden idear de más cariñoso y de más sublime. El pobre Pepet perdió en tal instante lo que aún quedaba en su alma de terrenal y de egoÃsta: era todo espÃritu, todo idea, y se perdÃa en las esferas nebulosas por donde ha corrido sin freno el pensamiento de los soñadores mÃsticos y de los enamorados caballerescos, que vienen a ser una misma casta de personas. Algo quiso decir; pero habÃa llegado a una situación en que la lengua no sabÃa nada y los signos vocales no podÃan ser más que ruidos desapacibles. Se arrodilló, tomó las manos de Teodora para derramar sobre ella besos y lágrimas, hasta que se entreabrió la puerta para dar paso a la voz y a la cara de don Pedro Guimaraens, el cual dijo: —Es tarde. Pepet salió mirando hasta el último instante la figura majestuosa, sublime, soberana de sor Teodora de Aransis, que con una mano puesta sobre su corazón y la otra alzada para señalar el cielo, le despedÃa en el centro de la sala. XXXI Al quedarse sola, estuvo un momento la dominica sin poder pensar ni sentir nada. Algo le pasaba semejante a una congelación, digámoslo asÃ, de sus claras facultades, o una como catalepsia moral. De repente vio un espectro que la llenó de mortal espanto. No es justo decir que lo vio, sino que lo sintió dentro de sà levantándose y saliendo majestuosamente de su corazón como de una tumba, para mostrársele por entero en su imponente grandor, pues abrazaba toda la extensión sensible: era su conciencia. Causole tanto miedo, que corrió velozmente de un lugar a otro de la estancia, huyendo de sà misma. Pero ¿cómo separarse de aquella sombra interior, proyectada por la Ãntima luz del alma? La sombra la seguÃa, diciéndole: —¡Impostora!... La monja se dejó caer de rodillas y llamó en su auxilio con fuertes voces del alma... ¿A quién? A su razón, para que le diera argumentos, sutilezas, armas cortantes y punzantes contra aquel fantasma. Pero la razón no le dio más que un alfiler. —No, no —dijo sor Teodora esgrimiendo contra la sombra el arma pueril—; no soy tan culpable como parece. Lo que me ha impulsado a presentar esta farsa horrible no ha sido una liviandad, un capricho del corazón propenso a repentinas simpatÃas: ha sido lástima, caridad, compasión, amor al prójimo. —¡Mentira, mentira! —gritó la sombra proyectada por la luz Ãntima del alma, y que cada vez parecÃa crecer más. El alfiler de la razón se torció en las manos de la dominica. Ella querÃa una espada cortante y bien templada: la razón le ofreció un pedazo de alambre. —Pues si no ha sido la compasión mi móvil, ha sido otro más grande: la justicia. Ese hombre es inocente de la destrucción de San Salomó. Pues si es inocente y Pepet culpable, ¿qué cosa más santa que inducir al culpable a la muerte para salvar al inocente? —¡Impostora! A ti no te toca enmendar las injusticias de los hombres. No te entrometas en la obra incógnita de Dios. ¡Justicia! ¿Qué entiendes tú de eso, mujer caprichosa? Has obedecido a un afecto nacido bruscamente en tu pecho. —No, no —gritó ella con desesperación. —Voy a decirte la verdad —declaró la sombra—; voy a decÃrtela, palabra por palabra, letra por letra, clara como el pensamiento divino que mueve mi lengua. Voy a decÃrtela. —No, no —exclamó angustiada la dominica, pidiendo otra vez a la razón con furibundo anhelo espadas, flechas, catapultas, arietes y los más tremendos ingenios de guerra. —Yo no puedo callar. El divino aliento sopla dentro de mÃ, y sin quererlo yo, habla. Soy la voz de Dios, que no puede mentir. Voy a decirte la verdad. —Y yo no quiero oÃrla, no quiero —dijo horrorizada la de Aransis. —Ese hombre te agrada, te agrada mundanamente —murmuró la sombra, teniendo la consideración de hablar bajo para que cosa tan grave no escandalizara demasiado a la buena madre. —No, no puede ser. Te parecerá asà y no será cierto. Es una alucinación, un error, una perversa ficción producida por el demonio. —Ese hombre te agrada, te ha inspirado una ilusión cariñosa —repitió la sombra alzando la voz al ver pasado el temor del primer momento—, y tu repentino afecto a un hombre desconocido debe espantarte, y de seguro espantarÃa al mismo que es objeto de él. Ninguna mujer que vive en el siglo, en comercio constante con los demás seres humanos, podrÃa concebir esa inclinación inesperada y vehemente hacia un desconocido, que se entra como los ladrones en su habitación y con el cual apenas habla media hora. No hay hombre alguno, aunque sea el más hermoso, el más gallardo, el más discreto y el más valiente de todos, que pueda jactarse de un triunfo semejante con tal rapidez alcanzado. Esto, que es absurdo en el mundo libre y activo, deja de serlo en la solitaria estrechura y en el aislamiento holgazán de una celda, de aquel nido donde por espacio de doce años han dormido tus afectos y tus pasiones, tu vanidad de hermosa, tu presunción, tu exuberante pujanza moral, tu ternura de doncella enamorada y tus presentimientos de esposa y de madre. Ese absurdo del siglo es natural y humano en ti, monja indigna, que has vivido doce años en ese sepulcro, ocupándote en profanidades y alimentando sin cesar con tu imaginación las ansias de tu pecho, honradas y nobles fuera de aquella casa. —No, eso es mentira, conciencia —pensó la atribulada dominica, sintiéndose abandonada por la razón—. Yo me avergonzarÃa de mà misma si me viera encendida de amores por un hombre que entró en mi celda como un ladrón, y me pidió pan y asilo... No, eso no puede ser, eso es vergonzoso. —Eso es verdad, monja alucinada. No le amaste cuando le viste; desde hace doce años estás alimentando la idea de él en tu fantasÃa exaltada por la soledad, por el bienestar material y la holgazanerÃa; hace doce años que le amas, y es el mismo, el mismo. Poco importa que en algún rasgo discreparan sus facciones de las que tú veÃas con los ojos cerrados; pero es el mismo. Confiesa una cosa, confiésala, mala monja. Cuando aquel hombre se presentó en tu celda; cuando pasado el primer momento de terror, le ofreciste de comer y conversaste con él, te asombrabas interiormente de ver en forma humana al mismo compañero imaginario de las soporÃferas soledades de San Salomó. En tu alma se elevaba un estupor angustioso viendo aquella figura real; era él mismo, era el tuyo, aquel que en tu fantasÃa y en tu corazón no tuvo más rival que el detestable interés por las guerras. Era él, era el mismo cuyas facciones, cuyas miradas y palabras ha estado tejiendo y destejiendo tu aburrida cavilación dÃa tras dÃa, año tras año... En el trabajo de esta tela invisible transcurren lentas y tristes muchas vidas bajo una máscara de mortecina santidad. ¡Ay, pobre de ti! En el siglo hubieras sido una doncella honesta, una esposa amante, una madre ejemplar; enclaustrada sin vocación, has podido perder tu alma en un instante. Sor Teodora se sintió más abatida. No sabÃa qué contestar. Con gran espanto vio que al lado de aquella sombra habladora se alzaba otra: era su razón, que después de combatir un instante con ella se habÃa pasado al enemigo. Viéndose tan sola, volviose a la fe, a Dios, y pidió armas a la oración; pero si la razón no le habÃa dado más que alfileres y alambres, aquella no le dio más que unos pedacitos de caña que para nada servÃan. Las dos sombras le dijeron: —No, Dios no te puede perdonar. Has querido engañarle, disfrazando de piedad y de justicia tus criminales afectos de monja soñadora. —¡Misericordia, Dios mÃo! —exclamó Teodora, bañado el rostro en frÃo sudor. —No la hay para ti, porque has sido impostora. —He sido impostora por lástima, por piedad... —Mentira. Has abusado de tu influjo sobre Pepet y del loco amor que te tenÃa para hacerle morir por otro. —¡Ha sido justicia! —exclamó Teodora con cierta locura. —Mentira. —He sacrificado al culpable, para salvar al inocente. —Mientes, monja embustera —gritó la sombra proyectada por la luz Ãntima del alma—. Sacrificaste al feo por salvar al hermoso. —¡Misericordia, Dios mÃo! ¡Misericordia! Sacáronla de aquel estado de congoja los ruidos de humanas voces y de tambores que llegaron hasta ella. HabÃa amanecido: la sala se llenaba de claridad. Olvidada al punto de aquel coloquio y de la reciente disputa que habÃa encrespado las potencias de su alma, corrió a la ventana, diciendo para sÃ: —¡Si me habrá engañado Pepet; si me habrá engañado Guimaraens! GrandÃsima pena sintió al ver la tropa dispuesta para el fúnebre acto; al ver al espantoso brigadier asomado en el balcón con toda su comitiva; al ver al reo que, con la cabeza descubierta y las manos atadas, hacia Chaperón se volvÃa, y decÃa en voz alta su nombre y proclamaba la justicia de su muerte. Sor Teodora se apartó horrorizada, y al refugiarse en el opuesto extremo de la sala oyó el estrépito de un trueno. Entonces la sombra volvió a levantarse delante de ella y le dijo: —¡Impostora!... ¡Homicida! —¡Ha sido justicia, justicia! —exclamó ella con agonÃa de moribunda...—. El uno criminal, el otro inocente... ¡Misericordia, Señor! —¡Caprichosa!... ¡Embustera! Más tarde, ella no sabÃa a qué hora, entró el Padre Juanico a traerle un poco de alimento. —Es lo único que han dejado esos pillos —le dijo—. Afortunadamente se van dentro de media hora. Más tarde (tampoco supo ella a qué hora) sintió bullicio de tropas. Era Chaperón, que salÃa para seguir desempeñando su papel de misionero realista en la extirpación de liberales. Después reinó profundo silencio. Mucho más tarde (a ella le pareció que serÃa al anochecer), dos hombres entraron en la sala. Sintió al verles turbación tan honda que estuvo a punto de desmayarse. Eran Guimaraens y Servet. Hablaron los tres un momento, y después el coronel realista salió. —Sin comprender la causa —dijo Servet— de la sustitución milagrosa a que debo la vida, sé que he tenido un ángel tutelar. Hay aquà un misterio; yo no trato de penetrarlo, porque no se penetra lo divino. Mi ángel ha sido usted, reverenda madre. —¡Yo! —dijo ella tratando de fingir sorpresa, sin conseguir otra cosa que revelar más su confusión. —SÃ, usted, ilustre y santa mujer. A usted debo la vida. PermÃtaseme arrodillarme delante de esa noble figura, cuya belleza proclama su santidad, y besar esas manos que tan bien saben arrancar vÃctimas a la muerte. Se arrodilló delante de ella, como si fuera una imagen santa. Sor Teodora, que habÃa vuelto el rostro, le miró, y, mal que le pesara a la sombra, hubo de confesarse a sà misma que veÃa hecho carne delante de sà el ideal de la belleza varonil, de la gallardÃa, de la discreción y de la caballerosidad. —OfenderÃa a usted —añadió el llamado Servet— si hablase el lenguaje vulgar de los afectos humanos. No; si yo hablara de amistad, de amor, rebajarÃa la grandiosa personificación de la caridad cristiana que veo delante de mÃ. Una memoria sagrada como la de mi madre, una veneración pura como la que nos inspirase el Dios que a todos nos hizo y la Virgen que a todos nos ampara, vivirán eternamente en mi corazón. Se levantó. Sor Teodora invocó a Dios, y haciendo un esfuerzo desesperado, pudo poner en su rostro algo de expresión seráfica y en su boca estas palabras: —Yo no sé nada de lo que usted habla... ¡Qué error! Ni yo me interesé en salvarle, ni podÃa hacerlo por quien no conozco, por quien solo he visto una sola vez... ¿Quién es usted? Un aventurero, un desconocido. ¿Qué tiene de común usted conmigo? El amparo que le di anoche antes de aquella horrenda catástrofe... A fe que los sucesos que vinieron después han sido tales, que debÃan hacerme olvidar su entrada en el convento... Santo Domingo, mi patrón, me ampare... Yo no sé quién es usted..., yo no le conozco..., déjeme usted. —Compañera de la caridad es la modestia —dijo Servet disponiéndose a retirarse—. No quiero importunar con mi agradecimiento a un alma superior, que a las pocas horas de haber hecho un inmenso bien, ya no se acuerda de él. Usted es una santa, yo un pecador. La enorme diferencia que hay entre los dos, usted, madre reverendÃsima, la agrandará con su vida de constante sacrificio, de oración, de paz espiritual y de comunicación con Dios. A mà me esperan las luchas del mundo, las turbulentas pasiones, las penas incesantes, las dolorosas victorias o tristes caÃdas; a usted la paz del convento, la devoción sublime, los puros éxtasis del alma, aspirando siempre a volver a su origen, y el noble privilegio de alcanzar de Dios, con oraciones y penitencias, el perdón de los malos. ¡Cuán distinto destino el nuestro, y qué abismo tan grande nos separa!... Adiós, señora: una memoria en sus oraciones es lo que pide este miserable, y el permiso para besar la cruz del rosario que pende de la cintura de una santa. Servet besó la cruz, y haciendo una gran reverencia se retiró para unirse a don Pedro Guimaraens, que habÃa preparado el negocio de su marcha. Sor Teodora sintió, no ya una voz, sino mil voces en su alma, y un horroroso sacudimiento y estallido como si parte muy principal de ella fuese arrancada por violenta mano. Viose caÃda en un negro abismo; pero en medio de su congoja y espanto, pudo alzar la voz a su padre espiritual y gritar: —¡Confesión!... ¡Un confesor! Pero ni el padre MartÃn de la Concepción ni el padre Juanico pudieron acudir a ella, porque estaban abriendo un hoyo en el patio. XXXII El aventurero emprendió de noche su camino. Iba solo, bien montado, algo molesto a causa de sus heridas, pero contento, apercibido de armas y pasaporte, con el mismo traje de paisano que usara TilÃn en su postrera noche. No apartaba su pensamiento de las peripecias de su insensato viaje por el campo de aquella extraña guerra, tan parecida a los sangrientos desórdenes y rebeldÃas de la Edad Media. Él tenÃa del historiógrafo el discernimiento que clasifica y juzga los hechos, y del poeta la fantasÃa que los agranda y embellece; también poseÃa la vista larga y penetrante del profeta. Claramente vio que aquella guerra no era más que el prólogo, o hablando musicalmente, la sinfonÃa de otra guerra mayor. Pero la mayor parte de sus pensamientos la absorbÃan los chistosos o trágicos lances de su correrÃa por Cataluña, y principalmente la milagrosa sustitución que le habÃa salvado de la muerte. Quiso penetrar aquel misterio, y no pudo. El mismo Guimaraens no lo sabÃa más que a medias. TilÃn declarándose culpable, y muriendo con heroica paciencia, sereno, grave, con más aire de convicción que de sufrimiento; Guimaraens sacándole de la prisión, después de hacerle cambiar de vestido, y, por último, la hermosa monja que en dos momentos crÃticos le habÃa salvado la vida, confundÃan su mente, llevándole a forjar mil explicaciones quiméricas y a revestir de formas exageradamente dramáticas los hechos más sencillos. Iba al extranjero, y en su triple calidad de historiógrafo, de poeta y de profeta, aportarÃa, sin duda, alguna idea, alguna forma nueva a las regiones donde ya se estaba elaborando el romanticismo. FIN DE «UN VOLUNTARIO REALISTA» Madrid, febrero-marzo de 1878. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 72090 ***